miércoles, julio 22, 2020

Biopics: el curandero de Yobaín

A mediados de 1989, Patricia me dijo que tenía síntomas de artritis. Yo no sabía si estaba somatizando los problemas, ya severos, que teníamos como pareja, o si se trataba de un problema real. Pero la verdad es que ella estaba muy preocupada, y de peor humor que de costumbre.

Platicando su problema con una prima, la Ñeca, ella le dijo que se había curado de un problema severo de codo de tenista con un curandero que atendía en un pueblo de Yucatán, llamado Yobaín. Según la descripción de la prima, el hombre hacía verdaderos milagros.

Cuando me propuso que todos fuéramos a Yobaín, acepté sin dudarlo. Tanto ella como yo nos íbamos a quitar un chango de encima, sobre todo si el problema no era estrictamente de artritis.

Así que, terminado el ciclo escolar, organizamos un viaje de casi una semana a Yucatán. Allí nos enteramos que el curandero, conocido como “el Sobador de Yobaín”, trabajaba sólo de noche y que agendaba sus citas a partir de las 3 o 4 de la mañana. Rentamos un vocho y, a la medianoche, salimos de Mérida con nada más que esperanzas. Cuando llegamos a Yobaín, fue fácil ver dónde atendía el sobador, porque había ya una cola larguísima enfrente de una de las casitas del lugar. Estacioné en una esquina, Patricia se bajó a hacer cola y yo me quedé cuidando a los niños, que habían viajado con nosotros y estaban en el séptimo sueño.

Desde el auto, veía que la cola avanzaba muy lentamente. Ya nos habían advertido que al amanecer el hombre dejaba de recibir pacientes potenciales. A eso de las 6 de la mañana por fin entró Patricia. Fue la penúltima y tuvo que rogar. Obtuvo una cita para la medianoche de dos días después.

La noche de la cita, Patricia prefirió tomar un taxi que la llevara hasta el pueblo. Ha de haber estado con el curandero, según me dijo, menos de media hora. Pero el hombre, le movió las manos, le acomodó los huesos y le sobó las articulaciones con una maestría tal, que al final de la sesión quedó relajada y sintió que le desaparecían el dolor y la sensación de rigidez. Se sentía verdaderamente aliviada. Y, por lo que sé, nunca tuvo ese problema en décadas.

Por mi parte, sentí que se me había quitado un gran peso de encima.

El huesero de Yobaín -por internet me enteré que se llamaba Enrique Sierra Erosa- fue una leyenda viviente. De él se cuentan curaciones asombrosas. Tal vez entre ellas no esté la de Patricia, pero de que tenía manos mágicas y capacidad de convencimiento, no me cabe duda.

 


miércoles, julio 08, 2020

COVID en México: los costos de la inflexibilidad

A continuación, tres textos coyunturales sobre el tema COVID en México.

Semáforo loco


La única materia que reprobé en segundo de secundaria fue taller de electricidad. El trabajo final era construir un semáforo, y algo he de haber hecho mal. En vez de mostrar en orden sucesivo las luces verde, ámbar y roja, se prendían al mismo tiempo la verde y la roja, y luego la ámbar, como si fueran intermitentes. El maestro me dijo que con mi semáforo todos los coches iban a chocar e iba a haber un montón de atropellados.

Esa anécdota personal me viene a la mente ahora que se ha decretado el final de la Jornada Nacional de la Sana Distancia, pero los semáforos por entidad siguen casi todos en rojo, pero las autoridades de salud insisten en que la pandemia sigue fuerte, pero el Presidente ya sale de gira, pero te piden que sigas quedándote en casa, pero reabren algunas actividades económicas, pero ya estamos en la Nueva Normalidad, pero oficialmente hay más de 16 mil casos activos de COVID, pero el semáforo federal los estados lo obedecen si quieren y si no, no.

Parece que aquel semáforo de secundaria está en pleno funcionamiento. Y, por las señales cruzadas que manda, puede crear muchos choques y aún más atropellamientos.

¿Por qué ha pasado esta monumental confusión informativa? Creo que porque hay dos contradicciones que se han mostrado abiertamente y sobre las cuales no ha podido haber solución. Una es la que ha surgido entre política y ciencia; otra, la que existe entre economía y salud.

La primera contradicción está relacionada con la visión que del problema del coronavirus ha tenido el presidente López Obrador. Primero tuvo una actitud de negación ante el problema mayúsculo que se le venía encima al país, y evidentemente no bastó con sus intentos para exorcizarlo. Su aversión a la ciencia ayudó en ese retraso en la respuesta.

Luego, con la pandemia ya en desarrollo, declaró que se ponía en manos de los expertos, pero al mismo tiempo se casó con el pronóstico más optimista de los epidemiólogos. Conociendo la terquedad de López Obrador respecto a sus planes personales y de gobierno, y en particular a su necesidad de seguir haciendo giras de promoción, la fecha del 31 de mayo se convirtió en inamovible. Estaba harto de que las mañaneras, pieza clave de su estrategia política, fueran cada vez más irrelevantes. Con ello, la Jornada Nacional de Sana Distancia no podía prolongarse, independientemente de las condiciones.

Allí tuvo que darse una negociación entre López Obrador y distintas contrapartes políticas. Los expertos saben que una apertura, aun si es gradual, conlleva el peligro de un repunte en los contagios y que, si se da la idea de que la pandemia está en retirada, la apertura de facto será todavía más amplia y peligrosa. La mayoría de los gobernantes locales, por su parte, está legítimamente preocupada por el bienestar de la población, y ninguno quiere que sean sus servicios de salud los que colapsen. De ahí se generaron una serie de disonancias entre el Presidente y los gobernadores, empezando por opositores abiertos como el de Jalisco, Enrique Alfaro, pero también incluyendo a la jefa de gobierno en CDMX, Claudia Sheinbaum y en algún momento hasta al poblano Miguel Barbosa.

La salida escogida fue pasar a las entidades federativas la responsabilidad de acogerse al semáforo federal y de determinar, ellas, las medidas a seguir. Esto tiene la ventaja de potenciar el federalismo en momentos en los que priva la tendencia a centralizar decisiones, pero tiene dos desventajas: una es el hecho de que el gobierno federal es quien controla el semáforo, y podría usarlo con intencionalidad política al mismo tiempo que deja de ser la única instancia obligada a rendir cuentas; la otra es la más importante: en muchos casos, la población escuchará versiones contradictorias sobre lo que hay qué hacer de parte de los distintos niveles de gobierno: lo que verá es el semáforo con luces intermitentes realizado por el mal aprendiz de secundaria. Y responderá a la luz que le venga en gana.

La segunda gran contradicción es la que se da entre economía y salud pública. Se dio un parón fortísimo a la primera para proteger a la segunda. Pero, de nuevo, este parón fue más grave porque el presidente López Obrador se negó a dejar el fetiche del superávit público y no dio los apoyos suficientes a los trabajadores que se vieron obligados a suspender labores. En la medida en que se prolonga el confinamiento sin las redes económicas de protección que se requerían, se hace socialmente más difícil, cuando no imposible, continuarlo.

Resulta por lo menos sintomático que apresurar el regreso a la normalidad también sirva como un elemento que quita presión al gobierno para dar apoyos. Lo malo del asunto es que la inacción en los meses clave ya arrastró a muchas pequeñas y medianas empresas a la quiebra, llevó a cientos de miles al desempleo y la expectativa, también en economía es de arranque y freno, una y otra vez, como si el semáforo que la dirige se hubiera vuelto loco.

Y, para terminar, ese arranque económico, a como está diseñado, no traerá consigo una mayor inversión en bienes sociales. Si acaso, seguirá habiendo paliativos mediante transferencias directas. El problema con esos paliativos es que difícilmente serán capaces de cambiar la dirección del sistema económico, que es lo que deberíamos de estar planeando durante esta pandemia.

Eso significa que tendremos semáforo loco para rato. Y no sólo respecto al coronavirus.


Será culpa de todos, menos de AMLO 

Una de las características de la pandemia de coronavirus es que en todo el mundo ha sido politizada. La misma globalización que permitió su rápida expansión es la que mantiene, en estos tiempos de comunicación inmediata, a millones informados sobre su evolución, y provoca comparaciones entre países y regiones. También, agrias discusiones.

Es muy difícil, para cualquiera, resistirse a hacer comparaciones. Y es fácil, en estos tiempos polarizados, utilizarlas para hablar bien o mal de personajes o grupos políticos, que se usan como ejemplos positivos o negativos. Eso ha servido en varios lados para hacer política interna, porque se sobreentiende que el saldo de la pandemia habla de la capacidad de liderazgo, la inteligencia y la previsión de los dirigentes políticos. A unos de ellos los fortalece y a otros los debilita.

En México, nación polarizada si las hay, ese factor político se entendió desde el principio. En los primeros días, mientras desde el gobierno, y sobre todo desde la Presidencia, se minimizaba el riesgo que se cernía sobre el país, desde la oposición se insistía en que los datos no eran fidedignos y que, si en Estados Unidos ya había llegado, aquí era mucho peor.

Con el tiempo, se vio que ambas partes exageraban. El peligro era muy real y los contagiados y los muertos tardaron en llegar, pero lo hicieron, desgraciadamente, y en cantidades superiores a las que la mayoría había imaginado.

Era evidente que, en la medida en que se fueran sumando las bajas por el COVID y las de la economía, las críticas por el manejo de la pandemia iban a ir en aumento. La imprecisión de los pronósticos sobre el famoso pico y el comportamiento de la curva, la continuación del confinamiento más allá de lo predicho, los mensajes cruzados y la poca certidumbre sobre dónde estamos parados en esta crisis de muchas caras, han abonado en contra de la popularidad de López Obrador. Y eso es algo que le importa mucho al Presidente.

Un dato adicional es que, en los dos primeros meses del desarrollo de la pandemia en el país, le fue mucho mejor a los estados que se distanciaron de los puntos de vista del gobierno federal y se generó, simultáneamente, una suerte de neofederalismo, con gobiernos locales enfrentados al centro, por lo menos en los temas sanitario y fiscal.

Las respuestas de AMLO han ido variando a lo largo de estas semanas. Por una parte, ha tenido que atemperar su optimismo: ya no somos de los países con menos contagios, y ahora la comparación se hace en muertes por millón de habitantes… con países que ya superaron, en su mayoría, la fase crítica de la pandemia. Por otra, ha pasado de ponerse, de mala gana, en manos de los expertos en epidemiología a convertirse en la voz cantante a la hora de aplicar políticas de desconfinamiento. Finalmente, ha ido paulatinamente traspasando las responsabilidades de la pandemia (y, por lo tanto, de sus costos).

Este último asunto es particularmente interesante. Cuando las cosas iban relativamente bien, con relativamente pocos casos y fallecimientos, la responsabilidad era del gobierno federal. En esos momentos, las críticas fuertes eran sobre el escaso apoyo a la economía y el doctor López-Gatell gozaba de un gran prestigio, y no nada más porque hablara de corrido.

Cuando empezó a verse que la cosa no se arreglaba e iba a peor, y que no se cumplían los plazos previstos, se decidió transferir, al menos nominalmente, la responsabilidad a los estados. Es una transferencia parcial y confusa, con semáforos que pueden estar simultáneamente en distintos colores o que, como en la Ciudad de México, pueden estar cambiando de tonalidad, según como uno interprete.

Detrás de esa transferencia está la idea de que, si hay un brote en algún estado que andaba bien en el manejo de la pandemia, la culpa será del gobernador. Pero, claro, si ese brote se controla, el gobierno local podría terminar llevándose las palmas.    

Tal vez por eso ahora, que estamos revirtiendo el confinamiento sin claridad alguna sobre la situación real de la pandemia, hay una nueva transferencia de responsabilidades. Es, considero, lo principal que está detrás del más reciente decálogo presidencial. La salud en medio de la pandemia ya no es principalmente responsabilidad del gobierno, sino del ciudadano. No le echemos la culpa a López Obrador, sino a nuestros malos hábitos, nuestra mala vibra, nuestro descuido por tomar el Metro atestado, nuestro afán por lo material, nuestro desdén por la espiritualidad.

Si bien ninguna de las recomendaciones del Presidente es mala por sí misma, debe quedarnos claro que lo que necesita el país, más que consejos personales, es una política de Estado. Esa transferencia a la población es una abdicación a las responsabilidades del Estado. Y esa abdicación no está dictada por otra condición que la urgente necesidad de esquivar el golpe político por el manejo errático de la pandemia de coronavirus.

Lo más lamentable de todo esto es que la población, en lo general, sí hizo su tarea en la misión colectiva de aplanar la curva de contagios. La mayoría que pudo se quedó en casa, e incluso algunos de los que en realidad no podían. No sabemos de qué forma estrepitosa hubiera colapsado el maltratado sistema de salud, de no haber habido la disciplina social que se manifestó en los últimos meses. Una disciplina que es más loable todavía porque los apoyos gubernamentales fueron muy escasos.

Ahora esa población es a la que le van a cargar sus propios muertos. En particular, los que vengan después de ahora. Por gordos. Por hipertensos. Por consumistas. Por egoístas.

Y ni crean que el desdén inicial o los malos ejemplos posteriores tuvieron nada que ver.


Covid en México: los costos de la inflexibilidad


Pasan las semanas y cada vez se hace más evidente que la estrategia para combatir la pandemia del coronavirus en México tuvo muchas fallas. Lo menos que se puede decir es que han pasado tres meses, los muertos ya son el triple de lo pronosticado inicialmente y el índice de contagios y defunciones sigue al alza. Uno quisiera que el modelo mexicano hubiera funcionado, pero a la hora de hacer el saldo resultó bastante malo.

Al inicio, las cosas parecían ir según el guion. La decisión de confinamiento y el protocolo de sana distancia parecían oportunos; la prevención para aumentar el número de unidades COVID y unidades con ventilador, no tan oportuna pero sí suficiente. Había, sí, algunos obstáculos, como el mal ejemplo presidencial, pero la consigna de “quédate en casa” y las advertencias eran constantes.

Pero faltó un ingrediente fundamental. A diferencia de otras naciones, México no instrumentó un programa de apoyo económico a los trabajadores que quedaban sin ingresos. En la obsesión de mantener el equilibrio fiscal, el gobierno dejó a la población a su suerte. En un país donde tantas personas viven al día, eso significó que muchas personas tuvieron que salir en busca de sustento. Los índices de hacinamiento contribuyeron a multiplicar el virus.

En otras palabras, el confinamiento sirvió para evitar un salto dramático en contagios y hospitalizaciones, pero fue insuficiente para evitar la reproducción ampliada de la enfermedad. Controló, pero no contuvo. Y a un fuerte costo económico. 

El otro elemento que está detrás del fracaso es la obsesión con el “aplanamiento de la curva”, en su versión más simplona. Esta dice lo que evitan las acciones de distanciamiento social es, estrictamente, que los servicios de salud sean rebasados por la demanda de atención derivada de la epidemia. En esta versión, a final de cuentas, se contagian quienes tienen que hacerlo, pero no hay tantas defunciones porque el sistema de salud es capaz de atender a todos.

De ahí la insistencia informativa diaria sobre la disponibilidad de camas en los hospitales IRAG. Se nos machaca cotidianamente que es suficiente, que el sistema no ha sido rebasado. Pero también vemos que, día a día, crece el número de Unidades COVID, en lo que eufemísticamente han dado en llamar “reconversión hospitalaria”. En otras palabras, hospitales que antes se dedicaban a atender otros requerimientos de salud, ahora están dirigidos exclusivamente a COVID.

En el análisis de la epidemia en Lombardía, saltó un dato de la provincia más afectada: Bérgamo. Las defunciones se habían duplicado respecto al año anterior, pero sólo 31 por ciento de la diferencia se podía explicar por la pandemia de coronavirus. ¿De qué murió el otro 69 por ciento? Sólo hay dos posibles explicaciones: o fue por el virus, y no se registró, o fue por otras enfermedades, pero los pacientes no pudieron ser atendidos porque todo el sistema estaba abocado al combate de la pandemia. Un estudio arroja datos similares para la Ciudad de México en abril: el COVID explicaba sólo el 25 por ciento de las muertes adicionales.

En otras palabras, las autoridades de Salud pueden expandir los hospitales COVID al infinito, y presumir que siempre hay disponibilidad de camas, pero ello no evita que las muertes se multipliquen. Tanto las de los pacientes contagiados por el virus como las de quienes prefirieron morir en casa o tenían otro mal y su atención o su cirugía se pospuso a las calendas griegas.

El éxito en el combate a la pandemia, considero, no se mide principalmente en si el sistema sanitario quedó rebasado o no. Es un elemento importante, pero no definitorio. Se mide en el control de los contagios, la disminución del número de muertes y la rapidez con la que es posible regresar con cierta seguridad a algo semejante a la normalidad. Si México aprueba en el primer punto, reprueba en los otros tres.

Hago una acotación: hay una instancia en la que el sistema de salud ha quedado totalmente rebasado (ahí cargaba con un rezago histórico que se evidenció): la incapacidad para informar con tiempo razonable de contagios y fallecimientos. El desastre administrativo ha dificultado a todo el país seguirle el paso a la epidemia, saber realmente en dónde estamos parados en cada momento y tomar las decisiones conducentes.

Finalmente, también ha habido una enorme resistencia a hacer cambios en la estrategia a partir de la experiencia. Si la pandemia no evolucionó como esperábamos, es que una parte del diagnóstico estaba mal hecha. No podemos convertir la Campana de Gauss en un Lecho de Procusto para hacer que la realidad quepa a fuerzas en nuestros supuestos. Menos, si esa campana es indicadora de muertes de personas de carne y hueso, compatriotas nuestros.

Pero es lo que se ha hecho. Y se ha preferido mantener la ruta a pesar de las evidencias. La ruta de no aumentar el número de pruebas, la de no inducir a nivel nacional el uso obligatorio del cubrebocas, la de no buscar tratamientos preventivos para la población, la de poner oídos sordos a recomendaciones de expertos nacionales y extranjeros. Es una ruta que da cuenta de un empecinamiento atroz. La inflexibilidad ha sido muy costosa.

Detrás de esa ruta, hay que decirlo, está una decisión económica. La de no generar el gasto social para apoyar a todos los trabajadores con un ingreso básico durante la pandemia. Y junto con ella, la de no dotar de recursos suficientes al sector salud, como pretendían leales cartuchos, quemados por la circunstancia, como el de Asa Cristina Laurell. Esas decisiones fueron de AMLO, porque importan más el aeropuerto, la refinería, el tren maya y los dineros para apoyos clientelares. En otras palabras, porque las prioridades del país son dos: los deseos de Andrés Manuel López Obrador y las elecciones de 2021. No es casualidad que, en plena pandemia, el Presidente siga en campaña.