Así como hay infecciones crónicas, virales o bacterianas, que cada
determinado tiempo causan problemas –a veces severos– a las personas, también
hay infecciones crónicas, políticas e ideológicas, que dañan fuertemente las
sociedades.
Vivimos en estos años la recurrencia de una de esas infecciones sociales: el
renacer del fascismo que, con distintos rostros, emponzoña mentes
y corazones, alimenta ambiciones de políticos megalómanos y dificulta la convivencia
humana. Lo acabamos de ver en los hechos de Charlottesville, Estados Unidos.
Hay que tener cuidado cuando se habla de fascismo,
porque de manera facilona se ha dado ese calificativo a todo gobierno
autoritario y de derecha o a toda persona con rasgos intolerantes. Un gorilato,
como los que ha habido en América Latina, África o Asia no es, en sí, fascista:
es simplemente una dictadura o tiranía de unos pocos en contra de sus
pueblos.
El fascismo es, en primer lugar, un movimiento de
masas que busca conquistar el poder, sin importar la vía. Sin organización
partidista que deshaga a los individuos y los convierta en masa al servicio de
la causa, no hay fascismo. La causa, normalmente, empieza por el deseo de
acabar con una sociedad que es considerada decadente, corrupta y mediocre, y
sustituirla por otra, en la que prevalezcan el orden y la jerarquía.
Tras la destrucción del fascismo original, quedaron
huevitos de la serpiente. Pero para romper el cascarón siempre es necesaria la
existencia de un amplio grupo de gente frustrada por los resultados de la
democracia, autovictimizada y dispuesta a la revancha (que es simplemente un
cambio de víctima). Cuando las economías funcionan –es decir, cuando hay
crecimiento y distribución- es prácticamente imposible que ese cascarón se
rompa.
Tampoco se entiende el fascismo sin la necesidad de
exclusión. Siempre es un “ellos” contra “nosotros”. Y “ellos” son todos los que
son diferentes: por raza, por religión, por preferencia sexual y, sobre todo,
por nacionalidad. Todo fascismo tiene como rasgos esenciales el nacionalismo y
la xenofobia.
El “nosotros” de los fascistas por definición es
colectivo y, al mismo tiempo, excluyente y jerárquico. Supone la existencia de
un núcleo inicial –y de iniciados– dispuesto a moverse, y a atraer hacia sí lo
que consideran como parte sana del pueblo. En los fascismos clásicos, ese grupo
inicial estaba compuesto por una mezcla de jóvenes idealistas exaltados,
delincuentes menores proclives a la violencia y políticos arribistas.
Entendido esto, el fascismo es elitista: primero la
jerarquía, luego el pueblo “sano” y afuera los demás. En el discurso siempre
será “el pueblo”, porque las clases sociales quedan difuminadas, y eso es
indispensable para generar lo que sigue, que es el unanimismo.
La unanimidad forzada se da en torno a un líder
carismático, que expresa la voluntad del pueblo (en el entendido de que quienes
no compartan la ideología ya no son pueblo). El pueblo, por supuesto, está
encima de parlamentos y politiquería. Esas construcciones democráticas pueden
ser mandadas al diablo.
Y el líder se convierte en la cómoda vacuna contra
todo pensamiento crítico. Basta con seguirlo, con identificarse con él –que al
fin y al cabo es la representación viva del pueblo– y ya no es necesario pensar
por sí mismo. Al líder se le sigue en todos sus virajes ideológicos, en todos sus
cambios de aliados, en toda su transformación. Quien no lo haga comete el
pecado de pensar. El gesto y la palabra deben usurpar a las ideas y, en esa
zona de confort donde la política real no existe, se pierde el individuo y la
única colectividad posible es alrededor del líder.
El último punto capital para definir el fascismo es
su vulgaridad. Suelen ser hombres vulgares quienes toman los principales
papeles en los movimientos fascistas, y la vulgaridad es necesaria para no
discutir con argumentos –basta una mentada–, para despreciar toda actividad
intelectual y para atacar físicamente al enemigo (al diferente). El fascismo
siempre es corriente.
Con todos estos elementos, debería quedarnos claro
que Estados Unidos es un país en el que hay barruntos de resurrección fascista.
Y los grupos de extrema derecha, envalentonados por la elección de Trump,
buscan crear las condiciones de polarización social para armar un movimiento digno
de ese nombre. Tienen la parafernalia, la vulgaridad, la falta de ideas, el
deseo de revanchismo y –piensan– el humus social para crecer.
Pero por fortuna, en EU hay pesos y contrapesos. Los
hay sociales, los hay históricos y también políticos y constitucionales. A fin
de cuentas, y aunque a muchos no les guste, es una nación de inmigrantes.
Esos pesos y contrapesos llegaron, por un día, a pesar más que las
afinidades de Trump. Se vio obligado a condenar el racismo y a llamar a las
cosas por su nombre. A final de cuentas, la provocación de Charlottesville
resultó en una derrota para el neofascismo americano: el presidente Trump tuvo
que rectificar su postura inicial y desmarcarse de los extremistas de derecha,
a quienes él tal vez considera su base más fiel. Y tuvo que hacerlo ante una
andanada de críticas desde los medios, incluso los más conservadores, y de su
propio partido, que todavía tiene a las urnas como guía, y no quiere
desangrarse. Luego volvió a desdecirse, porque su corazón está con los supremacistas blancos.
Una batalla no es lo mismo que una guerra. Y los
fascistas estadunidenses siguen creyendo que el terreno del rencor y de la
revancha está abonado. La serpiente ya salió de su cascarón, y no será sencillo
exterminarla.
Y en otras partes del mundo, con otros disfraces y
otras máscaras, el fascismo corriente, que –si tomamos en cuenta sus
características– está al alza, seguirá intentando infectar las diferentes sociedades.
Será cuestión de estar atentos e impedirlo.
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