jueves, mayo 11, 2023

El fetiche del precio del dólar

 


El fetichismo, en filosofía y antropología, significa la divinización de diversas cosas y objetos (fetiches), atribuyéndoles fuerzas misteriosas, sobrenaturales, inasequibles para la comprensión humana. En la fase primera, inferior, del desarrollo religioso, el fetiche era un objeto de adoración para los creyentes.

El fetichismo, en psicología, se explica como un condicionamiento relacionado con un evento traumático ocurrido durante la infancia.

En una de sus acepciones, el fetichismo se define como la veneración excesiva de algo o de alguien.

Eso ha sucedido en México con el tipo de cambio entre el peso y el dólar, y está ligado tanto la incomprensión de fenómenos económicos y sociales, como a la existencia de eventos traumáticos en la vida nacional.

Tras los años difíciles de la Revolución y del crecimiento desordenado de los años de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra, México vivió una supuesta “edad de oro” en los años del desarrollo estabilizador. Esos años estuvieron marcados por altas tasas de crecimiento económico, un proceso de modernización e industrialización, inflación relativamente baja y un tipo de cambio fijo respecto al dólar: $12.50. También fueron años de creciente desigualdad social, pero eso no se suele agregar porque choca con la idea de una edad de oro.

Luego vino el trauma: la devaluación abrupta del peso en 1976, a finales del sexenio de Luis Echeverría. Y, aunque la inflación se había desatado desde años antes (de hecho, es una de las causas de la devaluación), ese choque cambiario se asoció el crecimiento, cada vez más acelerado, de los precios, que siguió durante los dos sexenios siguientes.

De manera contemporánea, en esos años se vivió una fuerte ofensiva ideológica, que asociaba la devaluación con todos los males económicos del país y abogaba por una economía completamente de mercado (alguno recordará la frase del ideólogo Luis Pazos: “¿Quién se robó la mitad de mi dinero?”).  No importaba que le economía y el empleo estuvieran creciendo, en tiempos de López Portillo, a tasas nunca antes vistas, y tampoco que, a nivel global, hubiera hecho crisis el modelo de tipos de cambio fijos y la norma era que los precios de las distintas monedas fluctuaran, a veces de manera fuerte.

El fetiche terminó de fijarse en la psique nacional con el mal manejo de la política cambiaria en la fase final del gobierno de López Portillo, y con el hecho de que las subsiguientes devaluaciones traumáticas (un adjetivo nunca mejor puesto) fueran, ellas sí, seguidas de una crisis productiva, de distribución del ingreso y de capacidad de compra de los salarios.

Del mito de la “edad de oro” y de los traumas de los años 70 y 80 surgió, en parte de la clase política y en casi toda la población, la idea de que el precio del dólar es el elemento fundamental para medir la salud de la economía. El tipo de cambio se convirtió en fetiche.

Por lo mismo, ha sido común que quienes no tienen confianza en un gobierno, pronostiquen devaluaciones catastróficas, aunque no haya elementos racionales para ello; o que los gobiernos pongan mucho interés en mantener bajo el tipo de cambio del dólar, por la pura prudencia de no quedar mal ante un público que suele darle mucha importancia a esa variable económica.

En la medida en que la polarización política se adueñó del país, el asunto ha tomado características hasta chuscas. Si hay una apreciación, derivada del diferencial de las tasas de interés de referencia entre México y Estados Unidos, se viene encima el coro: “ya ven, qué bien lo está haciendo el presidente López Obrador”. Si esa apreciación se desvanece, porque hay una corrida generalizada hacia el dólar debida a una declaración del presidente de EU, el otro coro replica: “ya ven, AMLO nos está llevando al tobogán”.

El problema es que el precio del dólar no es lo que nos dice realmente como está la economía. Es un fetiche al que hemos divinizado, atribuyéndole cualidades que no tiene.

Ciertamente, se trata de una variable importante. Pero lo que más importa de ella es su estabilidad relativa, no la relación estricta entre el peso y el dólar. Si el tipo de cambio se mueve dentro de una franja no muy ancha, importadores y exportadores, productores con insumos del extranjero o prestadores de servicios, acreedores y deudores en divisas pueden hacer cálculos y estimaciones con expectativas razonables. La cuestión es evitar los cambios abruptos, que pueden traer problemas serios, como los padecidos hace una generación.

El del dólar es un precio, que se maneja dentro de la estructura de precios relativos de toda la economía. Como siempre, el cambio relativo de un precio trae consigo ganadores y perdedores: nunca ganan todos si el peso se aprecia, como tampoco pierden todos cuando se deprecia. Por ejemplo, si el peso se aprecia, ganan importadores, deudores en dólares, turistas mexicanos en ciernes; pierden exportadores, acreedores en dólares, familias que viven de remesas, prestadores de servicios turísticos. Si los cambios son pequeños, la redistribución se hace por goteo; si son grandes, se hace en gran escala, y algunos sujetos económicos sufren mucho -o pueden desaparecer- mientras otros se benefician.

Vistas las cosas de esta manera, debe entenderse que toda la alharaca acerca del “superpeso” es una exageración. Las variables verdaderamente relevantes, como los niveles de empleo formal, el tamaño de la inversión pública y privada, el poder de compra de los salarios, el nivel del crédito o las posibilidades de una crisis fiscal quedan oscurecidas detrás del fetiche.

Recordemos, para rematar, que se requieren 1,300 wons sudcoreanos o 133 yenes japoneses para comprar un dólar, mientras que bastan 4.27 dinares libios o 16 dólares de Zambia. ¿Cuáles economías están mejor?  

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