lunes, febrero 25, 2019

Biopics: La sección Ciudad de El Nacional (y un universo dantesco)

Tras mi paso por la sección Deportes de El Nacional, con su respectiva limpia, Pepe Carreño me hizo una encomienda similar para la sección Ciudad. Allí me encontré con una situación diferente. En primer lugar, quien había fungido como cabeza de sección, Javier Becerra, no quería sufrir la misma suerte que el encargado de Deportes y fue abierto y colaborador conmigo desde el principio, lo que permitió que trabajáramos muy a gusto y, a final de cuentas, que en Ciudad no se hicieran los temidos recortes.
Al igual que Deportes, había una gran cantidad de personal. De hecho había más reporteros que fuentes. El exceso era menor en la mesa, porque el propio Becerra cabeceaba y editaba.
El equipo era desigual, pero todos trataron de aplicarse. Mi intención, que la sección no fuera una copia de una sección nacional tradicional, con el regente en vez del Presidente y los delegados en vez de los gobernadores. También, que no hubiera tantas notas y titulares en futuro, del tipo “construirán camellones”, “limpiarán la policía” (y ese combate a las notas en tiempo futuro ha sido una brega de eternidad). Busqué que se cubrieran las actividades de la naciente sociedad civil –y no hacerlo le costó la fuente al jefe de información de la sección-, que hubiera la cobertura más amplia posible de la extensísima zona conurbada –y aquí destacó un entonces joven reportero, Francisco Mejía- y, sobre todo, que se escribiera bien, abandonando el estilo boletinesco que predominaba en esos tiempos, y que décadas después sigue afectando a todas las redacciones. Esto último es difícil cuando los reporteros carecen de cultura general, están acostumbrados a la ley del menor esfuerzo y tienen problemas de comprensión. No es algo nuevo.

En la sección Ciudad de El Nacional nuestro primer intento de hacer crónica bien escrita fue la cobertura del viacrucis de Iztapalapa en la Semana Santa de 1989. Hasta a los pies de foto le metíamos algo de literatura.
Pero donde más esmero puse para cambiar las cosas fue en la nota roja, que se presta mucho a la crónica y puede ser lectura muy sabrosa, si se hace bien. Lo primero fue cambiar el lenguaje de barandilla que suele acompañar los boletines; lo segundo, hacer entender a los reporteros que la repetición de hechos de sangre diferentes cada día sólo sirve para llenar planas y dar la impresión de que policía siempre vigila, pero no es informar ni hacer periodismo, y que lo vale la pena es tomar uno de estos hechos que nos parezca representativo y escudriñarlo hasta el fondo, con sus implicaciones psicológicas y sociales. Es lo que yo disfrutaba de la cronaca nera en los diarios italianos con los que me formé como lector adulto.
Con la reportera Rosa María Chavarría trabajamos uno de estos casos: el de una muchacha de quince años que había sido asesinada a puñaladas por su novio, en una colonia del oriente de la ciudad. Rosa se entrevistó con familiares de ambos, reconstruyó los hechos, les dio seguimiento e inyectó en los textos el tono humano, sórdido y social que yo andaba buscando. “En la flor de la muerte”, se llamó la historia por entregas y forma parte de una antología de notas policiacas publicadas a lo largo de los años por El Nacional que, bajo el nombre de Sangre, Sudor y Páginas publicó la investigadora Patricia Ortega meses después.
Con el tiempo, además del cambio en el sentido de la sección, fueron apareciendo cada vez más colaboraciones de opinión. La transformación del periódico había atraído a diferentes personas, sobre todo del ámbito académico. Bajo la guía de Carreño, el diario estaba cambiando de nicho: ahora tenía un público más escolarizado y más influyente. Yo también empecé a escribir con firma, pero sin dejar de hacerlo en La Jornada.

Poco a poco, los miembros del nuevo equipo le fuimos cambiando la cara a El Nacional. Ya he comentado que Fernando Calzada estaba en Economía y que puse a Fernando Cabral en Deportes. En Cultura, Pepe trajo a Paulino Sabugal y en Espectáculos, a Manuel Gutiérrez Oropeza, Manuelez. Quienes se mantuvieron en sus puestos fueron Marcio Valenzuela, de Internacional, el jefe de redacción José Antonio Dávila -mi amigo, hasta la fecha- y el subdirector Rafael Castilleja. Muy pronto cambió al jefe de información, y nombró en su lugar al reportero Juan Manuel Magaña. Con ellos eran las juntas de redacción, donde Pepe tenía una actitud exigente y didáctica al mismo tiempo. También cambió al jefe de la imprenta; se trajo a Armando Olguín, a quien conocía de sus tiempos en El Día; puso un nuevo gerente general, Luis Rubio, y un nuevo gerente de publicidad, Juan José Huerta. 
El Nacional a lo largo del tiempo había formado una mafia interna, con varios reporteros privilegiados y supertransas, un sindicato que era parte del negocio y un manejo de plazas y puestos a partir, fundamentalmente, de la lealtad al grupo que en los hechos manejaba las cosas. Carreño estaba claro que tenía que partir el poder de esa camarilla, deshacerse de los peores elementos y quedarse con quien hiciera bien las cosas. El poder del director era suficiente como para minar severamente la influencia de los reporteros corruptos, pero su problema principal era terminar con la labor de zapa del sindicato.
Las cosas han de haber estado complicadas, porque en algún momento me confesó que “más vale estar seis meses de león que seis años de cordero”. Lo dijo con una sonrisa confiada. Al poco tiempo cambió la dirección del sindicato, los reporteros corruptos que estaban en las secciones de Economía y Nacional fueron despedidos directamente por Pepe y quien fungía como correa de transmisión entre el grupo mafioso y la dirección, el subdirector Castilleja, fue, por lo tanto, perdiendo influencia y poder. 

Quien sería el siguiente dirigente sindical, Clicerio Cedillo, nos sirvió en aquellos días a varios de nosotros como Virgilio por el mundo de El Nacional.
Utilizo el simil, porque de ahí saqué una suerte de universo dantesco, un poco alrevesado: 
El quinto piso, donde se apiñaban los oficinistas de contabilidad, compras y personal, y donde también estaba la máquina que enviaba las planas, vía satélite, a los “Nacionales de provincia” (en Guanajuato, Sonora y Nuevo León),  era “El Metro”, por las aglomeraciones de burócratas. 
El cuarto piso, donde estaba la oficina del director, la sala de juntas y las oficinas de los gerentes, general y de publicidad, era “El Cielo”, porque ahí estaba el poder. 
El tercer piso, con la redacción de Nacional, Economía, Internacional y Deportes, la sala de cables, la biblioteca, la fototeca y la zona para dibujantes, era “El Mundo”. 
El segundo piso, con la redacción de Ciudad, Cultura y Espectáculos, así como la zona de fotomecánica, donde una enorme cámara tomaba foto de las planas formadas para convertirlas, tras su paso por las insoladoras, en láminas para la impresión, era “El Inframundo”, por estar debajo del mundo. 
El primer piso tenía desde antes de nuestra llegada el sobrenombre de “Las Mazmorras”, por oscuro. Ahí estaban el área de captura, en la que un equipo de mecanógrafas copiaba las notas para que salieran en tiritas enceradas que se pegaban en galeras en la adjunta área de formación para hacer las planas, la oficina de Olguín, la del abogado, la caja y un espacio para el equipo de autopsia (correctores que revisaban las páginas formadas en busca de algún gazapo). 
Finalmente, la planta baja era la zona de prensas y empaque, con cuatro potentes rotativas, la Quetzalcóatl, una 825 y dos 835 de un titipuchal de cuerpos: “El Infierno de los Trabajadores”. Un infierno grande, porque iba de puerta a puerta: de la Calle Ignacio Mariscal hasta Puente de Alvarado.
Con el tiempo, conocería cada una de esas áreas al dedillo.


miércoles, febrero 20, 2019

Huachicol, valores, familia, leyes


El trabajo periodístico realizado en Crónica por Daniel Blancas en una de las zonas donde prevalece el huachicoleo, así como la terrible agresión intimidatoria de que fue objeto, dan cuenta de los problemas para erradicar esa y otras plagas que vulneran la economía nacional y la convivencia social.

Hay varios hechos a subrayar. Uno es que el negocio criminal es mucho más grande de lo que parece, y que difícilmente los programas sociales de apoyo podrán suplir los ingresos que muchas familias obtienen transgrediendo la ley. Por lo mismo, la resistencia de los principales beneficiarios será feroz. Pensemos que la investigación y los hechos ocurrieron poco después de la tragedia de Tlahuelilpan, cuando supuestamente los ladrones de combustible andaban a la defensiva y con el perfil bajo.

Otro hecho es que las actividades criminales, en la medida en que generan una derrama económica local y en la que, también, se implantan en ese tejido social y le imponen sus leyes propias y su poder, se genera una suerte de complicidad colectiva. La gente hace como si el delito fuera legal y pretende moverse en un limbo, entre la autoridad constituida y las autoridades de facto.

El tercero es que, aunque la gente cree beneficiarse de esa actitud, en realidad nunca se crean las condiciones para que salga de la pobreza material y moral; al contrario, las nuevas condiciones están hechas para reproducir esa pobreza. Casi no hay comunidades que puedan prosperar en esas circunstancias. Hay una derrama de dinero que viene y va, pero las condiciones materiales de la existencia siguen siendo las mismas, mientras empeoran las condiciones de convivencia.

La apuesta del gobierno de López Obrador parece ser la de intentar romper ese apoyo social, en parte a través de transferencias directas de diverso tipo, en parte apelando a los valores de la familia.

El problema de esa estrategia es que es limitada, porque ambos elementos –las transferencias y el llamado a la intervención moral en la familia- sólo pueden ser complementarios a una estrategia de desarrollo integral de las comunidades, que requiere tanto de inversión pública o privada, como de un proceso de participación que los beneficiarios de la actual situación intentarán impedir.

Es posible que la crisis extrema del huachicoleo pueda ser controlada, y el robo de combustibles disminuya a niveles menos inmanejables. Es, al parecer, lo que está sucediendo. Pero es improbable que esa actividad pueda ser erradicada si no se generan opciones productivas, y no meramente asistenciales. Eso significa que el Estado tendrá que seguir desviando recursos, principalmente en materia de seguridad, para garantizar algo que debería ser normal en un estado de derecho.

Todo esto nos lleva a pensar que el énfasis de López Obrador en el papel positivo de las familias para la educación y la prevención del delito proviene de una aceptación tácita: en México no nos regimos por las leyes, sino por valores tradicionales, donde la familia es el pilar principal.

Si no hay estado de derecho, si no se pueden aplicar las leyes, sólo queda apelar a otro tipo de instituciones sociales, que son anteriores a las normas legales. Familia, religión, moral, patriotismo. Eso.

El problema es que también las instituciones tradicionales han sufrido deterioro en décadas recientes, y más en las zonas donde se ha asentado, en sus diferentes modalidades, la criminalidad organizada.

La “aceptación tácita” de López Obrador a la que hacíamos referencia viene de una visión cultural. De su idea de que aquí se respeta a las madres y no a las policías. Es cierto en lo fundamental, pero no del todo.
Hay mediciones internacionales de valores, a través de encuestas (las World Value Surveys, que se miden desde 1981), que nos dicen mucho acerca de qué es lo que mueve a las sociedades a mantenerse cohesionadas. Algunas, como China, Alemania o Japón, se basan en una estricta observancia de la ley formal. Otras, como India o Kenya, se basan casi totalmente en instituciones tradicionales, como la familia y las iglesias. México, no está entre estas últimas, sino a media tabla, junto con otras naciones de América Latina y algunas del Medio Oriente.

Lo relevante, si vemos la evolución de la tabla a lo largo de las décadas, es que los valores en nuestro país, al mismo tiempo que se han movido hacia la tolerancia y el respeto a la expresión individual de las personas, se han ido alejando del respeto a las leyes formales. Se ha interiorizado la idea de que el estado de derecho es una entelequia, un concepto vago que nunca se hace realidad.

Entonces, si bien es necesaria, en todos los frentes posibles, una lucha cultural por restablecer valores de convivencia, es igualmente necesario insistir en hacer funcionar lo mejor posible el estado de derecho. Sin él, no habrá salida a las crisis recurrentes de valores.


Eso debería significar que la aplicación de la ley debe ser pareja, no sujeta a criterios económicos. En esto AMLO ha puesto el dado sobre la llaga. Pero tampoco sujeta a criterios políticos. Y ahí es donde, se ve, le resulta más difícil, con eso de quedar bien con todos.