Cuando me enteré del suicidio de hijo de Fidel
Castro, lo primero que se me vino a la mente fue que se sumaba a una larga
tradición cubana: enumeré de memoria los suicidios de Eddy Chibás, Osvaldo
Dorticós, Haydeé Santamaría, Miguel Ángel Quevedo y Reinaldo Arenas. Luego
recordé que la historia de la isla está también poblada por “suicidas a
medias”, empezando por José Martí.
Es fácil suponer que el suicidio en Cuba está ligado
a las fracturas y las facturas que pasó la Revolución sobre sus hijos, pero si
uno abreva un poco en la historia convulsa de esa nación, se encontrará con
suicidios de todo tipo, que vienen desde antes. Incluso de cuando era colonia
española. Los políticos son los más sonados, pero en el fondo hay toda una
tradición, y no hay cubano que no platique de algún suicidio que presenció, del
que escuchó, que vivió. La que se echó candela, la que se lanzó de un balcón,
el que se colgó de la viga del techo de su casa, el que caminó por la vía del
tren y desoyó el silbato desesperado del abuelo maquinista.
Eduardo Chibás, suicida |
A diferencia de otros países, en la idiosincrasia
cubana hay cierta mística del suicida. ¡Cuántas veces escuché, de la boca
admirada de mi madre, la historia del suicidio de Eddy Chibás! Eduardo Chibás
era el dirigente del Partido Ortodoxo Revolucionario (que en la ortodoxia de su
nombre sugería la incorruptibilidad) y, al menos según el relato, seguro
vencedor de las próximas elecciones presidenciales de 1952. Tenía un programa de
radio. Había acusado a un ministro de corrupción pero, como no pudo mostrar las
pruebas, la prensa se le vino encima. Entonces, en su programa, Chibás dijo que
iba a dar “un aldabonazo en la conciencia del pueblo cubano” y, para demostrar
que él no tenía intereses personales, se pegó un tiro.
Mi madre lo platicaba como si hubiera estado atenta
al programa, escuchando al líder –ponía énfasis en la palabra “aldabonazo”– y
luego se hubiera sorprendido por el sonido del balazo mortal. La verdad es que
en 1951, cuando el suicidio, ella ya vivía en México. De hecho, ni aunque
hubiera estado en Cuba hubiera escuchado el tiro. En su clásico ensayo sobre el
suicidio en Cuba, Guillermo Cabrera Infante nos recuerda que, “irónicamente, ni
el aldabonazo metafórico a la conciencia cubana ni el disparo real ni su caída
ante el micrófono salieron al aire”. El programa duraba 25 minutos, Chibás se
pasó de rollo y se suicidó mientras pasaban los comerciales (el del Café Pilón,
“sabroso hasta el último buchito”, recuerda Cabrera Infante). Si algo hay más
poderoso que la tendencia suicida de los cubanos es su gusto por mover la
singüeso y lanzar catilinarias
.
El suicidio de Chibás fue no sólo una estupidez
personal, sino también política. Propició el golpe de Estado de Fulgencio
Batista: la oposición ya no tenía a su líder natural. Sin embargo, los
ortodoxos lo vieron como un acto supremo de desprendimiento, un gesto romántico
de una isla que se veía a sí misma como cuna de luchadores idealistas
condenados al fracaso.
Esto nos lleva al “suicida a medias” por excelencia,
el prócer José Martí. El escritor organizó la rebelión que culminaría con la
independencia cubana, pero –a diferencia de otros jefes– no tenía experiencia
militar; sin embargo, fue como corderito al cadalso en la primera escaramuza
contra las fuerzas coloniales.
Esta práctica se repite una y otra vez en la
historia de Cuba. La gente que sale a festejar, movida por un rumor insidioso,
el falso derrocamiento del dictador Machado y es masacrada. Los asaltantes al
cuartel Moncada, que van en clara inferioridad numérica y de armas. Los estudiantes
que intentan tomar el Palacio Presidencial de Batista y son ultimados por la
guardia pretoriana. Camilo Cienfuegos quien decide tomar el avión a pesar de
las advertencias de que viene una tormenta. El Ché Guevara, cubanizado ya, que
se lanza a morir a Bolivia. Los miles de balseros que no llegan a la tierra
prometida tras abandonar la isla.
Cada uno es visto como mártir, como descendiente del
apóstol. Son muertes absurdas, se coincide, pero muertes dignas, se considera.
Haydeé Santamaría, suicida |
Al releer el ensayo de Cabrera Infante lo que más
sorprende es la cantidad. Sorprenden los muchos que lo hacen para defender el
honor supuestamente mancillado. Sorprenden los que lo hacen por sentirse
fracasados –Supervielle, antiguo alcalde de La Habana, por no poder cumplir su
promesa de llevar agua para todos; Quevedo, el director de la influyente revista
Bohemia, se culpaba de haber apoyado
la revolución castrista; Santamaría, quien había perdido al hermano y al novio
en el asalto al Moncada, por la depresión de que la Revolución no fue lo que
era–.
Y, más allá del ensayo, sorprende la variedad de los
suicidas: expresidentes, poetas, ministros, comandantes, el capitán del Granma.
La lista es enorme.
A estas alturas debe quedarnos claro que se trata de
una forma de (no) ser, incrustada en una ideología nacional romántica, que
rinde pleitesía a la forma –que puede ser barroca– por encima de la realidad.
Tal vez allí haya radicado el secreto de la
longevidad del comunismo cubano. En la pleitesía romántica a la forma, al
concepto abstracto y bello de la sociedad sin clases enfrentada al poderoso
imperialismo. Todo ello, a pesar de que la realidad demuestra un año sí, y el
otro también, que el sistema no funciona. Que no da el bienestar prometido y
que la felicidad es sólo una consigna. La belleza y la magia del suicidio de a
poquito.