La elección de Donald Trump a la presidencia de
Estados Unidos marca el fin de una era, porque pone en crisis severa a las
democracias liberales. Hay muchos indicios de que estamos ante el advenimiento
de una nueva ola de nacionalismo antidemócratico, a nivel mundial.
Desmenuzando algunos de los datos de las elecciones
del martes, hay varias cosas que quedan claras. Una es que el perfil
sociodemográfico de los votantes de Trump es muy parecido al de los del Brexit, con el agregado de que atraviesa
transversalmente las clases sociales. Otra, que entre los votantes del magnate
republicano, fueron más los que lo hicieron en contra de Hillary Clinton que a
favor de Trump, porque ella representaba el stablishment.
La tercera, que el principal ingrediente entre las razones que dan esos
votantes, es que Trump representaba el
“cambio”.
Se entiende mejor ahora el por qué, durante el
tercer debate de los candidatos, Trump haya insistido tantas veces en la larga experiencia
de gobierno de la secretaria Clinton. Al grupo de la población más informado y
menos inclinado al populismo, el ataque nos parecía tonto y la respuesta
orgullosa de Hillary nos parecía lógica. A muchos electores en EU, la
insistencia de Trump se traducía en algo más simple: “Ella es la representante
de la clase política”. Y sabemos que es mayoritaria la percepción de que la
clase política se aprovecha de la gente común.
Visto eso, ya no extraña tanto que los medios
tradicionales hayan sido otros grandes derrotados en la jornada electoral del
martes negro. Clinton contaba con el apoyo de más de 150 periódicos de su país,
frente a sólo tres de Trump. Diarios que toda la vida habían llamado a votar
por los republicanos, ahora no lo hicieron. Articulistas de toda la gama
ideológica, salvo la ultraderecha, dieron sesudas y ponderadas razones por las
que Trump era inelegible. No convencieron a suficientes personas. No tienen la
influencia que presumen. Son otra parte del stablishment
puesto en jaque.
La elección de Donald Trump no es, desgraciadamente,
un rayo en cielo sereno. Desde hace algunos años el ambiente político de las
naciones ricas está encapotado, con el ascenso de personalidades y de
formaciones políticas de corte populista. Algunas son de izquierda; la mayoría,
de derecha. En otros países menos desarrollados tienen lugar fenómenos
semejantes.
Sería, por lo tanto, ingenuo imaginar que se trata
de una suerte de excepcionalidad estadunidense. Es muy sencillo descartar a los
votantes de Trump como estúpidos, ignorantes y racistas, lo cual puede ser
cierto para la mayoría de ellos, pero no sirve de nada. Se trata de un fenómeno
mundial en marcha.
En el mundo se ha hablado a menudo de la crisis de
los partidos socialdemócratas tradicionales: del laborista británico al PSOE español
o el Pasok griego, pasando por el más importante de todos ellos: el SPD alemán.
Su pecado, no haber podido dar una respuesta satisfactoria a los problemas
actuales del lento crecimiento económico y la creciente desigualdad y exclusión
social.
Ahora parece que es tiempo de hablar de la crisis de
los partidos liberales. Los conservadores británicos, desafiados por el Brexit, son un ejemplo reciente, pero no
el único. La candidatura de Hillary Clinton tuvo el apoyo de prácticamente
todos los liberales del mundo. Y ahora el Partido Demócrata está a la vera de
una discusión de fondo, que puede convertirse en una división, por el empuje
del ala progresista que apoyó a Bernie Sanders en las elecciones primarias
rumbo a la Casa Blanca.
El caso es que ni socialdemócratas ni liberales han
sido capaces de acotar el efecto disruptivo de los mercados del siglo XXI sobre
el tejido social. Ni la “tercera vía”, que pareció funcionar un rato, ni el manejo
ortodoxo de los mercados han servido para mitigarlo. En el camino, se ha
generado una decepción muy amplia hacia la democracia, que ha perdido la
eficacia social que una vez tenía.
Es momento de revisitar a Piketty. La tesis
fundamental del libro es ya bastante conocida: la época de crecimiento
económico socialmente incluyente, que caracterizó al mundo durante buena parte
del siglo XX, es la excepción y no la regla. En el siglo XXI, y particularmente
en las naciones ricas, estamos en una situación en la que el crecimiento del
producto es y será inferior a la tasa de retorno del capital (ganancias,
rentas, intereses, etcétera), lo que se traducirá en un incremento de la parte
que le toca al capital en el pastel distributivo: en más desigualdad, que a su
vez traerá severos desequilibrios sociales y crisis económicas recurrentes,
cuyas salidas pueden ser falsas. En otras palabras, que la desigualdad amenaza
la democracia y que, por lo tanto, es necesaria la intervención pública –sobre
todo fiscal- para disminuir esta desigualdad y preservar las democracias.
Lo peor es que el asunto no es nuevo: la historia se
repite. En términos de crecimiento y distribución del ingreso, vivimos una
etapa más parecida a lo que pasaba hace cien años, que a lo que sucedía hace
50. Somos sociedades muy desiguales y con poca movilidad social. El proceso
secular en el que se crearon poderosas clases medias en distintas naciones está
siendo paulatinamente revertido. No es cosa menor.
Quienes más se han movido hacia las opciones
populistas son quienes han perdido su antiguo estatus y nivel de vida. No son
los más pobres, son los que se perciben como “nuevos pobres”. Reaccionan
favorablemente cuando un demagogo los hace sentirse “el verdadero pueblo” (a
diferencia de los otros, que igual pueden ser los migrantes, los de otra raza o
religión, o los representantes de la clase política tradicional). Ya pasó, con
un costo humano terrible, en el periodo de entreguerras.
Hay que tomarse este proceso en serio, y no pensar
en que hay una oveja con piel de lobo. El que crea que las recetas de siempre
–en lo económico, pero también en lo político- son suficientes para exorcizar
los demonios, estará empedrando el camino del infierno y del fin de las
democracias liberales.