martes, julio 31, 2007

Se apaga una luz de invierno














Ha muerto Ingmar Bergman.

Esta es una crítica que escribí, hace décadas, a una de sus cintas.


Luz de Invierno
Un sacerdote en crisis, que ha perdido la fe, celebra misa en una semivacía iglesia nórdica. Rechaza las ofertas de amor de la mujer (atea) que lo ama. No logra convencer a un pescador paranoico de que la vida vale la pena. No logra consolar a la esposa del pescador luego de que éste se suicida. Acaba oficiando una misa a la que sólo asisten el capellán y la mujer que lo ama.
Tema recurrente de Bergman -sobre todo en la época que va de "El Séptimo Sello" a "Silencio"- es el silencio de Dios. El hombre habla con un Dios que insiste en no manifestarse, quizá porque no existe. Y la incomunicación con Dios se reproduce: es incomunicación entre los hombres, es soledad. Bergman habla de esta y otras soledades, de la fatal incomprensión de las cosas a la que el hombre parece estar destinado.
El problema que se deja, ambiguamente, entrever, es la mentira que rodea al pastor, hombre que detenta el poder y efectúa la ceremonia -y la vida como ceremonia-, que se ha casado con las ideas, con las abstracciones, y que éstas se le escapan, dejándolo fuera de la realidad tangible y la mentira que rodea a la mujer que lo ama, incapaz de devolver al pastor al mundo (o, en sus propias, más verídicas palabras, demostrarle que lo ama). Ella es la única fuerza capaz de darle sostén a un hombre que ha ya perdido todo, que se ve frente al espejo y se da cuenta de que detrás de su fachada existe un pequeño ser indefenso, egoísta e incapaz de enfrentar "el mal" (la fealdad, la injusticia, la realidad), pero que prefiere hablarle a los fantasmas de una iglesia desierta, de un templo que el hombre ha dedicado a su idea del absoluto; que a final de cuentas se queda con su poder de utilería y con su soledad.
Marta -la mujer que lo sigue- conoce la fragilidad interior del pastor y lo ama posesiva, un poco maternalmente, pero infundiéndole un ánimo terreno que sería la única posibilidad de salir a la vida, de ser sacado del insoportable silencio de un Dios que sólo se manifiesta en formas feroces. Ella no habita el mundo de las ideas, no es ningún fantasma ideal -a diferencia de la primera mujer del sacerdote, a la que conocemos sólo por referencias-, y si llega a desafiar el silencio de Dios es por cosas concretas (esta característica es general en las mujeres del film: cuando sabe, por boca del pastor, del suicidio de su marido, la mujer del pescador rechaza la oferta ideal de rezar y mejor le da, realista, la noticia a sus hijos).
El hombre no comprende porque está encerrado en las instituciones, en la idea. La mujer sí entiende, pero no puede hacerlo entrar a la vida, porque eso que llamamos vida está dominado por tales abstractas y concretas iglesias. En ese sentido, la mujer sufre de la pasión y de la certeza final de la incomprensión, pero no por eso ceja.
Como se puede deducir, hay muy poca acción en el film, pero Bergman se las arregla para no ser nunca aburrido, dando a la película un tono acompasado, regular, que hace un interesante contrapunto con el ritmo interior de los personajes, que se desarrolla a velocidad desenfrenada. Esta calma exterior, esta aparente estaticidad, evitan que la obra se convierta en un melodrama farragoso y le otorgan, al mismo tiempo, su cualidad grande: una sobria claridad.
Efectivamente, la película nos da una fría, pero muy humana, luz de invierno.

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