Yo también pertenezco a esa generación a la que marcó
políticamente el golpe militar en Chile, que acabó con el gobierno de Salvador
Allende, y con su vida. Medio siglo después, sigue siendo un hito.
Muchos jóvenes de entonces estábamos ilusionados con
el gobierno de Unidad Popular, que estaba probando la vía democrática para la
instauración del socialismo. Más allá de errores específicos en la conducción
económica, veíamos en lo que llamábamos “el experimento” de Allende, una forma
no violenta e institucional de cambiar las relaciones de poder y, sobre todo,
las condiciones sociales de las mayorías.
En la UNAM, recuerdo, había una discusión nada
soterrada acerca de la democracia y el socialismo, muy ligada al asunto
chileno. Todos sabíamos que los “momios” no se iban a dejar: ahí estaban,
defendiendo sus intereses, y con ellos la Kennecott Copper, tratando de
sabotear el esfuerzo del gobierno; ahí estaban Nixon y Kissinger -tiempos de
guerra fría-, poniendo piedras en el camino de Allende, y tachuelas en los
caminos para que se poncharan las llantas de los camiones y el desabasto dañara
la reputación del gobierno de la Unidad Popular. Pero había diferencias: los
más ultras querían que Allende radicalizara discurso y acciones, mientras otros
teníamos la esperanza de que simplemente avanzara hacia el socialismo por la
vía democrática (y criticábamos como “provocadores” a los que impulsaban la
radicalización).
No sólo los “momios” eran tema, también lo era el ala
radical del Partido Socialista y el MIR, el Movimiento de Izquierda
Revolucionaria, situado a la izquierda de la Unidad Popular. ¿Ayudaban a
radicalizar el proceso o en realidad lo estaban torpedeando? No sabíamos hasta
que grado, pero intuíamos que nuestras mismas largas discusiones se reproducían
en Chile a gran escala. Sólo que allí tenían el efecto de paralizar a las
fuerzas revolucionarias y allanar el camino a los momios. En la Facultad de
Economía, como en la clase de cierto maestro, sólo era “puro rollo, pura pinche
ideología”.
Llegó el golpe traicionero, pero no sorpresivo, de
Pinochet. Con él, la dictadura que, mientras hacía de Chile el laboratorio
económico de los Chicago Boys, se cebaba en una población inerme, con acciones
que pasaban de la humillación a las vejaciones sádicas. Con la dictadura,
también una caterva de mentiras (como que el golpe evitó un complot para “matar
a un millón de chilenos”), que sin embargo fueron repetidas por una minoría no
irrelevante en Chile, la misma que en su momento dio su apoyo silencioso al
dictador y que ahora se niega a reconocer su complicidad.
El golpe chileno tuvo un efecto de división tajante
entre la izquierda mexicana. Por una parte, estaban los que se preguntaron si
estaba cerrada la vía para un cambio social de fondo por la vía democrática, y
a menudo se contestaban que sí y apostaban por el foquismo. Por la otra,
quienes queríamos un cambio profundo en las relaciones sociales, pero también
queríamos democracia, y no concebíamos uno sin la otra. En medio, unos cuantos
que decían querer democracia, pero la veían sólo como un camino para imponer la
“dictadura del proletariado” (al que ellos, y sólo ellos, representaban, no
vayan a creer que se trataba de los trabajadores).
Pero me tocó ver otra lectura, mucho más profunda, de
los efectos del golpe chileno. La de Enrico Berlinguer, a la sazón dirigente
del Partido Comunista Italiano, quien publicara en la revista Rinascita, una
serie de artículos, entre septiembre y octubre de 1973, en los que delineaba
una nueva línea política para el PCI, el Compromiso Histórico.
La parte elemental del Compromiso Histórico era que,
aun si la izquierda en su conjunto obtenía el 51 por ciento de los votos, no
podía esperar gobernar el país, ya que la reacción de la derecha causaría una
situación inmanejable. El reciente ejemplo chileno estaba a la mano (si nos
atenemos a las fechas, habría que pensar que el golpe de Pinochet fue el
pretexto para sacar a la luz una idea que venía gestándose por años).
Berlinguer lanzaba “la perspectiva política de una
colaboración y de un entendimiento entre las fuerzas populares de inspiración
comunista y socialista con las fuerzas populares de inspiración católica y las
demás fuerzas democráticas”. Un concepto de profundas raíces en la historia
italiana del siglo XX, pero que podía entenderse de manera superficial como un
gobierno de unidad nacional con la sola exclusión de los neofascistas. Una gran
coalición.
En realidad, el concepto tenía dos intenciones. La
primera, y la más obvia, se malogró con el asesinato de Aldo Moro -el político
democristiano más proclive al Compromiso- de parte de las Brigadas Rojas; la
segunda, que había que leer entre líneas, fue exitosa: la propuesta de
Berlinguer inoculó a la Democracia Cristiana y a los grupos medios
conservadores de las tentaciones autoritarias que, también alimentadas por el
gobierno de Nixon, resurgían en un contexto donde los Comunistas rozaban la
mayoría relativa de los votos.
Esa otra visión me parece la más lúcida. Según esta,
el error del demócrata Allende fue intentar gobernar sin mayoría y sin alianzas
fuera de la Unidad Popular. Y que es igualmente erróneo intentar hacerlo, sin
tender puente alguno con otras fuerzas, con medio país en contra. Así sea la
mitad menos uno.
Todavía es más equivocado creer que medio siglo
después vivimos los mismos tiempos de guerra fría, que los opositores son
iguales en todos lados y que el antídoto contra un golpe es otorgar porciones
cada vez mayores de poder a los militares. Nomás digo.
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