Hay
etapas en la vida que son puntos de quiebre, en las que pasa una vorágine de
cosas que –en ese momento no lo sabes- se combinan para que tomes un nuevo
rumbo y te conviertas en una persona diferente, sin dejar de ser tú mismo. Navegas
intensamente en medio de un torbellino de eventos, propósitos, tareas,
emociones y repensamientos que hacen que a veces sientas que pierdes el
control. Pero no lo pierdes, y en el recuerdo se mezclan distintos
ingredientes, y aún así eres capaz de distinguir cada uno de ellos.
Una de
esas etapas, para mí, correspondió a los primeros meses de 1989. Me gustaría
poder describir, al mismo tiempo, la mezcla y el sabor de cada uno de esos
ingredientes vitales.
Lo
primero que se me ocurre escribir es que el ritmo al que vivía era acelerado,
pero yo no me daba cuenta de ello. Lo entendí hasta años después. Empezaba a
las 6 de la mañana, cuando salía a nadar un rato, dizque para relajarme, y
terminaba después de la una de la mañana, cuando regresaba del periódico y me
encontraba a Patricia envuelta en una nube de cigarro, malhumorada, viendo el
show de Arsenio Hall. En medio, había mil actividades.
Seguía
dando clases en la Universidad, empezando a las 7:30. Mi adjunta en
Introducción a la Economía era Taide Velázquez, la prendida. Normalmente después de la clase salíamos a platicar un
rato en el asoleadero de Economía. Eran conversaciones ricas, de todo tipo de
temas: cine, modas, la situación del país.
Un día
de febrero llegó al salón un grupo de estudiantes de la Prepa Pop que habían
tomado, con la complacencia de la dirección, medio piso de la Facultad.
Preguntaron si no interrumpían. Les respondí que por supuesto estaban
interrumpiendo; luego le pedí al salón que votara si querían escuchar lo que
los preparatorianos querían decirles. Los alumnos estaban hartos de esos
intrusos, que además todo el tiempo estaban pidiendo cooperación, y votaron
masivamente que no.
-Entonces,
tengan la amabilidad de retirarse –les dije.
-No.
Tenemos que dar una información.
-¿Qué
no vieron que la clase votó porque se largaran? ¡Váyanse!
-Pinche
judicial –fue la frase del que cerró la puerta.
Siguieron
aplausos y continuamos con la materia.
Ese
día, tras la clase, Taide y yo fuimos a un puestecito que estaba atrás de la
Facultad. Pedimos dos licuados. De fresa, porque nos vimos muy fresas con los
de la Prepa Pop, y soltamos la carcajada. Seguimos platicando detrás de la
Torre de Ciencias (la que había sido antes la facultad del mismo nombre), junto
a la fuente ya desprovista del Prometeo. Y ambos sentimos que había pasado algo
entre nosotros, una suerte de transmisión eléctrica.
A
partir de ahí, las pláticas post-clase se hicieron más largas, se acompañaron
de paseos por buena parte del campus universitario. Y las conversaciones
tomaron un giro más íntimo. Hablamos de nuestra infancia, de nuestra idea de la
felicidad, de nuestros gustos. En algún momento le dije a Taide que sentía que
en nuestros diálogos corrían ríos subterráneos que se juntaban. No era sólo la
plática, no era sólo la compañía, había otra cosa que todavía no tenía nombre.
Una vez, en una banqueta frente a la Facultad de Química nos besamos, nos
miramos a los ojos, nos reímos y empezamos a entender cuál era ese nombre. Nos
resistimos un tiempo a admitirlo abiertamente. A decirlo. Pero sabíamos.
Después
de la universidad solía pasar por Camilo al kínder, llegaba Patricia de su
consultorio, Rayo de la escuela y comíamos. De ahí, directo al periódico tres
veces por semana; las otras dos, llevaba a los niños a Pumitas. Camilo acababa
de entrar y Rayo había subido de categoría. A veces, durante los
entrenamientos, me escapaba a mi cubículo a hacer llamadas al periódico, que ya
estaba trabajando. Si no, me quedaba a un lado del campo, leyendo algún libro
de economía.
El
equipo del menor se llamaba Saltamontes. Lo típico, dependía de un niño crack y
el monitor se dedicaba más a él que al resto. En los partidos sabatinos, Camilo
se entretenía más recogiendo pastitos que jugando. Para colmo, había un niño
que sólo se dedicaba a empujar a los demás, tirándolos; la mamá lo justificaba
diciendo que “es porque soy madre soltera y le falta la figura paterna”.
Una
ocasión, hubo un partido que se jugó cerca del Estadio Azteca. Televisado y en
cancha de pasto sintético. Camilo jugó muy bien. Tras felicitarlo, le pregunté
por qué no se había sentado como en los otros juegos. Su respuesta: “es que ese
pasto falso estaba muy caliente”.
En los
pocos meses que duró con Saltamontes, porque luego confesó que no le gustaba,
Camilo anotó un gol, que festejó muchísimo. Se llevó la pelota desde medio
campo, entre la indiferencia de los demás, chutó y la anidó en la red.
Desgraciadamente, fue en su propia portería.
A
Raymundo, en cambio, le tocó otro buen monitor, Poli y, a pesar de que las Panteras eran casi todos menores en edad
respecto a sus rivales, el equipo se convirtió en uno de los mejores. Al año
siguiente, aun con un monitor medio bobo, serían un trabuco prácticamente
invencible.
Dejaba
a los niños en casa y de ahí a El
Nacional, a la sección Ciudad. Revisaba –rápidamente, si era día de
entrenamiento- lo que tenía, iba a la junta de redacción a las 7 de la noche, y
me seguía con la edición y la planeación para los días siguientes, terminando
normalmente hacia medianoche. Esa sección resultó más fácil de coordinar que
Deportes, entre otras cosas porque ya habían visto lo que había sucedido allá y
no querían caer bajo mi espada de ángel exterminador. Abundaré sobre esa
experiencia más tarde.
Contemporáneamente,
escribía mis columnas para La Jornada, la agencita de Pineda y ahora también
para Notimex, a invitación del nuevo director de la agencia, Raymundo
Rivapalacio y hasta llegué a darme un rato para asistir a un par de reuniones
como asesor de la Unorca (me invitaron y no supe decir que no).
Los
sábados eran mi único día de descanso, aunque la primera mitad del día estaba
siempre dedicada a Pumitas. Los domingos me despertaba temprano para ir al
mercado, que era una suerte de condición que me puso Patricia para luego ir al
futbol de Xochimilco, hacía las compras, Eduardo Mapes llegaba por mí,
jugábamos hasta mediodía, me echaba una chela, regresaba, me bañaba, ya estaban
los de Canal Once para la cápsula, la hacía, comía y de vuelta al periódico.
Junto a
todo eso estaba el proyecto de las encuestas. Me había apalabrado con Pepe
Carreño y con Rivapalacio para hacer un par para el periódico y Notimex; Pepe
Zamarripa había conseguido la promesa de una para la Asamblea Legislativa.
Teníamos que formar la empresa.
Lo que
era evidente, entre todo ese movimiento, era que yo me percibía en flujo
existencial, en proceso de cambio. El periodismo cada vez me apasionaba más,
algunas viejas certidumbres políticas saltaban por los aires, vivía con la
sensación de que muchas cosas nuevas se presentaban ante mí y quería comérmelas
todas. Y pensaba en mí, en que quería sacudirme una insatisfacción profunda que
no sabía bien a bien dónde anidaba. A Taide, en una de las conversaciones, le
había yo dicho que era feliz, pero ella había entendido que no. No lo era en el
sentido de felicidad real: había estado acontentado con la vida, que no es lo
mismo. Había aceptado varios huecos, distintos tipos de vacío.Y ahora quería
más vida.