jueves, enero 29, 2009

Jinetes en la tormenta (financiera)

Riders on the Storm es el bonito título de la conferencia que dio el presidente Felipe Calderón en la cumbre de Davos, con el alegre subtítulo de Mexico overcoming the crisis. Se quiso dar la impresión de que somos semidioses que están superando la tormenta que azota al mundo:

Pero si a mí me lo preguntan, estamos más bien así: Por lo demás, el presidente Calderón nunca fue roquero, por lo que no pudo asociar inmediatamente el título de su conferencia con la letra de la muy chida canción de los Doors: Riders on the storm Riders on the storm Into this house were born Into this world were thrown Like a dog without a bone An actor out on loan Riders on the storm



martes, enero 27, 2009

Biopics: La cebolla familia

A mediados de los setenta todo lo que era sólido saltaba por los aires. De todo se dudaba, porque dominaba la idea de que el Sistema era complejísimo, con muchas celdas invisibles, muchos barrotes que había que romper. Si Illich se ocupaba de la escuela, el transporte o la medicina alópata, había una cebolla mucho más grande.

Contaba el cantautor Giorgio Gaber, en esos años (un show magnífico en el Teatro Comunale): “Y luego no son sólo las ideas lo que se debe digerir: también las cebollas. Mi mamá me pegaba cuando era niño. Me quedó un peso en el estómago, una cebolla. Ni sube ni baja. Sé que si la digiriera me haría bien, porque no está dicho que la cebolla te haga daño. Si la entiendes, tiras lo que no te sirve y te quedas con la substancia… La cebolla infancia formato mamá, formato hermano, formato Jesús se puede incluso digerir. Un poco de nausea, un poco de estreñimiento pero luego sale. ¡Pero es que más caminas en la vida y más te encuentras con cada cebollón!”

Años del nacimiento del movimiento feminista de masa, de los movimientos alternativos verde, lésbico-gay, de prisioneros, de soldados, tiempos en los que se afirmaba “lo personal es político” –pienso ahora que por la influencia de la revolución china, que consideraba normal que el Partido controlara totalmente en la vida privada de las personas- y que ponían en cuestión, y en el banquillo de los acusados, a la familia burguesa tradicional. Y los fiscales eran dos psiquiatras bastante heterodoxos: David Cooper y Ronnie Laing, algunos de cuyos libros devoramos –y discutimos.

Para Cooper la familia es un instrumento de condicionamiento ideológico fundamental para cualquier sociedad explotadora, cuya estructura demanda continuamente ofrendas sacrificales (la principal, el propio yo) y se reproduce en otras estructuras sociales: el trabajo, la escuela, la universidad, la iglesia, los partidos políticos, el aparato gubernamental, los ejércitos, los hospitales. Una estructura en la que siempre hay “bueno y malo”, “padres” y “madres” amados/odiados, “hermanos” mayores y menores, “abuelos” difuntos o controladores (o controladores desde la tumba).

La familia, en esta visión, tiene la tarea de extirpar dudas, sembrar “actitudes correctas”, “salud mental” y “pánico formalizado” (sobre todo el miedo a volverse loco, a que lo interno invada lo externo, o viceversa). Por lo que Cooper, padre de la antipsiquiatría y promotor de borrar la línea que divide a los sanos de los enfermos, concluye que “el Estado burgués es una píldora tranquilizadora con efectos colaterales letales”.

Laing era menos radical. Su argumento central era que la familia suele poner a los individuos frente a situaciones imposibles, en las que no pueden conformarse a las expectativas contradictorias de los miembros, y señalaba que la familia atentaba contra la “seguridad ontológica” de las personas, dificultándoles la percepción de que ellas y los demás son reales, están vivos, son autónomos y tienen identidad. Algunos desarrollaban esta percepción correcta; otros no, y se la pasan creando estrategias para evitar perder su yo.

Mientras que la visión de Cooper está mucho más cerca de lo que fue el movimiento situacionista –construcción de situaciones revolucionarias o provocadoras, ambición de cambio total de la existencia- y busca acabar con el concepto mismo de enfermedad mental (“¡El delirio!”, cantaba Gaber con el gesto de querer quedarse en el viaje); la de Laing apuntaba más bien a terminar con la idea de que problemas de conducta se deben combatir estrictamente por el lado biológico, porque a menudo tienen una particular historia familiar detrás.

Este tipo de autores y temas eran muy socorridos en las pláticas de miembros y simpatizantes de la izquierda extraparlamentaria y a los comunistas les llegaban de refilón. Quien sí tuvo influencia en ambos grupos fue Agnes Heller, una filósofa húngara que reivindicaba al joven Marx. Según ella, la verdadera base del marxismo es que la gente debe tener autonomía política para poder determinar, de manera colectiva la vida social, un marxismo en el que el individuo es “rico en necesidades”, de solidaridad y autogobierno. Nada que ver, por supuesto, con lo que se vivía en los satélites soviéticos.

Pero aquello no se quedaba en la teoría. Fue una época de experimentación colectiva, de deconstrucción personal, de desorden organizado de los sentidos en busca de las “revoluciones individuales contiguas” (Cooper dixit), lo que hacía que las relaciones personales muchas veces saltaran por los aires, también ellas.

Quien tal vez entendió con más profundidad el asunto fue un neuropsiquiatra de Lotta Continua, Marco Lombardo-Radice (autor, con Lidia Ravera, del libro Porci con le ali, un best-seller entre la ultra, que contaba con lenguaje pretendidamente adolescente las aventuras político-sexuales de dos quinceañeros romanos, llamados Rocco y Antonia).

Lombardo-Radice escribió en la edición de abril de 1976 de Ombre Rosse (una revista que originalmente era de crítica cinematográfica, pero que se convirtió en el órgano teórico de la extrema izquierda), un artículo en el que problematizaba en serio el debate sobre la familia. El psiquiatra señalaba que seguían formándose familias de pareja tradicional porque aparecen como la única posibilidad de satisfacer necesidades humanas elementales: seguridad, identidad, compañía, calor humano… que es lo mismo que buscan las familias alternativas, que a su vez reproducen los mecanismos patógenos de base de toda familia.

Se preguntaba Lombardo-Radice si de verdad queremos ser el ser humano “adulto completo” que define Cooper, en el sentido de que acepta su propia “castración”, está solo y acepta su soledad.

También criticaba el simplismo de que la genética no cuenta. Abolir los roles sexuales tradicionales es una cosa, suponer que todo es condicionamiento social es otra. ¿Por qué creen los colectivos homosexuales revolucionarios que es posible “homosexualizarse” y que son superables los eventuales traumas del proceso? “¿Estamos dispuestos a cambiar la naturaleza y reiventar la psique?”, se preguntaba.

Luego llegaba a las frases que subrayé en su momento, llenas de presagios, porque Lombardo-Radice estaba atisbando a un cacho de futuro: “¿Qué precio estamos dispuestos a pagar? ¿Cómo reducir y controlar los costos de la revolución cultural?... Hay que decir con claridad si estamos dispuestos a pagar cualquier precio, si esta es una guerra en la no se cuentan los muertos y no nos importa si es inevitable tener entre nosotros unos cuantos miles de suicidas y de esquizofrénicos”. Y eso que todavía no llegaba la epidemia del SIDA.

miércoles, enero 21, 2009

De rescates y reventas: el ejemplo Azteca

Hace unos días escribí: “Las autoridades de Estados Unidos deberán decidir cómo abordar el problema de que una parte de sus instituciones financieras son muertos vivientes (en el papel, sus activos superan a sus pasivos; en la realidad, una parte de sus activos son tóxicos y requieren pasar a manos de un liquidador gubernamental, si es que el banco en cuestión quiere sobrevivir). ¿Absorberá simplemente el gobierno estos activos tóxicos —limpiando gratuitamente a los bancos— o, como sugiere el Nobel Paul Krugman, nacionalizará las instituciones para luego venderlas cuando estén limpias o buscará una tercera vía, a través de la partición de las empresas financieras? Son decisiones políticas delicadas, de las que dependerá la redefinición del sistema de pagos en la economía más grande del mundo."

Creo que el método de saneamiento de Corporación Mexicana de Radio y Televisión –la empresa pública conocida como Imevisión-, como parte del proceso de desincorporación (privatización) de empresas públicas de comunicación puede ayudar a explicarnos un poco más al respecto.

Imevisión era un desastre financiero y de gestión. Como el Estado mexicano nunca supo, bien a bien, si quería hacer televisión pública (para vender programas) o televisión privada (para vender audiencias en un intento por competir con el monopolio que ostentaba Televisa), llevó a cabo una política inconsistente, que dependía de los gustos del nuevo director general (que se sucedían a velocidad de dictadores bolivianos). Se pasaba de intentos de “televisión de calidad” a intentos de “televisión comercial”, con el resultado de que, salvo en limitadas áreas como los deportes, no tenía una audiencia de continuidad y no generaba certidumbre entre los potenciales anunciantes. Al mismo tiempo, se pasaba de etapas con notables transferencias de gobierno a otras, en las que se pretendía que la empresa fuera autosuficiente.

Un mecanismo que se utilizó en todo momento, y que se prestaba mucho a corruptelas, fue la utilización de brokers, es decir de agentes externos a la empresa que producían o compraban un programa e Imevisión lo transmitía, cediendo a cambio una determinada cantidad de tiempo de comercialización, que el broker conseguía por su cuenta. Normalmente esa cantidad era el 40% del tiempo comercializable y los brokers competían de manera abusiva –con tarifas preferenciales- contra la empresa. A menudo la única comercialización en esos programas era la del broker.

Es lógico que en esas condiciones, la inversión fuera escasa. Las cosas llegaron al grado que, cuando se tomó la decisión de privatizar, se transmitía la misma programación en las dos bandas (los dos canales) que Imevisión tenía a su disposición –sin contar el hecho de que buena parte de las antenas de Canal 7 estaban inservibles o derrumbadas.

Cuando Hacienda tomó bajo su control la empresa, la administración –encabezada por Carlos Gutiérrez Jaime- se dedicó a varias cosas simultáneamente. Todos los directores que trabajábamos ahí (yo era Director de Programación) sabíamos de las metas y colaborábamos en estas tareas simultáneas y coordinadas: 1. Modificar la programación para hacerla comercialmente competitiva; 2. Eliminar a los brokers de toda posibilidad de comercializar programas comprados o producidos por la empresa; 3. Analizar cuidadosamente todos los contratos para distinguir cuáles de ellos eran tóxicos –es decir, cuáles obligaban a una relación de broker o tenían consigo grandes pleitos legales; 4. Regularizar, en términos legales, todos los activos “buenos” (es decir, los que se fueran a vender); 5. Pagar, de ser posible con descuento, los adeudos de la empresa con distintos proveedores; 6. Racionalizar la plantilla de trabajadores, que era excesiva.

Pero todas estas medidas tácticas dependían de una decisión estratégica central: Corporación Mexicana de Radio y Televisión no se privatizaría, sino que sus activos se dividirían: una parte –los activos “tóxicos”- pasaría al ente liquidador y la otra –los activos “buenos”- sería vendida a un fideicomiso privado creado ex profeso, y el fideicomiso crearía una nueva figura: la empresa privada Televisión Azteca, que sería subastada al mejor postor, como parte del proceso de desincorporación. Este era el toque de genialidad.

Un día de abril, Corporación Mexicana de Radio y Televisión pasó a ser liquidada; días antes, algunos acreedores –ante la disyuntiva de “buscar su pago cruzando los nueve círculos del infierno de Dante”, como le llegué a decir a alguno- aceptaron pagos castigados (y de inmediato, nos reabrieron el crédito, vendiendo sus productos a precios más accesibles); a otros –a quienes estaban en juicio y a los brokers- se les mandó directamente al infierno liquidador. En la adquisición de varios programas también se pudieron conseguir descuentos, bajo la lógica de que el proveedor estaría activo a la hora de la transición.

Nació Televisión Azteca, con el mismo logo que ahora tiene –aunque en elegante color marrón-, y lo hizo con números negros.

La desintoxicación de los activos de Imevisión tuvo un costo elevado, pero la Secretaría de Hacienda lo entendió como una inversión de mediano, casi de corto plazo. Efectivamente, la televisora del Estado pasó de ser una empresa invendible a venderse 25 por ciento por encima del valor estimado (y varias veces por encima de lo invertido).

En cambio, las empresas que no se desintoxicaron -notablemente, en el paquete de medios, el triste caso de El Nacional, que por (in)decisiones políticas, no se deshizo de sus lastres en Tijuana y Sonora y tampoco de su enorme pasivo laboral contingente- no lograron una puja digna y tuvieron que ser liquidados años después, con altos costos para el erario.

Hay que hacer notar que la desintoxicación, en el caso de Azteca, implicó crear una empresa nueva, implicó un castigo a los detentadores de activos tóxicos –sé al menos de un caso en que el demandante ganó el juicio a Imevisión, pero años después y por una cantidad mucho menor a la que había demandado, porque aquello era transa contra transa- y, sobre todo, implicó un traspaso: un cambio total de administración, sin el cual la nueva empresa hubiera probablemente vuelto a caer en las andadas (aunque no por ello dejo de soñar en lo que pudo haber sido una Televisión Azteca pública, pero manejada con criterios de eficiencia, una televisora capaz de vender el rating de una buena programación: continuidad sin chabacanería).

En otras palabras, creo que la primera opción sobre los bancos estadunidenses –y sobre cualquier otra empresa en problemas de insolvencia, como puede surgir varias en México- es errónea. La limpieza de toxinas financieras y legales es un trabajo caro y complejo, que no tiene porque ser pagado exclusiva ni prioritariamente por el contribuyente. En cambio, las otras dos me parecen muy factibles: nacionalizas para limpiar y luego revender a un nuevo propietario o divides la empresa: el Estado le deja al antiguo dueño una parte relativamente limpia –pero establece una vigilancia estrecha, con base en un programa presentado por la empresa semi-intervenida, para que no se vuelva a contaminar- y trabaja sobre otra parte de la institución, que tiene activos “buenos” y “tóxicos” para revenderla más tarde a un precio razonable. Esta tercera vía me parece particularmente factible para empresas productivas emproblemadas.

jueves, enero 15, 2009

Una plática de Ivan Illich (Biopics)

Otro conferencista que pasó por Módena en esos días fue Ivan Illich, el polémico ex sacerdote y pensador radical. Su plática fue tan interesante que, a más de tres décadas de distancia, recuerdo la mayor parte.

En muchos aspectos, Illich parecía abogar por el regreso a un pasado perdido, ajeno a los rascacielos, el ajetreo y las costumbres modernas, una suerte de paraíso de los valores tradicionales humanos. En otros, portaba un germen revolucionario muy fuerte, porque señalaba dónde estaban muchas de las fuentes de la enajenación cotidiana. Extrañamente, no parecía –para nada- un ser contradictorio.

Contó sus experiencias en el CIDOC de Cuernavaca –aquel “pueblo rechazado”, casi paleocristiano, que enfrentó al obispo Méndez Arceo y su grupo de intelectuales comprometidos contra la jerarquía católica y el Vaticano-. Habló de un experimento en el que pidió a gente de distintos estratos sociales que describieran una fotografía de un mercado. Hizo notar que los campesinos de Morelos no se referían a “niños”, sino a “hijos”. Para Illich, los conceptos comunes de la infancia son una invención burguesa, que se proyecta luego en la “infantilización” del pueblo, al que se quiere volver pasivo y “librarlo” de responsabilidades para controlarlo, bajo el pretexto de que requiere ser guiado, amenazado, castigado. De ahí, también –según Illich- la tendencia a prolongar en el tiempo, cada vez más, la duración de la infancia.

También hizo una defensa de la lentitud. Comentó que la velocidad a la que nos podemos mover es directamente proporcional a nuestro poder en una sociedad jerarquizada y que, a fin de cuentas, la mayor parte de la población se mueve a velocidades similares a las que lo hacía hace un siglo –sólo que consumiendo muchísima más energía. Consideró que debería de haber algo así como un límite mundial de velocidad, que fijó en 40 kilómetros por hora. “A esa velocidad puedes dar la vuelta al mundo en 80 días”, dijo.

Lanzó una fuerte crítica general a las instituciones. A la escuela, que arrebata a la gente de sus conocimientos tradicionales y se convertía en el tamiz –controlado por los gobiernos- para definir si alguien estaba preparado o no para un empleo. A las cárceles, y la ideología bienpensante de que son lugares para la readaptación social, cuando son solamente espacios de castigo. A la medicina institucional, que interviene de manera intrusiva en las personas. Con ella, a la medicina siquiátrica, que ve toda desviación de la norma como “locura” a la que trata de controlar, aún en contra de la dignidad de las personas.

En eso, un asistente pidió la palabra. Se trataba de uno de los locos conocidos del pueblo. Habló del tratamiento que recibió cuando fue recluido (electrochoques era la moda) e Illich le respondió que, aunque a él le parecía única, su experiencia era de lo más común.

Habló de la muerte. Del hombre que se preparaba a ella tomando una botella de vino del año en el que nació. Del pueblo africano que se sentía hermanado con otro pueblo de costumbres distintas porque, aunque vivían diferente, morían igual. Al hacerlo señalaba algo que compartía el CIDOC con la escuela de Frankfurt: el concepto de que el hombre moderno, alienado para satisfacer sus deseos estimulados por la maquinaria económica, en realidad no vivía su vida. No era su propio dueño, sino un esclavo, una suerte de robot. En la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, el esclavo –por miedo a la muerte- elegía la no-vida (y un robot no está vivo); en cambio, el amo elegía la vida –y, con ella, la muerte como su contraparte natural.

Esta era, quizás, la parte más clara de la visión que nos dio Illich. Vivíamos en una sociedad reificada, de imágenes y fetiches varios que van paulatinamente sustituyendo las relaciones personales: más allá de la teoría marxiana, la enajenación trasciende las relaciones de trabajo y se convierte en forma de vida, que es decir de muerte. Entonces, una parte fundamental del proceso de liberación es ser capaces de distinguir estas formas variopintas de manipulación y recuperar la vida en directo.

Aunque más de una vez quiso Illich sustentar sus teorías en datos falsos –como que la diferencia de expectativa de vida entre Italia de 1975 y el imperio romano del año cero se debía exclusivamente a la menor mortalidad infantil-, toda su exposición fue muy estimulante y cayó sobre un terreno fertilísimo: jóvenes rebeldes que estaban cuestionándolo todo y, en particular, todo lo que proviniera de la autoridad. Sus ideas circulaban con más fuerza porque había que cuestionarlo todo.

Al mismo tiempo, y a pesar del atractivo -incluso estético- de las teorías de Illich, no podíamos sino tener una posición ambigua respecto a ellas.

Era cierto que la sustitución de los conocimientos tradicionales por la enseñanza escolarizada estaba desde entonces acabando con oficios muy útiles y lanzando al mercado de trabajo personas muy impreparadas (que no saben hacer una regla de tres, pero tampoco apretar bien una tuerca o resanar un muro), listas para la explotación. Era cierto que nuestro concepto de la universidad era como fuente de conocimiento, no como fábrica de futuros empleados y dirigentes (Illich afirmaba que la academia en la Edad Media era camino seguro a la pobreza, pero –con menos espíritu franciscano- nosotros entendíamos, por un lado, que era porque el sistema económico tenía poco excedente como para mantenerlos y, por el otro, que muchos personajes basaban ya su poder en los títulos académicos, que en ocasiones suplían a los nobiliarios), pero nuestra rebeldía no nos impedía presentar exámenes y pensar en suceder, en nuestro momento y a nuestro modo, a los catedráticos.

Era cierto, lo percibíamos, que una prisa absurda se adueñaba del mundo. Y aceptábamos el hecho evidente de que la velocidad de movimiento (también la de la voz y las palabras) está asociada con el poder. Pero la idea de desechar los vehículos “demasiado veloces” nos parecía utópica. Por lo demás, no parecía convincente el argumento de que las carreteras de terracería del cardenismo unían a los pueblos, mientras que las autopistas del alemanismo separaban a pobres y ricos. Y sí, sentíamos que la altura de los edificios europeos estaba más al alcance de lo humano, pero no podíamos dejar de sentirnos fascinados por Nueva York.

Era cierto, también, que la medicina mostraba notables signos de deshumanización, con la visión –entonces hegemónica- de intervenciones invasivas por encima de los deseos del paciente y la idea dominante de tratar enfermedades, y no enfermos; órganos y no personas. Se advertía que el Doctor Kildare y sus laboratorios eran en muchos sentidos iatrogénicos: un carnicero y unos negociantes, pero al mismo tiempo se sabía que la medicina alópata y los fármacos de patente daban alivio, curaban enfermedades y salvaban vidas con más éxito que los tratamientos alternativos. Se dudaba de la pasta de dientes (hubo un furor del bicarbonato), pero no de la Aspirina.

Era cierto, lo mismo, para la psiquiatría: “Nosotros somos gente que termina mal: la prisión o el hospital. A los anarquistas siempre los han apaleado y el libertario siempre es controlado por el clero o por el Estado. No se salva, entre quien viste de desfile, quien viste una risotada”, cantaba Guccini. Eran años de electrochoques y lobotomías y los tratamientos de estabilización del humor todavía estaban en pañales (la primera vez que oí hablar del litio fue en 1993). La locura tenía para nosotros algo de positivo, como si fuera una muestra de rebeldía extrema. La cordura era sosa, lo que buscaba el Sistema. Pero al mismo tiempo teníamos identificados a los locos “auténticos” (el que caminaba de prisa por horas, el que tiraba bolas de nieve, la que se pintarrajeaba, el hippie que alucinaba de más y quería que viéramos su Verdad Revelada) y procurábamos mantenernos alejados de ellos.

¿Qué nos quedó entonces? Muchas dudas, algunos destellos clarísimos, de fuerte significado político (la infantilización del pueblo como mecanismo de control, la agonía de los conocimientos tradicionales, la necesidad de darle un giro humano de la medicina) y, sobre todo, la comprensión de que quien no se apropia de su vida tampoco lo hace de su muerte.

Illich apenas si tocó en aquella plática una institución que recibiría tremenda metralla cultural: la familia. Y, aunque no nos tocó que dieran conferencia, otras grandes influencias de la época fueron David Cooper y Ronnie Laing, los gurúes de la anti-psiquiatría. Los efectos de sus enseñanzas fueron mucho más cabrones.

martes, enero 13, 2009

Biopics: Beber en la montaña

Gastronomía tradicional

Una de las actividades favoritas de los modeneses es comer. Ya nos habíamos dado cuenta con las comidas pantagruélicas en casa de Otello. Otra de sus actividades favoritas es huir de la ciudad y viajar hacia los Apeninos. Si es invierno, allí hay nieve para esquiar; si es verano, allí es más fresco; y en cualquier época del año allí hay menos niebla. Vas a la montaña, miras hacia abajo y con la vista encuentras, al pie de las últimas copas de los árboles, un mar de nubes apretadas. Buscas la zona donde más se agolpan y supones que allí está Módena.

También en el Apenino modenés lo que más se hace es comer. Había decenas de hosterías populares, y a menudo íbamos en bola los fines de semana. Modestas, típicas y alegres, casi todas ellas ofrecían el mismo menú de la gastronomía tradicional modenesa: tigelle, pinzimonio, gnocco fritto, affettati vari.

Las tigelle son una especie de sopes hechos con una harina de trigo, levadura y manteca. Se les pone una buena capa de lardo –que es, a su vez, manteca hecha con la primera capa subcutánea de grasa del cerdo, mezclada con ajo y romero- y una cantidad generosa de queso parmesano. A pesar del ajo, me encantaban.

El pinzimonio es una ensalada cruda colectiva, servida en grandísimos platos. Normalmente consta de rábanos, grandes piezas de apio, cebollines, hinojos y zanahorias, que uno va ahogando en un aliño de aceite de oliva extra vírgen y vinagre balsámico.

El gnocco fritto no se debe confundir con los gnocchi de papa y es una pasta hojaldrada hecha con ingredientes similares a los de la tigella, pero que se hunde brevemente en aceite a temperaturas absurdamente altas.

Los affettati vari son las diversas carnes frías de la región, entre las que destaca, por supuesto, el prosciutto crudo. Pero normalmente también te servían coppa (una suerte de salchicha), salame, mortadella y ceci (que es una especie de queso de puerco). Normalmente van dentro del gnocco fritto, pero como es tradición de que este tipo de comidas se acompañen con la ingesta abundante de Lambrusco, al final también se comen solos, con las tigelle o con pan y queso.


Il Capitano Puff

En una de esas ocasiones gastronómicas fuimos doce a la montaña, creo que a Serramazzoni, en la combi con placas de Singapur de Carlos Mársico. La cena estuvo particularmente rica y la bañamos generosamente con varias botellas de Lambrusco (la regla de oro dice que por lo menos debe ser una botella per capita). Ya encarrerados, nos pusimos a hacer brindis elaboradísimos y jalados. Cuando le tocó el turno a Elena, la novia de Daniele Tomasi, no sabía que decir. Alguien gritó:

-¡Brinda por lo que más te guste!

-¿Por lo que más me guste? –preguntó ella con una sonrisa pícara.

-¡Sí!

-Entonces brindo por el cazzo, que es lo que más me gusta –exclamó entre risotadas y aplausos.

Pocos minutos después, y tal vez porque nos habían escuchado, llegaron a nuestra mesa unos mecánicos del pueblo de Spilamberto, a retarnos. Contaron 18 botellas y les pareció poco. A través del reto aprendimos el juego del Capitano Puff, que se juega con los dedos, los pies, los números, la memoria y, por supuesto, el vino. Si te equivocas, te vuelven a llenar el vaso.

Nos defendimos bastante bien, hasta que le tocó el turno a Alberto, el hermano de Jorge Carreto, quien estaba de visita. Alberto –a quien apodábamos, de chunga, Colashón- hizo correctamente su juego, pero los mecánicos ya estaban en la necia e insistían en que había quedado una gota de vino en su vaso. Entonces Colashón se puso a insultarlos en español, con el problema de que en dialecto modenés existe la palabra capròun. Para evitar broncas los invitamos a que todos nos pusiéramos a bailar liscio.

A eso de las dos de la mañana la hostería estaba por cerrar y los de Spilamberto nos invitaron a seguirla en el taller. Les dijimos que sí, que los seguiríamos, pero el tonto de Daniele se metió en el carro con ellos.

Bajamos por la montaña con Carlos conduciendo –él, que de por sí era un peligro sobrio- y con todos echando un relajo atroz con las chavas –y sobre todo con la novia de Daniele- en la parte de atrás de la combi (que no tenía asientos traseros). Según contó luego Carlos Mársico, cada determinados kilómetros se paraban los mecánicos y hacían señas para que nos desviáramos hacia Spilamberto y él ponía cara de extraviado y seguía derecho. Imagino que los aspavientos más grandes los hacía Daniele, quien terminó pasando la noche en el taller de los mecánicos.

Terminamos en nuestra casa, en Modena Est. Bajamos a Claudio Francia en calidad de saco de papas (más por su costumbre de dormir temprano que por el exceso de vino) y proseguimos el desmadre. Aunque la cosa entre Carlos y Elena no llegó a mayores, allí terminó la amistad entre Daniele y Mársico.

miércoles, enero 07, 2009

Biopics: I messicani sfigati e il messicano fighino

Elecciones estudiantiles

La primera vez que sufragué de manera relevante en una urna fue en las elecciones estudiantiles de la Universidad de Módena. En los días en que en México José López Portillo recorría el país haciendo campaña presidencial sin competencia alguna, nosotros teníamos la opción de votar para consejeros universitarios estudiantiles y para el representante de los estudiantes en el patronato (la llamada opera universitaria) entre cinco planillas muy diferentes.

Por un lado estaba Unidad Democrática, que coaligaba al PCI con el PdUP y (sólo nominalmente) con el PSI; por otro estaban las dos planillas democristianas, Participación Democrática Popular, que era la del poder político establecido y Comunión y Liberación, que sí estaba basada en la fe y era un movimiento carismático que buscaba regresar a los aspectos elementales del cristianismo. También competían Compromiso de Izquierda Laica (con el apoyo de los partidos Socialdemócrata, Republicano y Radical) y Derecha Universitaria, los fachos.

Claudio Francia encabezaba, por supuesto, la lista de Unidad Democrática. Curiosamente, una chava de la facultad de economía era la primera en la planilla de Compromiso de Izquierda Laica. De ella sabíamos sólo por un recado que escribió en uno de los pizarrones de corcho para los anuncios, en el que solicitaba se le devolviera un cuello de zorro plateado que había dejado colgado junto con los abrigos. En el recado decía también: “Considero que un ladrón no tiene lugar en esta Facultad”. Alguien agregó: “… y tampoco quien viene a ella con un cuello de zorro plateado”.

De la campaña en sí –a parte una discusión interesante entre los de Unidad Democrática y los de Comunión y Liberación, que eran el único grupo de oposición con cierta presencia en la escuela- lo más destacable fue que los fascistas pegaron sus posters de Derecha Universitaria y cuando un compañero trató de despegarlos, lo único que consiguió fue cortarse feamente los dedos. Los cabrones habían colocado bajo el poster una estela de navajas de afeitar –de las de antes, que eran terriblemente afiladas.

Fue emocionante votar y poder hacerlo por la izquierda. En la facultad, Unidad Democrática barrió con más del 80 por ciento de los votos (y los compañeros hicieron una investigación para averiguar de dónde venían los míseros cuatro votos de los fachos). A nivel de la universidad, la planilla encabezada por Claudio ganó con casi las dos terceras partes de los votos. De hecho, así fue en toda Italia: en la Bocconi, donde estudiaba Castañares y que era una escuela privada muy ligada al empresariado, UD tuvo mayoría absoluta, si bien Compromiso de Izquierda Laica la siguió de cerca.

Años después, Claudio Francia comentaría que aquel grupo de UD hizo muchas cosas benéficas para la universidad, pero que no tuvieron eco suficiente en la prensa. “Mientras que si 20 ultras gritaban ‘Mensa gratis’, los periódicos de inmediato lo publicaban”.


Los mexicanos jodidos y el mexicano pijo

Hay una buena anécdota de esa campaña. Un día llegó al buzón de nuestra casa propaganda electoral de Unidad Democrática. Para Eduardo Mapes y para mí. Quien sabe por qué no le llegó a Jorge Carreto.

Una noche llegué a casa antes que mis compañeros. En el buzón había tres folletos de Comunión y Liberación dirigidos a nosotros. Se me ocurrió destruir los que remitieron para Eduardo y para mí. Dejé el de Jorge en el buzón y me regresé en bicla al centro, donde encontré a mis cuates.

Cuando llegamos a la casa, como siempre, abrimos el buzón. Carreto se mostró extrañado y contrariado de que sólo a él le hubiera llegado la propaganda de la planilla católica. Entonces Mapes y yo nos lo cotorreamos: “Claro, de cómo vistes y cómo actúas se dan cuenta de que eres burgués y buscan tu voto; ni modo que lo buscara Unidad Democrática”. Se puso a tocar el piano con una nubecita negra sobre la cabeza. Un par de horas después confesé.

No estaba tan desencaminado. Meses más tarde nos enteramos por Anna Bernardi que, a nuestra llegada a la facultad, nos conocían como “I messicani sfigati e il messicano fighino”, cuya traducción literal es: “los mexicanos despanochados y el mexicano panochudo”, que a su vez significa aproximadamente “los mexicanos jodidos y el mexicano pijo”. Mapes y yo éramos los pandrosos y tercermundistas sfigati; Carreto, con sus saquitos de tweed y sus botas de mínima plataforma, el fighino.

martes, enero 06, 2009

Biopics: A clases con Umberto Eco

Una tarde llegó Umberto Eco a dar una conferencia a Módena. Todavía no ascendía al superestrellato intelectual, pero ya era muy reconocido, sobre todo por los dos divertidísimos diarios mínimos que había publicado como por su interesante columna semanal en L’Espresso. Yo también tenía referencia de él a través de Raúl Trejo, quien me había comentado en México acerca de Apocalípticos e Integrados.

Fue un evento sumamente entretenido, una lección de semiótica elemental de parte de uno de los grandes del tema. Eco comenzó describiendo que él estaba en lo alto, para demostrar que él era quien tenía el conocimiento, y estaba defendido/separado de nosotros por una mesa. Empezó a hablar del signo y el significado su ropa y de su apariencia: no hubiera portado la barba hace una década porque le hubieran atribuido ser pro-fascista, llevaba una corbata roja que decía que él era un señor –no cualquier hijo de vecino- y sugería, al tiempo, que era de izquierdas. Luego pasó a comentar lo difícil que era para la gente describir las cosas, y dijo que ese era uno de los grandes problemas de la educación: “le preguntas a un niño qué es un pan y te dice que es una cosa sobre la que se pone la Nutella, cuando lo primero que debía decir es que es un alimento…”.

La conferencia nos encantó a muchos de los cuates, pero particularmente a Claudio y a mí. Al final, le pregunté a Eco dónde daba clases y si se podía asistir. Me respondió que en la Universidad de Bologna, en el Departamento de Arte, Música y Espectáculo y que las clases en las universidades públicas eran públicas.

Una de sus clases era en sábado, así que Claudio y yo decidimos asistir. Íbamos en la Cinquencento roja del buen Claudio, atravesando toda Via Emilia. En Bologna, ineluctablemente hacía un frío perro (al fan an fredd ch’al fa sbaler la vecia, decíamos en dialecto) en el que caminábamos las muchas cuadras que separaban el límite de estacionamiento vehicular con Via Petroni. La clase de Eco, como es de suponer, estaba siempre atestada y en ocasiones no se podía respirar a causa de tanto humo de cigarro. Era fascinante, aunque no siempre fácil de seguir, porque Eco se ponía a disvariar, y a discutir con algún maestro de filosofía, sobre el banquete de Platón y nosotros no lo habíamos leído. Algunas de las cosas curiosas que planteó durante aquel curso las volví a leer, entusiasmado, cinco años después, en El Nombre de la Rosa, que entonces preparaba.

Hemos de haber asistido como a seis lecciones. La distancia, el frío, el humo del aula y la creciente dificultad de los temas (pues no hacíamos las lecturas) nos fueron alejando. Pero nunca dejé de ser fan de Eco.

viernes, enero 02, 2009

Los 10 deportistas mexicanos del 2008


1. María del Rosario Espinoza
2. Guillermo Pérez

3. Lorena Ochoa
4. Paola Espinosa
5. Tatiana Ortiz
6. Joakim Soria
7. Adrián González
8. Antonio Margarito
9. Andrés Guardado
10. Rafael Márquez

(Esta lista implica cambios en la lista de atletas mexicanos del Siglo XXI, publicada en marzo de 2006.)