Argentina es un país con características
políticas propias, pero lo sucedido en la primera vuelta de sus elecciones
presidenciales deja mucho qué analizar más allá de esas particularidades.
“¡Que se vayan todos!” era la consigna
contra los políticos de ese país durante la durísima crisis económica de 2001,
que acabó con disturbios sociales y con la renuncia, a finales de ese año, del
presidente Fernando de la Rúa.
Esa crisis económica y social tuvo su
origen en una serie de medidas draconianas que, por una parte, ahogaron a la
clase trabajadora del sector formal (recortes en pensiones, baja en los
salarios reales), por otra, empujaron a muchas empresas pequeñas a la
informalidad, con la bancarización forzada de pagos y también afectaron a las
clases medias con el famoso “corralito”, que impedía el libre uso de los ahorros.
Agreguemos política de extrema austeridad fiscal y prioridad al pago de la
deuda, y tenemos la receta perfecta.
La paradoja del “¡Que se vayan todos!” es
que, indefectiblemente, llegan otros, porque alguien tiene que gobernar el
país. Quienes llegaron fueron los Kirchner. Primero Néstor y luego su esposa
Cristina. Y nació -ya desde el interino Duhalde- el kirchnerismo, variante de
esa segunda religión argentina que es el peronismo.
Características principales del kirchnerismo
son: intervencionismo estatal, rechazo a los sectores tradicionales del
peronismo, nacionalismo económico, uso clientelar de los apoyos sociales,
políticas caudillistas y personalistas y, sobre todo, la división del país
entre “patria” y “antipatria”, en el que todo opositor o crítico es considerado
como un traidor.
Tras algunos éxitos iniciales, que le
dieron popularidad al movimiento, hubo una serie de desajustes económicos y
políticos. A años de alto crecimiento seguían otros de recesión. Y luego se dio
una danza de cifras, a partir de que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner
(CFK) decidió manejar otros datos, cambiando la metodología de mediciones sobre
pobreza, empleo, etcétera. Aumentaron los salarios, pero -otra tradición
argentina- la inflación también se disparó.
Vino un interregno, con el fallido gobierno
liberal de Macri, y luego regresó el grupo kirchnerista, con Alberto Fernández
como presidente y CFK como vicepresidenta y verdadero poder tras el trono…
hasta que las acusaciones por corrupción la debilitaron.
Ahora Argentina está sumida en una crisis
económica casi comparable con la de principios de siglo. Se han disparado
precios, pobreza, desempleo y dificultades financieras. Es un país, otrora rico,
que vive en crisis económicas recurrentes. En crisis está, igualmente, el
modelo de expansionismo económico irresponsable, así como las políticas sociales
que son populistas y a la vez excluyentes: es decir el kirchnerismo, todavía
hegemónico dentro del peronismo.
En esas circunstancias llegó a la cita
electoral y apareció el fenómeno Milei, que es una nueva forma de decir “¡Que se
vayan todos!”. Javier Milei es un tipo que se dice economista pero que en
realidad es un gurú extremo del libertarianismo en su versión más
conservadora: libertad económica absoluta, pero restricciones a derechos
humanos (como el de la interrupción voluntaria del embarazo o el de tener
educación sexual). Odia al Estado como si fuera un mal en sí mismo (se define
como anarcocapitalista) y también a las organizaciones sociales. Cada quien por
sí y Dios contra todos.
Pudo predicar ese credo y volverse famoso gracias
a la televisión (¡eso, es un economista de la tele!), en donde se caracterizó
por un lenguaje extremamente soez, una agresividad patológica y una gran intolerancia.
Su oferta, al lanzarse para la Presidencia, fue cerrar o fusionar una gran cantidad
de Ministerios de Estado: cultura, educación, salud, de la mujer, etcétera.
¿Por qué pudo avanzar tanto Milei? Por
hartazgo, sí, pero también porque del lado peronista la figura es Sergio Massa,
ni más ni menos que el ministro responsable del desastre económico actual y, del
lado de la alianza entre radicales y republicanos (los partidos antiperonistas
tradicionales), la candidata fue Patricia Bullrich, ni más ni menos que la ministra
de Trabajo cuando la crisis de 2001.
El extremismo de Milei le impidió ganar en
la primera vuelta. De hecho, casi no ganó respecto a las primarias que
definieron candidatos, y quedó 6 puntos porcentuales debajo de Massa. En cuatro
semanas vendrá la votación definitiva. En ese balotaje hay varias paradojas.
La primera es que Argentina no logra
zafarse de la tentación del caudillismo, que le ha hecho daño por casi un
siglo. Una parte importante de la población sigue esperando un salvador de la
Patria, y no una construcción paciente de instituciones funcionales.
La segunda es todavía más interesante. Para
asegurar la victoria, los peronistas necesitan del voto de quienes se
inclinaron por Bullrich: los electores de los partidos tradicionales que no se
dejaron llevar por los locos cantos de sirena de Milei (con todo y que la
candidata de ese frente era malísima). La propia Bullrich ha dado a entender
que prefiere el salto en el vacío del libertario que dar el voto “a los
populistas” (como si Milei no lo fuera también), pero quién sabe si sus
electores confirmen esa idea.
Ahora, ¿cómo llamar a votar por ti a quienes
tu partido ha insultado por dos décadas? ¿Cómo pedir que la “antipatria” salve
a la “patria”? La política divisionista, típica de los populistas del siglo
XXI, tiene ese bumerang: cuando llega el desgaste por gobernar, es difícil
apelar a quienes se ha excluido como “no verdaderos”.
Massa parece haberlo entendido. Como buen
peronista (o priista en México) es un camaleón. Ha declarado que “la grieta” (que
es la división entre los peronistas y los opositores) ha terminado. Eso
significa que tiene cuatro semanas para distanciarse abiertamente de esta
última versión del peronismo, que representaron los Kirshner y, haciendo el
papel de presidente, Alberto Fernández.
Milei, por su parte, quien decía que la
alianza de partidos tradicionales era más sucia que el kirchnerismo, ahora le
ofrece un ministerio a Bullrich y se dice abierto a dialogar con Macri, a quien
antes calificó de “repugnante”.
Lo probable es que el voto por Bullrich termine
dividido, y que la clave sea quién se lleva la parte más grande de ese pastel.
Más le vale a Massa ser convincente. Es preferible para los argentinos y para
América Latina que Argentina viva con su enfermedad crónica y al parecer incurable
(vendrán otros y otros peronismos) a que termine en manos de un caudillo insensible
y delirante que termine por acrecentar las desigualdades y ahogar la democracia
No hay comentarios.:
Publicar un comentario