El fetichismo, en filosofía y
antropología, significa la divinización de diversas cosas y objetos (fetiches),
atribuyéndoles fuerzas misteriosas, sobrenaturales, inasequibles para la comprensión
humana. En la fase primera, inferior, del desarrollo religioso, el fetiche era
un objeto de adoración para los creyentes.
El fetichismo, en psicología, se explica
como un condicionamiento relacionado con un evento traumático ocurrido durante
la infancia.
En una de sus acepciones, el fetichismo se
define como la veneración excesiva de algo o de alguien.
Eso ha sucedido en México con el tipo de
cambio entre el peso y el dólar, y está ligado tanto la incomprensión de
fenómenos económicos y sociales, como a la existencia de eventos traumáticos en
la vida nacional.
Tras los años difíciles de la Revolución y
del crecimiento desordenado de los años de la Segunda Guerra Mundial y la
inmediata posguerra, México vivió una supuesta “edad de oro” en los años del
desarrollo estabilizador. Esos años estuvieron marcados por altas tasas de
crecimiento económico, un proceso de modernización e industrialización, inflación
relativamente baja y un tipo de cambio fijo respecto al dólar: $12.50. También
fueron años de creciente desigualdad social, pero eso no se suele agregar
porque choca con la idea de una edad de oro.
Luego vino el trauma: la devaluación
abrupta del peso en 1976, a finales del sexenio de Luis Echeverría. Y, aunque
la inflación se había desatado desde años antes (de hecho, es una de las causas
de la devaluación), ese choque cambiario se asoció el crecimiento, cada vez más
acelerado, de los precios, que siguió durante los dos sexenios siguientes.
De manera contemporánea, en esos años se
vivió una fuerte ofensiva ideológica, que asociaba la devaluación con todos los
males económicos del país y abogaba por una economía completamente de mercado
(alguno recordará la frase del ideólogo Luis Pazos: “¿Quién se robó la mitad de
mi dinero?”). No importaba que le economía
y el empleo estuvieran creciendo, en tiempos de López Portillo, a tasas nunca
antes vistas, y tampoco que, a nivel global, hubiera hecho crisis el modelo de
tipos de cambio fijos y la norma era que los precios de las distintas monedas fluctuaran,
a veces de manera fuerte.
El fetiche terminó de fijarse en la psique
nacional con el mal manejo de la política cambiaria en la fase final del
gobierno de López Portillo, y con el hecho de que las subsiguientes
devaluaciones traumáticas (un adjetivo nunca mejor puesto) fueran, ellas sí,
seguidas de una crisis productiva, de distribución del ingreso y de capacidad
de compra de los salarios.
Del mito de la “edad de oro” y de los
traumas de los años 70 y 80 surgió, en parte de la clase política y en casi
toda la población, la idea de que el precio del dólar es el elemento
fundamental para medir la salud de la economía. El tipo de cambio se convirtió
en fetiche.
Por lo mismo, ha sido común que quienes no
tienen confianza en un gobierno, pronostiquen devaluaciones catastróficas,
aunque no haya elementos racionales para ello; o que los gobiernos pongan mucho
interés en mantener bajo el tipo de cambio del dólar, por la pura prudencia de
no quedar mal ante un público que suele darle mucha importancia a esa variable
económica.
En la medida en que la polarización
política se adueñó del país, el asunto ha tomado características hasta chuscas.
Si hay una apreciación, derivada del diferencial de las tasas de interés de
referencia entre México y Estados Unidos, se viene encima el coro: “ya ven, qué
bien lo está haciendo el presidente López Obrador”. Si esa apreciación se
desvanece, porque hay una corrida generalizada hacia el dólar debida a una
declaración del presidente de EU, el otro coro replica: “ya ven, AMLO nos está
llevando al tobogán”.
El problema es que el precio del dólar no
es lo que nos dice realmente como está la economía. Es un fetiche al que hemos
divinizado, atribuyéndole cualidades que no tiene.
Ciertamente, se trata de una variable
importante. Pero lo que más importa de ella es su estabilidad relativa, no la
relación estricta entre el peso y el dólar. Si el tipo de cambio se mueve
dentro de una franja no muy ancha, importadores y exportadores, productores con
insumos del extranjero o prestadores de servicios, acreedores y deudores en
divisas pueden hacer cálculos y estimaciones con expectativas razonables. La
cuestión es evitar los cambios abruptos, que pueden traer problemas serios, como
los padecidos hace una generación.
El del dólar es un precio, que se maneja
dentro de la estructura de precios relativos de toda la economía. Como siempre,
el cambio relativo de un precio trae consigo ganadores y perdedores: nunca
ganan todos si el peso se aprecia, como tampoco pierden todos cuando se deprecia.
Por ejemplo, si el peso se aprecia, ganan importadores, deudores en dólares,
turistas mexicanos en ciernes; pierden exportadores, acreedores en dólares,
familias que viven de remesas, prestadores de servicios turísticos. Si los
cambios son pequeños, la redistribución se hace por goteo; si son grandes, se
hace en gran escala, y algunos sujetos económicos sufren mucho -o pueden desaparecer-
mientras otros se benefician.
Vistas las cosas de esta manera, debe
entenderse que toda la alharaca acerca del “superpeso” es una exageración. Las
variables verdaderamente relevantes, como los niveles de empleo formal, el
tamaño de la inversión pública y privada, el poder de compra de los salarios,
el nivel del crédito o las posibilidades de una crisis fiscal quedan oscurecidas
detrás del fetiche.
Recordemos, para rematar, que se requieren
1,300 wons sudcoreanos o 133 yenes japoneses para comprar un dólar, mientras
que bastan 4.27 dinares libios o 16 dólares de Zambia. ¿Cuáles economías están
mejor?
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