jueves, diciembre 06, 2007

Biopics: Perugia era una fiesta II

Qué se decía en el referéndum del divorcio

Decían los compañeros modeneses que Italia era el país del mundo en el que se vivía con más fuerza la lucha de clases. Sin embargo, el primer gran debate político al que asistimos en ese país atravesaba transversalmente las clases sociales, y tenía que ver más bien con la defensa de las libertades individuales, frente a los imperativos de la moral común.

Llegamos a Perugia en las semanas previas al referéndum abrogativo de la ley del divorcio, que había sido aprobada en 1970. Grupos conservadores cristianos habían juntado, con el abierto apoyo del Vaticano, las firmas necesarias para que la ley pudiera ser abatida mediante un referéndum por votación universal.

Todos los partidos políticos tomaron posición: a favor del divorcio (NO a la abrogación de la ley) estaban los partidos Comunista, Socialista, Socialdemócrata, Republicano y Liberal. En contra, (llamando a votar SI a la abrogación) la Democracia Cristiana y los neofascistas. Es de hacer notar que, salvo el PCI, todos los partidos del NO hacían parte de la coalición gobernante con la DC. El tema tenía dividido hasta al gobierno. También hay que apuntar que dos de las fuerzas que apoyaron con mayor pasión el NO estaban fuera de la representación parlamentaria. Los grupos de la ultraizquierda proletaria por un lado, y por el otro, notablemente, el Partido Radical, una organización sui generis, muy revolucionaria en asuntos relativos a las libertades y moderada en cuestiones del sistema económico. Ese pequeño grupo tenía una influencia cultural muy grande, superior en mucho a los votos que llegó alguna vez a conseguir.

El tema se prestaba a simplificaciones, y la iglesia católica era la primera en usarlas. Aprueba el divorcio quien quiere “destruir a la familia” y acabar con un núcleo fundamental de la sociedad, anterior al Estado. De esa época es la canción de Modugno “Llora el Teléfono”.

En contraparte, estaban las condenas radicales al “matrimonio forzado” y la propaganda simple del PCI. Dice un niño: “Mis papás se llevan bien, pero entienden que no todos los papás son así, por eso votan NO”. O el poster que ponía en línea a varias mujeres campesinas: “Las mujeres de la familia Cervi votan NO”. Eran un símbolo: los siete hermanos Cervi murieron luchando en la resistencia contra el nazifascismo.

Más allá de la propaganda para consumo masivo, el tema central de la discusión era mucho más profundo: el carácter laico del Estado y la garantía de los derechos civiles. El divorcio decía que ni la iglesia ni el Estado tenían por qué definir la vida íntima de las personas: era un paso para afirmar que cada quien es dueño de sí mismo.

El referéndum también ponía en la balanza qué tanto había avanzado el proceso de secularización de la sociedad italiana: qué tanto se había alejado de las obligaciones morales impuestas por la Iglesia, y qué tanto más podía hacerlo, en la modificación del derecho de familia, que tenía sus raíces en la legislación fascista.

Para nosotros era un espectáculo excepcional, por el flujo libérrimo de ideas contrapuestas, con todos los matices posibles, aunque por supuesto estábamos abierta y entusiastamente a favor del NO.


Mitin de Almirante (lecciones de italiano)

En esas estábamos cuando se anuncia un mitin del MSI en la plaza central, para alentar a sus bases a votar SI. Iba a presidirlo nada menos que Giorgio Almirante, el líder nacional de los neofascistas. En el Turreno y en el Di Lillo se hablaba de las acciones antifascistas a tomar para joderles la fiesta. No lo sabíamos, pero en Italia se vivían los “años de plomo”, de fuertes enfrentamientos que pasaban de lo ideológico a lo físico, y que terminaron desarrollando excrecencias terroristas de cada bando, de Ordine Nero a las Brigadas Rojas.

En esa ocasión, los extraparlamentarios fueron más prudentes. Decidieron hacer un mitin de repudio en Piazza Fortebraccio, mientras que los del PCI, y algunos socialistas, decidieron hacer frente directamente a los fachos en la plaza central.

El día señalado, fuimos primero a la Fortebraccio, donde un centenar de chavos gritaba en el vacío político. De seguro la onda estaba mejor en Corso Vanucci. Agarramos unas callejuelas y recalamos adonde varios miles de comunistas se mantenían –con una pequeña valla policíaca de por medio- a cincuenta metros de medio millar de fascistas. Las incesantes y alegres consignas de los compagni no permitían escuchar lo que decía Almirante.

Una de estas consignas fue de gran ayuda para mi aprendizaje de italiano:

Almirante testa in giù/ ci piace di più.

Esta consigna clarificaba dos palabras bastante complicadas para un novicio en la lengua del Dante. La primera palabra es giù, y significa “abajo”, y la consigna permite diferenciarla de su, que significa “arriba”. La segunda palabra es ci, y significa “nos”, y la consigna permite diferenciarla de vi, que significa “os” –en español de España- o “les” –en español latinoamericano-. Finalmente, la frase recuerda el uso obligatorio de las preposiciones: in, antes de giù; di antes de più.

Almirante cabeza abajo/ nos gusta más.

Para entender el significado político de esa consigna, había que escuchar otra que se exclamó ese día:

Piaz-za-le Lo-re-to! / Piaz-za-le Lo-re-to!

En una gasolinería de Milán, precisamente la que estaba ubicada en Piazzale Loreto, fueron expuestos, colgados cabeza abajo, los cadáveres de Benito Mussolini y su amante, Clara Petacci, luego de que fueran ajusticiados por una brigada de la Resistencia, durante la II Guerra Mundial.


Ben Watson y mi salida del castillo del horror

Un día, el maestro preguntó por qué queríamos aprender italiano. Me sorprendió la respuesta del muchacho inglés, Ben Watson, un greñudo de 17 años: “Para leer a Dante en su lengua original”. Di Giglio lanzó una mueca socarrona: “Eso es difícil hasta para un italiano”. Yo me dije, mientras tanto: “este güey es buena onda”.

En esa conversación, Ben aprovechó para decir que el cuarto en el que vivía se le hacía muy caro y que estaba buscando compañero. Me le acerqué después de la clase y le dije que estaba interesado. Extrañamente, me preguntó qué opinaba de la exposición de pintura que estaba en la Galería Umbria. Le dije que era una mierda. “Eso quiere decir que tienes gusto”, concluyó, y me aceptó.

El cuarto de Ben estaba en la casa de una señora llamada Vincenzina, en una calle empinada donde había un fresco de Raffaello. Era una recámara amplia, acogedora, limpia; tenía el defecto de que también estaba dentro de una casa. Pero esta era una señora clasemediera, supuestamente dedicada a la pintura.

Ben estaba esperando su momento de entrada a la Universidad de Cambridge, donde estudiaría historia, y era –para su edad- un erudito. Uno de sus temas favoritos era James Joyce (él sí pudo terminar el Ulysses) y le gustaba mucho jugar con el lenguaje. Por ejemplo, hacía sonetos perfectos en un lenguaje inexistente que sonaba como sajón antiguo. Igual quiso componer una canción western, sobre nuestra casera, que le caía muy mal: “Vincenzeeeena was a landladyeeee/ who lived in Perouse Town/ her paintings, walls & skin they were/ a shade of greenish brown”. Iniciamos una buena amistad.

Desde el amplio balcón del cuarto que Ben y yo compartíamos, se podía ver el fin de la ciudad de Perugia, la campiña y, en el siguiente monte, la pequeña ciudad de Asís. Una vista bella, con la que sentí comprender, de un solo jalón, la lógica del feudalismo. La Edad Media en una imagen.

Era lógico nada más ver. Ciudades en el cerro y fértil campo en medio. Cada ciudad peleando por tener a su alrededor más campo, más siervos de la gleba, más tributos a cambio de protección. Y nada más ver se te ocurría una guerra interminable.

En esos días, los mexicanos fuimos de visita a Asís, tierra de mi patronímico. Lo que más recuerdo son las basílicas de Santa Clara y de San Francisco, que son diferentes a otras iglesias: son de antes de que la Iglesia tomara para sí una gran tajada del pastel terrenal. Son diferentes por sus colores ocres, por su parquedad. Y porque el Cristo que las preside está simplemente pintado, triste pero no torturado; y no está solo, sino acompañado de figuras humanas y celestiales.


Casta y “el lecho de los sacrificios

Tampoco Jorge Carreto duró más de un mes en el castillo del horror. Más de una vez me encontré, al llegar en la noche, que en lugar de él estaba Jorge Castañares. Sucede que Carreto andaba de ligador y, con toda razón, consideraba que la recámara del castillo del horror no era un buen lugar para culminar el ligue, por lo que le pedía prestado su cuarto a Casta. Éste accedía, se iba al cine, luego paseaba por horas en las calles de Perugia y a veces podía regresar a su casa. En otras, recibía la llave del cuarto en el castillo del horror. Mapes compartía el cuarto con Casta pero, por su lado, andaba en ligues particulares –una neozelandesa que se lo chupaba enterito- y también iba mucho al cine, que era una actividad fundamental.

“Ha convertido mi cama en el lecho de los sacrificios” –decía Castañares, sobre todo luego de enterarse de que una de las muchachas era virgen. Llegó el momento en que se hartó e hizo un pacto con Carreto. Casta se encontró otro departamento y Carreto se quedó a compartir cuarto con Mapes, con todo y “lecho de los sacrificios”.

Adelanto que Carreto no duró ni tres semanas.

Un momento de orgullo

En el grupo del curso elemental de italiano había varios árabes. Uno de ellos era un libio de Trípoli que quería estudiar medicina en Milán. Era muy chistoso porque confundía la be con la pe. Le preguntabas: “Come stai?” y respondía: “Sto pene” y por más que le explicabas la importante diferencia entre bene y pene, no podía pronunciarla.

Un día el maestro Di Giglio hace un dictado. Lo revisa y pasa al libio a que reproduzca en el pizarrón lo que escribió en el cuaderno. Es un desmadre, porque el pobre no distingue bien mayúsculas de minúsculas, y su alfabeto romano es casi ilegible. Se nota, incluso, que le cuesta trabajo escribir de izquierda a derecha. El profesor lo regaña, burlón.

Esa misma tarde, el maestro explica la palabra amico. En determinado momento, le pide al libio una frase en la que le diga que él es su amigo. El árabe se pone rojo y niega con la cabeza, grita: “Non amico! Non amico!”. Entonces Di Giglio abre los brazos y dice: “no entiendo”.

En ese momento me pongo de pie y me largo un breve discurso en el italiano más sencillo posible:

“Yo puedo explicar lo que quiere decir el estudiante libio. El profesor es muuuy amigo de la señorita alemana. El profesor es muy amigo del señor suizo y de la señorita inglesa. El profesor es amigo del estudiante japonés y, bueno… es amigo de los estudiantes mexicanos. El profesor no es amigo de los estudiantes árabes. El profesor no habla con los estudiantes africanos. El profesor es un racista.”

Los ingleses, varios australianos, los mexicanos, un par de suizos, Helga, el español, Angelos, el de Zaire, la gringa y todos los árabes se levantaron a aplaudir. El libio vino a mí, me abrazó y exclamó: “Amico, grazie!”.

Di Giglio se defendió. Dijo que no era cierto, que era amigo de todos. Predicó en el desierto.

Al salir, todos me dieron, cuando menos, una palmada en la espalda. Es un momento de orgullo que atesoro.

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