En los
días que siguieron a la cita electoral de 1988 se generó una gran tensión
política. A toda la oposición –y en realidad, también al PRI y al gobierno- le
había quedado claro que la elección se había ensuciado por fraudes diversos (eso, sin contar que había sido un proceso inequitativo de principio a fin, porque así eran las reglas en aquel entonces). Salinas
había reconocido “el fin de la época del partido prácticamente único”, pero se
decía victorioso y Cárdenas insistía en que él había ganado las elecciones.
El
problema que tenían Cárdenas y la izquierda era que no podían demostrar con
suficiencia que la votación a favor de Cuauhtémoc era superior a la de Salinas
de Gortari. Estaba muy cuesta arriba demostrarlo, cuando los partidos del FDN
no tenían en su poder la mayoría de las actas.
El
asunto también generó diferencias de criterios entre los simpatizantes de
Cárdenas. Había quienes tomaban las palabras del Ingeniero como dogma de fe. Si
él decía que había ganado, eso era. Otros queríamos intentar reconstruir, con
datos y actas, el proceso y ver qué se podía sacar en claro. En el fondo, unos
estaban dispuestos al choque frontal; otros pensábamos en algún tipo de
negociación, que diera cuenta del poder real del Frente. Al final,
paradójicamente, no fue ni lo uno ni lo otro.
En ese
proceso conseguí, a través de Juan Molinar Horcasitas –quien a su vez los había
obtenido del PAN- diez floppys en los
que venía la información de casi 30 mil casillas.
La
información venía como una retahíla de números que había que separar y partir.
Rápidamente vi que los números correspondían a entidad, distrito, casilla,
partidos en orden de registro, nulos, votos por candidato, padrón de la casilla
y número de votantes. Chuy Pérez Cota hizo las particiones y cargamos todo en
mi computadora Celeron –con pantalla ámbar porque hipster avant la lettre- que tenía una supermemoria de dos megas.
Con el
programa dbase3, armé varios ejercicios estadísticos. Había que ser muy
cuidadosos para dar las instrucciones, porque la poderosa máquina tardaba
aproximadamente 45 minutos para hacer cada cálculo (y parecía una maravilla,
150 mil sumas y divisiones en menos de una hora). Sobre ellos escribí algunos
artículos para el Cuaderno de Nexos
(que era una especie de suplemento de última hora de la revista).
El
primero, era un ejercicio de desmaquillaje electoral. A partir de la
información incompleta de la Comisión Federal Electoral, elaboré tres muestras
representativas nacionales, de 300 casillas cada una y les apliqué una “capa
limpiadora”, sustituyendo todas las casillas zapato (en las que el PRI obtenía la totalidad de los votos), las
casillas que bauticé como ciempiés (porque
en la computadora recordaban el viejo juego centipede de Atari, los ceros
haciéndola de cuerpos del animalejo), donde el PRI obtenía más del 90% y
casillas sospechosas (PRI por encima de 80 por ciento en zona de alta votación
opositora) por las casilla numéricamente más cercana y que tuviera resultados
verosímiles.
En las
tres muestras ganaba Salinas de Gortari, pero con una ventaja muy inferior a la
oficial. En la más endeble, basada en el número de votos efectivos por entidad
en las elecciones de 1982, la ventaja del priista era estadísticamente
insignificante (38.3% a 38.1%). La
segunda se basó en los votos efectivos por entidad en las elecciones de 1988, y
la ventaja de Salinas era de dos puntos: 39.5% a 37.5%. La tercera se realizó
bajo el método aleatorio simple, y creo que era la que tenía menos sesgo: en
ella, Salinas de Gortari ganaba 41.3% a 38.7%.
Había
dos hechos en esos números postelectorales: el primero, que el fraude podía
haber significado una inflación de 8 o 9 puntos porcentuales para Salinas, y un
descenso artificial similar para Cárdenas; el segundo, que aún así, con esa “capa
limpiadora”, el candidato del PRI parecía tener más votos que el del FDN.
Publiqué
otros dos ejercicios. En uno revisaba en qué estados se acumulaban las casillas
sucias –y resultaba que había una correlación con los índices de marginación: el
fraude se había hecho en las zonas más pobres, demostrando que, en materia
electoral, también había mexicanos de tercera-. En el otro veía el
comportamiento electoral en el Distrito Federal, con colonias escogidas: sí
había habido un voto de clase. Salvo en las colonias más ricas, priístas, había
una correlación directa entre nivel socioeconómico y voto por el PAN y una
correlación inversa en el voto por el FDN.
Hubo quien leyó esos datos como argumento para anular la elección. Pero también
hubo quien los leyó como justificación de la victoria salinista, porque no repetían
el mantra de que Cuauhtémoc había ganado.
Afirmar
eso, que ya se da como una verdad de a kilo en el México de hoy, era anatema entonces
entre algunos de los seguidores de Cárdenas. Al grado que, en la presentación
de aquel libro, cuando un analista se atrevió a comentar que el fraude estaba
probado, pero no la victoria del candidato del FDN, fue acallado al grito de “¡Cuaúh-te-moc-Cuaúh-te-moc!”.
El
caudillismo en la izquierda mexicana estaba por inaugurarse.