Ahora que ha muerto, demasiado viejo, Luis
Echeverría, se han sumado conjuros que pintan al personaje y a su gobierno de
un solo color, de una manera simplista y, sobre todo, sin ver el contexto de
los tiempos. Ese mismo simplismo es el que pretende acomunar el gobierno de
Echeverría con el de López Obrador.
Luis Echeverría llegó al poder tras
décadas de priismo duro, de unanimidad forzada, cerrado a la crítica y
represor. En esa cultura se formó. Pero llegó tras el movimiento del 68, que
había evidenciado el descontento de las clases medias con la falta de
democracia y con la generación, cada vez más notoria, de movimientos sociales
populares. Era un contexto en el que era difícil continuar con la misma línea.
La respuesta política fue una “apertura
democrática” que en realidad fue sólo un permiso para expresar de manera cortés
y pacífica las disidencias y apenas dejaba un respiradero a la olla de presión.
Esas disidencias políticas, sindicales, populares e intelectuales pudieron
crecer y desarrollarse durante su sexenio. El termino mismo “apertura
democrática” implicaba un reconocimiento de que México no vivía en democracia.
Junto con ese mínimo necesario para que la
gobernabilidad no se le desbordara, el gobierno de Echeverría fue represivo
hasta donde pudo. Particularmente negativo es el saldo que dejó la guerra sucia
contra quienes optaron por la vía armada para transformar la sociedad: tortura,
asesinatos, detenciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, de las que
también fueron víctimas personas inocentes. Las corporaciones de seguridad
política se convirtieron en una suerte de Estado dentro del Estado, con un
poder enorme. Ese baldón persiguió a Echeverría por décadas y, es el consenso
hoy en día, marcará su paso por la historia.
Una política de tan limitada apertura
difícilmente hubiera sobrevivido como sobrevivió sin una economía pujante. Y
eso no era tan sencillo cuando el periodo de desarrollo estabilizador entró en
crisis precisamente durante el sexenio de
Echeverría.
Recordemos que el modelo de desarrollo
estabilizador era, esencialmente, una política de sustitución de importaciones
con tipo de cambio fijo.
Las importaciones que se sustituían eran
los bienes de consumo. Se ponían barreras a la importación de autos,
televisores, lavadoras, ropa, para que se produjeran internamente. En la mayor
parte de los casos, los productos nacionales eran caros y malos —de ahí que
mucha gente quisiera conseguirlos de fayuca—, pero el proceso generaba empleo y
demanda interna.
Al mismo tiempo, durante el desarrollo
estabilizador se fijaron los precios de garantía para los productos agrícolas,
lo que provocó dos fenómenos paralelos: la descapitalización del campo y el
éxodo masivo hacia las ciudades. Esto significó a su vez una sobreoferta de
mano de obra que mantuvo bajos los salarios (pero, como los alimentos no subían
de precio por el control al campo, los salarios reales no disminuyeron).
El esquema significaba altas tasas de
crecimiento, un aumento en la brecha de bienestar entre el campo y la ciudad,
inflación y salarios controlados, expansión desordenada de las urbes y tipo de
cambio fijo, que garantizaba que las ganancias en dólares de las empresas en
México fueran estables.
Al principio del sexenio de Echeverría, la
sustitución de bienes de consumo era casi completa (se tenía que pasar a la
fase de sustituir bienes de capital) y la situación del campo era ya
insostenible.
Con Echeverría hubo varios cambios. Uno
fue el de los precios de garantía. Los subió para evitar que continuara la
sangría en el agro. El resultado fue una mejora en los ingresos campesinos, el
encarecimiento de la canasta básica y el principio de una carrera entre precios
y salarios, en la que contribuyó también el alza en las tasas de interés
(existía un sistema bancario que todavía no integraba a bancos con sociedades
financieras y aseguradoras).
Al mismo tiempo, en ese sexenio se llevó a
cabo una política expansiva del gasto público. Por un lado, grandes obras de
infraestructura; por otro, aumentos sustanciales en el gasto social: salud,
vivienda, servicios urbanos, irrigación, educación, que sentaron las bases para
un desarrollo posterior. También hubo creación de empresas públicas. Casi todas
tenían malos números. Casi todas, también, subsidiaban al sector privado con
precios castigados.
Ese creciente gasto público no fue
financiado de manera sólida. Hubo resistencias exitosas para que no se llevara
a cabo una reforma fiscal para incrementar impuestos e ingresos públicos. El
sistema bancario, que estaba departamentalizado, tuvo problemas de liquidez:
los depósitos eran cada vez más a corto plazo y los créditos, cada vez más a
largo plazo. Eso sólo se podía resolver creando la entonces llamada “banca
múltiple”, pero fue hasta finales del sexenio y ya con el agua en los aparejos.
El resultado fue un creciente endeudamiento, y las finanzas resultarían el
flanco más débil de la política económica. Aunado a ello, el aferrarse al mito
del tipo de cambio fijo mantuvo presionado al peso y, en ese contexto, una
sangría interesada de capitales que salieron del país desembocó en la
traumática devaluación de 1976.
La economía, durante el gobierno de
Echeverría, creció al 6 por ciento anual (hoy inimaginable). Aumentaron los
ingresos del campo y los salarios reales (pero el salario mínimo de la época,
el más alto de la historia, era una simulación: muchos trabajadores ganaban
menos que eso). El suyo es el último sexenio en el que cada año hubo
crecimiento real y mejoría en la distribución del ingreso.
Sin embargo, se habla -y en estos días la
frasecita se repite- de “la docena trágica”, refiriéndose a la economía en los
sexenios de Echeverría y López Portillo.
La idea de la “docena trágica” viene del
enojo empresarial con Echeverría por tres razones. La primera: el crecimiento
del sector público, sin importar que les subsidiara: significaba dejar partes
de la economía fuera del alcance de la iniciativa privada. La segunda: la
retórica tercermundista del presidente Echeverría, que buscaba —en las palabras
mucho más que en los hechos— cierta sana distancia respecto a Estados Unidos.
La tercera: que el gobierno haya sido incapaz de garantizar la seguridad a los
grandes empresarios en tiempos de guerrilla.
La resistencia al gasto público y al pleno
empleo es ideológica: ambos le quitan poder a los grandes empresarios. En el
caso, del que ahora escuchamos ecos cuando vemos, repetida, la queja de que con
Echeverría se cooptó a la clase media poniéndola a trabajar “improductivamente”
en el sector público, como si sólo el sector privado lo fuera, como si ser
profesores, doctores o especialistas en petróleo fuera improductivo. O como si
las burocracias, aun ellas, no acumularan experiencia sistematizada en la
gestión de la cosa pública.
Resulta por lo menos sintomático, al ver
las reacciones de hoy, que los empresarios y la derecha panista (que no era
todo el PAN) hayan ganado esa batalla ideológica, que está -incluso- sembrada en
la mente de un presidente que se dice de izquierda.
Y la resistencia al tercermundismo era, en
realidad, a la postura oficial de no-alineación en épocas de la guerra fría. El
de Echeverría no era elogio de la pobreza, sino un intento por hacerse de
espacios de maniobra ante su socio, vecino y aliado del norte. En esa lógica se
inscriben la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados, que
propuso, o su idea de un banco mundial de alimentos.
Como puede verse, un balance de
claroscuros, no el desastre absoluto. Pero todo, hay que subrayarlo, en un
entorno diferente: país cerrado y apenas en vías de industrialización, economía
mundial pujante, política internacional todavía en el contexto de la Guerra
Fría.
Eran, además, tiempos del presidente-tlatoani,
en el que su palabra era ley; tiempos en los que imaginar una elección
organizada por los ciudadanos, una Comisión Nacional de Derechos Humanos u
organizaciones participativas de la sociedad civil era un sueño guajiro;
tiempos de una asfixiante propaganda gubernamental en todos lados. Hasta las
piedras de los montes estaban pintadas para que dijeran: LEA.
Es cierto que Andrés Manuel López Obrador
ve con nostalgia el México de aquellos tiempos, el de su adolescencia y
juventud, pero sólo se parece a Echeverría en su gusto por la demagogia y la
propaganda, en el estilo personalista, en la retórica nacionalista y en el
deseo de ser tan poderoso como los tlatoanis del priismo clásico.
Subrayo la diferencia fundamental. Echeverría era un insider, un hombre hecho totalmente al sistema institucional; AMLO se presenta como outsider, aunque haya vivido siempre de la política: lo de él es desmantelar la armazón institucional. Eso se traduce en que Echeverría creaba instituciones (el Conacyt y el Infonavit, por dar dos ejemplos; Fonacot y Profeco, por dar otros dos), mientras que AMLO tiende a destruirlas. Echeverría creaba burocracia, servidores públicos; AMLO quiere que sean menos, e improvisados. Echeverría quería Estado interventor; AMLO quiere Estado clientelar. Y, claro, mientras al primero las elecciones lo tenían sin cuidado, al segundo lo obsesionan.