Tras mi
paso por la sección Deportes de El
Nacional, con su respectiva limpia, Pepe Carreño me hizo una encomienda
similar para la sección Ciudad. Allí me encontré con una situación diferente.
En primer lugar, quien había fungido como cabeza de sección, Javier Becerra, no
quería sufrir la misma suerte que el encargado de Deportes y fue abierto y
colaborador conmigo desde el principio, lo que permitió que trabajáramos muy a
gusto y, a final de cuentas, que en Ciudad no se hicieran los temidos recortes.
Al
igual que Deportes, había una gran cantidad de personal. De hecho había más
reporteros que fuentes. El exceso era menor en la mesa, porque el propio
Becerra cabeceaba y editaba.
El
equipo era desigual, pero todos trataron de aplicarse. Mi intención, que la
sección no fuera una copia de una sección nacional tradicional, con el regente
en vez del Presidente y los delegados en vez de los gobernadores. También, que
no hubiera tantas notas y titulares en futuro, del tipo “construirán camellones”,
“limpiarán la policía” (y ese combate a las notas en tiempo futuro ha sido una
brega de eternidad). Busqué que se cubrieran las actividades de la naciente
sociedad civil –y no hacerlo le costó la fuente al jefe de información de la
sección-, que hubiera la cobertura más amplia posible de la extensísima zona
conurbada –y aquí destacó un entonces joven reportero, Francisco Mejía- y,
sobre todo, que se escribiera bien, abandonando el estilo boletinesco que
predominaba en esos tiempos, y que décadas después sigue afectando a todas las
redacciones. Esto último es difícil cuando los reporteros carecen de cultura
general, están acostumbrados a la ley del menor esfuerzo y tienen problemas de
comprensión. No es algo nuevo.
En la
sección Ciudad de El Nacional nuestro
primer intento de hacer crónica bien escrita fue la cobertura del viacrucis de
Iztapalapa en la Semana Santa de 1989. Hasta a los pies de foto le metíamos
algo de literatura.
Pero
donde más esmero puse para cambiar las cosas fue en la nota roja, que se presta
mucho a la crónica y puede ser lectura muy sabrosa, si se hace bien. Lo primero
fue cambiar el lenguaje de barandilla que suele acompañar los boletines; lo
segundo, hacer entender a los reporteros que la repetición de hechos de sangre diferentes
cada día sólo sirve para llenar planas y dar la impresión de que policía
siempre vigila, pero no es informar ni hacer periodismo, y que lo vale la pena
es tomar uno de estos hechos que nos parezca representativo y escudriñarlo
hasta el fondo, con sus implicaciones psicológicas y sociales. Es lo que yo
disfrutaba de la cronaca nera en los
diarios italianos con los que me formé como lector adulto.
Con la
reportera Rosa María Chavarría trabajamos uno de estos casos: el de una
muchacha de quince años que había sido asesinada a puñaladas por su novio, en
una colonia del oriente de la ciudad. Rosa se entrevistó con familiares de
ambos, reconstruyó los hechos, les dio seguimiento e inyectó en los textos el
tono humano, sórdido y social que yo andaba buscando. “En la flor de la
muerte”, se llamó la historia por entregas y forma parte de una antología de
notas policiacas publicadas a lo largo de los años por El Nacional que, bajo el nombre de Sangre, Sudor y Páginas publicó la investigadora Patricia Ortega
meses después.
Con el
tiempo, además del cambio en el sentido de la sección, fueron apareciendo cada
vez más colaboraciones de opinión. La transformación del periódico había
atraído a diferentes personas, sobre todo del ámbito académico. Bajo la guía de
Carreño, el diario estaba cambiando de nicho: ahora tenía un público más
escolarizado y más influyente. Yo también empecé a escribir con firma, pero sin
dejar de hacerlo en La Jornada.
Poco a poco, los miembros del nuevo equipo le fuimos cambiando la cara a El Nacional. Ya he comentado que Fernando Calzada estaba en Economía y que puse a Fernando Cabral en Deportes. En Cultura, Pepe trajo a Paulino Sabugal y en Espectáculos, a Manuel Gutiérrez Oropeza, Manuelez. Quienes se mantuvieron en sus puestos fueron Marcio Valenzuela, de Internacional, el jefe de redacción José Antonio Dávila -mi amigo, hasta la fecha- y el subdirector Rafael Castilleja. Muy pronto cambió al jefe de información, y nombró en su lugar al reportero Juan Manuel Magaña. Con ellos eran las juntas de redacción, donde Pepe tenía una actitud exigente y didáctica al mismo tiempo. También cambió al jefe de la imprenta; se trajo a Armando Olguín, a quien conocía de sus tiempos en El Día; puso un nuevo gerente general, Luis Rubio, y un nuevo gerente de publicidad, Juan José Huerta.
El Nacional a lo largo del tiempo había formado una
mafia interna, con varios reporteros privilegiados y supertransas, un sindicato
que era parte del negocio y un manejo de plazas y puestos a partir,
fundamentalmente, de la lealtad al grupo que en los hechos manejaba las cosas.
Carreño estaba claro que tenía que partir el poder de esa camarilla, deshacerse
de los peores elementos y quedarse con quien hiciera bien las cosas. El poder
del director era suficiente como para minar severamente la influencia de los
reporteros corruptos, pero su problema principal era terminar con la labor de
zapa del sindicato.
Las
cosas han de haber estado complicadas, porque en algún momento me confesó que
“más vale estar seis meses de león que seis años de cordero”. Lo dijo con una
sonrisa confiada. Al poco tiempo cambió la dirección del sindicato, los
reporteros corruptos que estaban en las secciones de Economía y Nacional fueron
despedidos directamente por Pepe y quien fungía como correa de transmisión
entre el grupo mafioso y la dirección, el subdirector Castilleja, fue, por lo
tanto, perdiendo influencia y poder.
Quien
sería el siguiente dirigente sindical, Clicerio Cedillo, nos sirvió en aquellos
días a varios de nosotros como Virgilio por el mundo de El Nacional.
Utilizo
el simil, porque de ahí saqué una suerte de universo dantesco, un poco
alrevesado:
El quinto piso, donde se apiñaban los oficinistas de contabilidad,
compras y personal, y donde también estaba la máquina que enviaba las planas,
vía satélite, a los “Nacionales de provincia” (en Guanajuato, Sonora y Nuevo
León), era “El Metro”, por las
aglomeraciones de burócratas.
El cuarto piso, donde estaba la oficina del
director, la sala de juntas y las oficinas de los gerentes, general y de
publicidad, era “El Cielo”, porque ahí estaba el poder.
El tercer piso, con la
redacción de Nacional, Economía, Internacional y Deportes, la sala de cables,
la biblioteca, la fototeca y la zona para dibujantes, era “El Mundo”.
El
segundo piso, con la redacción de Ciudad, Cultura y Espectáculos, así como la
zona de fotomecánica, donde una enorme cámara tomaba foto de las planas formadas
para convertirlas, tras su paso por las insoladoras, en láminas para la
impresión, era “El Inframundo”, por estar debajo del mundo.
El primer piso
tenía desde antes de nuestra llegada el sobrenombre de “Las Mazmorras”, por
oscuro. Ahí estaban el área de captura, en la que un equipo de mecanógrafas
copiaba las notas para que salieran en tiritas enceradas que se pegaban en galeras
en la adjunta área de formación para hacer las planas, la oficina de Olguín, la
del abogado, la caja y un espacio para el equipo de autopsia (correctores que
revisaban las páginas formadas en busca de algún gazapo).
Finalmente, la planta
baja era la zona de prensas y empaque, con cuatro potentes rotativas, la
Quetzalcóatl, una 825 y dos 835 de un titipuchal de cuerpos: “El Infierno de
los Trabajadores”. Un infierno grande, porque iba de puerta a puerta: de la
Calle Ignacio Mariscal hasta Puente de Alvarado.
Con el
tiempo, conocería cada una de esas áreas al dedillo.