¡Qué pudo haber hecho que
los argentinos votaran mayoritariamente por el estrafalario y peligroso Javier
Milei? Van algunas hipótesis.
“Es la economía, estúpido”,
decía el slogan de la triunfante campaña de Bill Clinton. Aquí también lo fue.
Pero no por las propuestas alucinadas de Milei (que comentaremos), sino por la
situación del argentino medio.
De entrada, es difícil
vivir con una inflación del 142% anual y cada vez más acelerada. Las nuevas
generaciones mexicanas no lo vivieron, pero salir a la calle sin saber cuánto
van a costar las cosas, desde la despensa hasta las medicinas o los pañales, es
complicado, y más cuando se tiene un salario fijo que nunca llega a la
quincena. Peor, endeudarse con una compra, si las tasas de interés superan el
160%, como allá. Tampoco es fácil invertir: primero porque no hay liquidez; en
segundo lugar, porque la incertidumbre sobre costos y precios futuros es
enorme.
Agreguemos a eso que la
economía no está en recesión, sino en clara depresión: una baja de casi 5%
anual, que implica menor creación de empleos. Tan es así que mucha gente ya ni
busca trabajo, que la economía informal ocupa a casi la mitad de la población y
que, según los datos oficiales, 40 por ciento de los argentinos vive en la
pobreza. Una proporción cada vez mayor vive exclusivamente de las ayudas del
Estado. La depresión no es reciente: lo normal en los últimos años en Argentina
es que la economía decrezca. Hay diez paridades diferentes del dólar, que sube
y sube, y sólo algunos pueden acceder a las preferentes. Y no es nada más que
el dólar esté caro: es difícil de obtener.
En resumen, la economía va
para abajo en todo, y los empleos y salarios están precarizados (salvo para
aquellos que están en sindicatos protegidos por el gobierno), sobre todo para
los jóvenes.
Y en medio de todo eso está
un sistema financiero que se quedó anclado en los años ochenta del siglo
pasado. El Banco Central de Argentina en los hechos no es autónomo, sino que
trabaja “en el marco de las políticas establecidas por el gobierno nacional”, y
además tiene la obligación de financiar al Tesoro con el propósito de pagar
deuda. De hecho, una parte del equivalente al encaje legal (la parte del
capital que depositan obligatoriamente los bancos comerciales) ha ido a
financiar gasto público. Y otro hecho es que las reservas del banco alcanzan
apenas los 20 mil millones de dólares, cuando hay una deuda inmediata a pagar
de 44 mil millones. Como México en tiempos de López Portillo. O peor.
A la economía hay que
sumarle otras cosas. Por ejemplo, “la grieta”, que es la división entre los
peronistas y los opositores, fomentada por muchos años en el poder, por los
propios peronistas. La Patria contra la antipatria. La idea de que un no
peronista es un antiperonista encubierto. La exigencia, por un lado, de lealtad
absoluta a los líderes; o, por el otro, de crítica absoluta al gobierno. La
ausencia de espacio crítico o deliberativo, condenado por “carnero”, por
esquirol. Pocos le creyeron a Massa cuando declaró, una década después, que la
grieta había terminado y que gobernaría para todos.
Además, otros dos factores.
Uno es el sueño del nuevo pobre, generado a partir del mito de que alguna vez
se fue muy rico. Extrañamente, y ha de ser porque tiene éxito en el imaginario
colectivo, los políticos de ese país hablan de la “Argentina potencia mundial”.
Ya Milei prometió que volverían a serlo.
El caso es que, según las
mediciones de Angus Maddison, Argentina fue el país con el mayor PIB per cápita
en el mundo en los años 1895 y 1896. Hace trece décadas. El problema es que
esas mediciones se basan en estimaciones muy genéricas, y posiblemente imprecisas.
Pero sobre todo que sólo mide el PIB per cápita, que Argentina era entonces un
país muy poco poblado y que todo derivaba de los ingresos por las exportaciones
agropecuarias. No era una nación industrial, sino un exportador de materias
primas que, por lo tanto, dependía enteramente del precio de las mismas. Sin
embargo, esa idea de que alguna vez fueron la Gran Potencia está inscrita en el
imaginario colectivo.
El segundo, es el nivel
real del capital humano. Puede parecer un dato menor, pero Argentina quedó muy
por debajo de México en las pruebas PISA, y eso que México anda mal. El nivel
de sus estudiantes está entre el de Ecuador y el de Honduras, para darnos una
idea. Hay, entonces, una disociación entre el nivel real y el nivel
autopercibido.
Tenemos entonces una
economía hecha un desastre, una juventud con pocas expectativas, una sociedad
polarizada, sueños históricos de grandeza y poca comprensión de lectura.
Aparece un charlatán que aúna a su narcisismo y vulgaridad y a sus ataques a
las instituciones y la prensa, un lenguaje con un montón de terminajos
económicos que, si uno está desesperado y no tiene ni idea de economía, puede
hasta sonar razonable. Milei habló como si supiera, y le creyeron.
Sumémosle otros dos
elementos. Uno es la capacidad histriónica de Milei. Lo mismo que asusta a las
personas razonables, puede parecer atractivo y hasta cool a otros. “Se parece a
Wolverine, es un antihéroe”.
Milei está lejos de eso.
Sus propuestas de desarticular el Estado y de privatización salvaje no pasan
por el principal problema que ha tenido Argentina, que es la falta de acuerdos
sobre la distribución del ingreso. El mandatar al mercado (como si fuera perfecto)
lo único que traerá son más desequilibrios sociales. El banco central necesita
una redefinición, no su destrucción: requiere ser de verdad autónomo.
Paradójicamente, eso sólo puede lograrse domando primero la inflación, como
sucedió en México en los años 90. La dolarización de la economía es un mito,
sobre todo cuando no hay dólares. No digamos ya que implica ceder la autonomía
monetaria a otro país. Le resultará difícil lograr todos sus objetivos, pero
hará una destrucción institucional en el intento.
En fin, una receta para el
desastre social, para la continuación de los problemas políticos y para la
alimentación de la incertidumbre sobre el futuro.
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