Después de nuestro viaje relámpago a Perugia y Módena, escribimos un breve informe a Flores, explicándole que iríamos a esas dos escuelas. Nos felicitó por nuestra iniciativa. También le pedimos que nos ayudara con los trámites necesarios para inscribirnos; él lo hizo a través de su amiga, la profesora Elena Sandoval, quien después volvería –siempre positivamente- a tener importancia en mi vida.
El Castillo del Horror
Nos fuimos, pues, a Perugia. Lo primero fue buscar acomodo. Obviamente, deseábamos hacerlo en la parte amurallada de la ciudad, que era la más bonita, la que nos permitiría movilizarnos a pie y en donde vivían los estudiantes. Yo renté un cuarto en un antiquísimo edificio que estaba en Piazza Danti, a espaldas de la Catedral de San Lorenzo. Había que subir cuatro pisos de escaleras desgastadas por el tiempo para llegar al amplio departamento en el que vivía una familia propia de una película de Fellini, con todo y tío baboso con una enorme verruga en la nariz.
El cuarto estaba padre; tenía una chimenea sobre la que acomodé los libros que me traje de México y una vista maravillosa. A la izquierda, el campanario de la catedral que se asomaba entre tejados poblados por palomas; al frente y a la derecha, techumbres que se desparramaban cuesta abajo, dando forma a la ciudad; y bajando la vista, una callejuela retorcida que daba, pocas cuadras más adelante al Arco Etrusco –construido en el siglo III antes de Cristo, tiempos inimaginables- y la Piazza Fortebraccio, frente a la cual estaba el magnífico Palazzo Gallenga, sede de la Università Italiana per Stranieri. Era la Europa que imaginaba en las gestas de Amadís de Gaula. En ese cuarto escribí un cuento que quería reflejar esas sensaciones pero como, por supuesto, lo hizo de manera fallida, le aderecé otras cosas para hacerlo un poco surrealista o, cuando menos, onírico.
Pero llegar a esa recámara era una tortura. Primero la subida por las escaleras penumbrosas, la sensación de humedad rancia y fría. Luego, pasar por la sala en donde, indefectiblemente, estaba la familia fellinesca viendo la televisión, con el tío de la verruga echando baba. Para que la cosa pareciera realmente de película, sobre una mesa de la sala había una estatuilla de yeso con la figura de uno de los sobrinos del Pato Donald. Supongo que Paco, porque tenía camiseta amarilla. Una noche llegué del cine cuando ya todos dormían. Decidí deshacerme del horrible pato y encontré, para mi sorpresa, que estaba atornillado a la mesa.
Jorge Carreto consiguió alojamiento en el mismo piso y edificio. Su cuarto tenía la ventaja de que no tenías que entrar al departamento ni ver al tío lelo o a la señora gorda, pero la gran desventaja de que era interno y poco ventilado.
Eduardo Mapes y Jorge Castañares tuvieron más paciencia que nosotros y, a cambio de un par de días más de hotel, consiguieron alojamiento en una pensión mucho más mona, junto a las murallas, cercana al Cinema Modernissimo y a la que se accedía por calles de escalera. Antonio Mártir había conseguido que a su esposa Edith también le dieran beca y los dos vivían en una casa de curas, donde también les daban de comer (a él más, “porque es el hombre”) y Consuelo Ceceña se fue más bien hacia las afueras.
No pasó mucho tiempo para que el privilegio de la vista desde mi cuarto fuera insuficiente para compensar el desagrado de las escaleras sombrías, los rostros grotescos, el olor a comida grasosa y sonido imparable de la TV que provenía de la sala. Carreto, además de las escaleras, tenía la sensación de encierro. Así que pasamos a llamar “El Castillo del Horror” a ese edificio, en el que no duramos mucho.
El grupo de Di Giglio
La Universidad Italiana para Extranjeros estaba en un palacio de fachada magnífica, con grandes columnatas blancas. Y por dentro era una casa estilo barroco aristocrático, con cuartos de tamaños muy diversos (lo que implicaba que los grupos escolares lo eran también). Las aulas eran un poco locas: portones de madera pintada, techos con frisos de guirnaldas… y bancas multipersonales con un pizarrón gacho al frente.
Todos nos inscribimos en el curso básico de italiano, salvo Consuelo, quien prefirió hacerlo en el medio. Pagamos el primer mes. Nos dieron la credencial de la universidad, que fue muy útil, porque con ella obtuvimos credencial internacional de estudiante –base para un montón de descuentos- e hicimos el trámite del soggiorno, que era el permiso legal para estar más de tres meses seguidos en Italia. He de decir que nunca más lo renovamos, a pesar de que hubiera sido casi imprescindible si nos hubiéramos decidido a quedarnos a vivir allá después de la carrera.
A Casta, Eduardo y Carreto les tocó un grupo muy grande. A los Mártires y a mí, uno grande a secas, a cargo del profesor Di Giglio, un viejito reaccionario y cascarrabias. En el grupo habíamos cinco mexicanos (nosotros tres y dos chavas fresa), un japonés, una monja coreana, un español que merece apartado propio, un chipriota, una pareja de hippies neozelandeses, una holandesa, una gringa, como cuatro alemanes, otros tantos suizos, unos cinco ingleses, otros tantos australianos, una decena de árabes (sobre todo libios), un sudafricano blanco, y unos seis africanos negros, de los cuales uno de Zaire y los otros de naciones colonizadas por los británicos (uno de ellos, un príncipe bantú).
Como es fácil de imaginar, la velocidad de aprendizaje del italiano era muy variada, con nosotros y el español en la delantera; los europeos, la gringa y el de Zaire a buena distancia; los asiáticos algo atrás y los árabes y los negros africanos a cola. El profesor tenía un claro favoritismo por los alemanes. “Fascista”, concluí.
Del primero que me hice cuate fue de Angelos Angeli, el chipriota soñador. Un día, en su cuarto, me contó de su Gran Plan. Quería filmar la Odisea, pero en la versión de Kazantzakis –que es como un alucine: Ulises termina conociendo a Buda- y planeaba reclutar a su elenco de entre los estudiantes de la Universidad para Extranjeros. Estaba haciendo apenas el guión y no tenía dinero, pero sí la ilusión. Luego se enamoró de una chica de Chelsea, del mismo grupo, y terminó practicando su inglés mucho más que su italiano. Pero con quienes haría yo una relación más duradera sería con Helga Van Dongen, la holandesa y Ben Watson, uno de los ingleses.
Bares de color político
El centro de la vida perusina era Corso Vanucci, la calle principal de la ciudad, que pasa por varias plazas y palacios, y de la que salen callejuelas con nombres seductores como Via Scura, Via della luna o Via delle streghe (calle de las brujas). Había, en aquel entonces, cuatro bares principales sobre esa calle, y uno más a su final, junto a Piazza Danti. El más importante de todos, el Bar Perugina, con su techo estrellado azul pintado de azul. Otro, pequeño que nos gustaba, estaba en una plazoleta enfrente del Albergo degli Artisti. También estaba el Bar Centrale, pero ahí no entrábamos, porque era el lugar de confluencia de los fascistas, simpatizantes del MSI-DN (Movimento Sociale Italiano – Destra Nazionale), que era el partido legal de ultraderecha, e incluso de los grupos que simpatizaban con los terroristas. En cambio, la izquierda comunista se reunía en el Bar Turreno, propiedad de un viejo organizador de la resistencia antinazi, durante la segunda guerra mundial. Todos los bares cerraban un día a la semana, y cuando le tocaba al Turreno, nos íbamos al Di Lillo, que era chiquito y al que solían recalar los compañeros de la izquierda extraparlamentaria (poco a poco aprendimos los nombres, porque más allá de Il Manifesto, estaban Avanguardia Operaia, Lotta Continua, dos “Partidos Comunistas Marxistas-Leninistas” (oseáse maoístas) y una miriada de microgrupos).
Era interesante ver cómo los extranjeros naturalmente iban recalando a los distintos bares. Muy pocos –casi solamente griegos- al Centrale, unos cuantos –suizos, franceses- al Di Lillo, bastantitos –árabes, españoles, ingleses, latinoamericanos- al Turreno; y algunos otros, señaladamente los gringos, como que no se acomodaban en ninguno, y preferían ir al Bibo’s, también en Corso Vanucci, que no era un bar, sino una de las dos únicas hamburgueserías que existían por aquel entonces en Italia (la otra estaba en Roma, en el Trastevere).
La politización de todo lo politizable era una de las cosas que sorprendían de Italia. Veías a alguien y sabías su posición política, porque toda una semiótica lo delataba: su ropa, su periódico, su calzado (importantísimo), su peinado, su lenguaje corporal. El primer periódico que compramos cotidianamente era Paese Sera, un diario romano con lenguaje sencillo, cercano al PCI, que desapareció a los pocos años. Era un magnífico salvoconducto en el Turreno. No tanto como L’Unità, el periódico del Partido, pero nuestro escaso conocimiento del italiano no nos permitía, todavía, entender bien ese periódico.
La casa del lago (lecciones de italiano)
Una tarde de abril salí del Castillo del Horror con un libro de Borges en la mano y un jorongo azul con dos cabezas de caballo sobre el pecho. Me puse a leer en la escalinata de la Catedral de San Lorenzo, que era otro lugar de encuentro. Mientras leía, empecé a escuchar música latinoamericana de protesta. Canciones de Violeta Parra, de Atahualpa Yupanqui, de Daniel Viglietti, de Víctor Jara. Las cantaba un grupo de muchachas muy jóvenes. Me acerco a ellas y les pregunto si son latinoamericanas. Resulta que son estudiantes de preparatoria de Milán, que vienen a Perugia en viaje “de estudio” con la maestra rascatripas. Al parecer todas son maoístas. Se ponen muy animadas de encontrar un mexicano revolucionario por ahí (y típico, además, con todo y jorongo y libro de Borges). Se acerca un par de estudiantes italianos y todos hacemos conversación ligadora. Vamos a un bar de las callejuelas, bebemos una botella de vino, que es suficiente para que uno de los italianos proponga comprar una damajuana e ir a la casa que tienen él y su hermano frente a un lago. La propuesta es aceptada.
La casa de los estudiantes italianos (Paolo y Carmine, originarios de un pueblecito de Puglia) es un sueño. Una cabaña de dos recámaras frente a un lago mínimo, espejo para la luna de primavera. Llegan otro italiano, un argelino y una inglesa (que supuestamente es su novia). Las chicas de Milán (en realidad son de Cinisello Balsamo, la periferia obrera) son más de media docena.
Tomamos vino y hablamos, por supuesto, de la revolución chilena, me preguntan cómo se tomó el golpe en México. Respondo, en un español muy lento, que reavivó la discusión sobre la vía democrática o la vía armada para llegar al socialismo. También se habla del referéndum del divorcio, que se llevará a cabo en mayo. La iglesia católica juntó las firmas necesarias para intentar revertir la legislación recién aprobada. Digo que es absurdo, que en México la separación entre Iglesia y Estado data de hace más de cien años, con la victoria de Juárez y los liberales. Comento que está prohibido que los curas salgan a la calle con sotana. Grandes risas de aprobación. El italiano que llegó después hace, entonces, una confesión, para horror de las muchachas: es miembro del MSI-DN, partido que apoya la abrogación del divorcio. Pero remata: “sono fascista, ma non scemo”.
-Cosa significa scemo? –pregunto.
-Significa molto stupido.. Sono fascista ma voto NO.
Las milanesas aplauden, pero ya no ven al facho con la misma confianza de antes.
Mientras vamos vaciando la damajuana salimos a la noche. Se hace un vivac, y se cantan canciones. Nada más me siento y ya tengo tres chavitas a mi alrededor. El aire fresco, el agua, el reflejo lunar, ellas que se recuestan en mí. La gloria.
Paolo se va con Fausta, la chava más guapa. Carmine, con otra, el argelino con la maestra, el facho con la inglesa. Dice el árabe de ella, despreciativo: È una pazza.
-Cosa significa pazza? –pregunto
-Matta, ma peggio.
Cuore matto (“Corazón loco”) era una canción de moda en los sesenta. Así que pazza quería decir loca perturbada.
De entre las muchachas que se me acercaron escojo a una de cabello oscuro y maravillosamente rizado. Luisa, una tierna ternana que quiere estudiar medicina. Nos levantamos y descubro que cojea levemente; probablemente tuvo polio de niña.
En algún momento, me pregunta, entre besos:
-Mi ricorderai?
¡Ah, es la conjugación del futuro! Amerai, mangierai, canterai.
La volví a ver otra ocasión, pero con la primera vez bastó para que la recordara por siempre.