El trabajo periodístico realizado en Crónica por
Daniel Blancas en una de las zonas donde prevalece el huachicoleo, así como la
terrible agresión intimidatoria de que fue objeto, dan cuenta de los problemas
para erradicar esa y otras plagas que vulneran la economía nacional y la
convivencia social.
Hay varios hechos a subrayar. Uno es que el negocio
criminal es mucho más grande de lo que parece, y que difícilmente los programas
sociales de apoyo podrán suplir los ingresos que muchas familias obtienen
transgrediendo la ley. Por lo mismo, la resistencia de los principales
beneficiarios será feroz. Pensemos que la investigación y los hechos ocurrieron
poco después de la tragedia de Tlahuelilpan, cuando supuestamente los ladrones
de combustible andaban a la defensiva y con el perfil bajo.
Otro hecho es que las actividades criminales, en la medida en que generan una derrama económica local y en la que, también, se implantan en ese tejido social y le imponen sus leyes propias y su poder, se genera una suerte de complicidad colectiva. La gente hace como si el delito fuera legal y pretende moverse en un limbo, entre la autoridad constituida y las autoridades de facto.
El tercero es que, aunque la gente cree beneficiarse
de esa actitud, en realidad nunca se crean las condiciones para que salga de la
pobreza material y moral; al contrario, las nuevas condiciones están hechas
para reproducir esa pobreza. Casi no hay comunidades que puedan prosperar en
esas circunstancias. Hay una derrama de dinero que viene y va, pero las
condiciones materiales de la existencia siguen siendo las mismas, mientras
empeoran las condiciones de convivencia.
La apuesta del gobierno de López Obrador parece ser
la de intentar romper ese apoyo social, en parte a través de transferencias
directas de diverso tipo, en parte apelando a los valores de la familia.
El problema de esa estrategia es que es limitada,
porque ambos elementos –las transferencias y el llamado a la intervención moral
en la familia- sólo pueden ser complementarios a una estrategia de desarrollo
integral de las comunidades, que requiere tanto de inversión pública o privada,
como de un proceso de participación que los beneficiarios de la actual
situación intentarán impedir.
Es posible que la crisis extrema del huachicoleo
pueda ser controlada, y el robo de combustibles disminuya a niveles menos
inmanejables. Es, al parecer, lo que está sucediendo. Pero es improbable que
esa actividad pueda ser erradicada si no se generan opciones productivas, y no
meramente asistenciales. Eso significa que el Estado tendrá que seguir
desviando recursos, principalmente en materia de seguridad, para garantizar
algo que debería ser normal en un estado de derecho.
Todo esto nos lleva a pensar que el énfasis de López
Obrador en el papel positivo de las familias para la educación y la prevención
del delito proviene de una aceptación tácita: en México no nos regimos por las
leyes, sino por valores tradicionales, donde la familia es el pilar principal.
Si no hay estado de derecho, si no se pueden aplicar
las leyes, sólo queda apelar a otro tipo de instituciones sociales, que son
anteriores a las normas legales. Familia, religión, moral, patriotismo. Eso.
El problema es que también las instituciones
tradicionales han sufrido deterioro en décadas recientes, y más en las zonas
donde se ha asentado, en sus diferentes modalidades, la criminalidad
organizada.
La “aceptación tácita” de López Obrador a la que
hacíamos referencia viene de una visión cultural. De su idea de que aquí se
respeta a las madres y no a las policías. Es cierto en lo fundamental, pero no
del todo.
Hay mediciones internacionales de valores, a través
de encuestas (las World Value Surveys,
que se miden desde 1981), que nos dicen mucho acerca de qué es lo que mueve a
las sociedades a mantenerse cohesionadas. Algunas, como China, Alemania o
Japón, se basan en una estricta observancia de la ley formal. Otras, como India
o Kenya, se basan casi totalmente en instituciones tradicionales, como la
familia y las iglesias. México, no está entre estas últimas, sino a media
tabla, junto con otras naciones de América Latina y algunas del Medio Oriente.
Lo relevante, si vemos la evolución de la tabla a lo
largo de las décadas, es que los valores en nuestro país, al mismo tiempo que
se han movido hacia la tolerancia y el respeto a la expresión individual de las
personas, se han ido alejando del respeto a las leyes formales. Se ha
interiorizado la idea de que el estado de derecho es una entelequia, un
concepto vago que nunca se hace realidad.
Entonces, si bien es necesaria, en todos los frentes
posibles, una lucha cultural por restablecer valores de convivencia, es
igualmente necesario insistir en hacer funcionar lo mejor posible el estado de
derecho. Sin él, no habrá salida a las crisis recurrentes de valores.
Eso debería significar que la aplicación de la ley debe
ser pareja, no sujeta a criterios económicos. En esto AMLO ha puesto el dado
sobre la llaga. Pero tampoco sujeta a criterios políticos. Y ahí es donde, se
ve, le resulta más difícil, con eso de quedar bien con todos.
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