Cuando se supo que José Agustín estaba ya muy enfermo, Héctor Orestes Aguilar escribió: “Ningún otro autor mexicano del siglo XX ganó tantos lectores para la literatura y decidió tantas vocaciones literarias como José Agustín”. Lo dijo con las palabras correctas. Soy uno de esos lectores que, deslumbrado al leer a ese chavito que escribía como nosotros hablábamos, inició con él la aventura de sumergirse en la literatura. Lo hice como buen latinoamericano: con un desorden espectacular.
Ahora José Agustín piró, y todos nos sentimos un poco
huérfanos.
(Se escucha a Duke Ellington, “(In my) Solitude”).
Aparece una novela adolescente, pero escrita con una pluma que no lo parece. Se
encuentra uno con un estilo desenfadado, siempre fluido, moderno, coloquial,
cotorro. Vivo. Hay sexo explícito, engaño, groserías, drama. Es -clic- La
Tumba. ¿Esto lo escribió un chavo de 19 años? ¡Es un puto genio!
(En el tocadiscos, Roy Orbison, “Only the Lonely”).
Uno teje con la guitarra; el otro, con las letras. Si hay una autobiografía
escrita en primera persona, esa es la que publicó, precoz, José Agustín en
1966, dentro de una serie orquestada por Emmanuel Carballo. Fue mi primera
lectura de él, así que conocí primero al personaje y luego a su obra. Ahí se presenta
el chavo roquero, que tiene aventuras extrañas y entrañables como ir a Cuba a
casarse (también prematuramente) y a alfabetizar, y que combina la cultura
popular, música, cómics, películas, con lo que era el canon literario de
entonces. Hace un chingo de name dropping.
(Tocan los Beatles “Lucy in the Sky With Diamonds”
-¿o son los Biceps?-). Juegos de palabras, cotorreo onomástico, la historia de
un adolescente que camina hacia la adultez, pero lo hace de una manera a ratos rabiosa
y a ratos ensimismada. Un montón de cambios de ritmo, de tiempos y de espacios,
juegos con la puntuación y/ José Agustín empieza con De Perfil la tarea
de experimentación literaria. Ya es una suerte de rockstar.
(Ahora el soundtrack es Bob Dylan: “A Hard Rain is
Gonna Fall”). Tal vez el libro que más disfruté de José Agustín, porque lo
leí apenas salido de la imprenta, es Inventando que Sueño, que tenía una
portada muy chida realizada por el hermano del escritor. Es una colección de
cuentos que va desde un sainete cotidiano (“Amor del bueno”) hasta una suerte de
thriller de terror (“Lluvia”). Hay experimentación, pero también experiencia y,
de nuevo, una habilidad enormísima para reproducir, cuando quiere, el habla
cotidiana. El oído de José Agustín sólo se compara con el de Rulfo y Yáñez,
pero José Agustín tenía un oído urbano, moderno.
(Se oye “Venus in Furs”, de Velvet Underground).
José Agustín le entra de lleno a la experimentación con una obra vanguardista,
que tal vez sea teatro: Abolición de la Propiedad. Una pareja, una
grabadora, una espera, un juego con el tiempo, una violencia irremediable.
Interesante, pero difícil lectura.
(El turno es para John Lennon, “How do You Sleep?”).
José Agustín escribe para la efímera revista Piedra Rodante, y sus
reseñas son lectura obligada. Al revisar el disco y esa rola de Lennon, se
responde: “Paul ha de dormir muy bien, porque así es esto de la inconsciencia”.
Me quedé por toda la vida con la útil segunda mitad de la frase.
(Obviamente, Jailhouse Rock, con Pelvis) En
1970 llegaría la venganza de la momiza, agarran a José Agustín con mota y lo
refunden en Lecumberri. De ahí surge su divertida obra de teatro “Círculo
Vicioso”, que alguna vez vi representada en CU (el güey más loco de la cárcel
se llamaba Jorge Ayala Blanco, como el crítico de cine). Y también ahí inicia
la escritura de Se está haciendo tarde (Final en Laguna). José Agustín
pasa a ser “gente seria”, sin serlo nunca real (y afortunadamente).
(Van las notas de “In the Court of the Crimson King”,
del grupo casi ídem). Se está haciendo tarde es considerada por muchos
como la obra mayor de José Agustín, harto juego de palabras, harto albur, harto
yin & yang, una buena dosis de rock y una mucho mayor de drogas. Una
vueltecita por el infierno acapulqueño medio siglo antes de Otis. Confieso que
no le pude dar el golpe.
(Tiempo de pop-ulrí: tocan Van Morrison, Patti Smith,
Iggy Pop...). Vendrían otras novelas joseagustinianas. De ellas he leído tres;
todas con gusto. Ciudades Desiertas, Cerca del Fuego y Armablanca.
La primera es una gran descripción crítica del mundo académico gringo,
combinada con la disección de las pasiones irracionales del amor y con el
macromachismo común a los personajes de José Agustín. La segunda es, quizá, su
obra más madura: una historia que, con el oído privilegiado del maese, y su
capacidad para reproducirlo, borda la amnesia (que en México sólo puede ser
sexenal), los sueños, el miedo y el delirio (que en México siempre tiene que
ver con lo absurdo). Y relata un gran juego de beisbol. La tercera es un
thriller-divertimento-homenaje a José Revueltas: muy cotorra y legible, aunque
en ella hasta los tiras del 68 hablan como José Agustín.
(Ahora se escucha una sinfonía de miles, es rock,
blues, progresivo, tocho). Reservo el antepenúltimo párrafo para un
libro-objeto muy chido: Los Grandes Discos del Rock 1951-1975. Su magia
es que no son ensayos, sino José Agustín cotorreando y citando, muy subjetiva y
libérrimamente, acerca del rock, sus pasiones y sus pasones.
(Suenan los Blue Meanies de la película Yellow
Submarine). Algo que no se le dio al maese José Agustín fue la precisión. Eso
se ve en su bookcito juvenil La Nueva Música Clásica (sobre rock,
obviamente), lleno de errores hoy imperdonables y, de paso y de pasón, de su
pasión por Angélica María. Ese defecto se repite en sus noventeros y tragicómicos
“ensayos” políticos (como quien dice, “peor para la realidad”). Y digamos que
su cine me arranca sonrisas, pero no es mi hit.
Tempus fugit.
Los principales de aquellos jóvenes escritores rebeldes a quienes Margo Glantz,
despectivamente, les puso el mote de “literatura de la onda” (mote que la raza
lectora retomó con orgullo) han muerto. Murió Parménides, forever young,
fiel a su leyenda. Murió Sáinz, en el destierro. Murió Avilés Fabila, tras
desvanecerse en el sauna. Y ahora nos dejó el más grande, el más chavo de
todos, el que nos dejó en el espíritu la más profunda impronta. ¡Cámara, qué
mala onda!
Silencio.