De unos años a la fecha, varias campañas políticas
–algunas de ellas muy exitosas– se han basado en el miedo. En los países
desarrollados se ha traducido, esencialmente, en el miedo a lo diferente, ya
sea por otra religión, otro color de piel, hablar otro idioma o tener otras
preferencias sexuales. En el fondo se trata, en el colmo del individualismo,
del miedo al otro, a quien no es uno y en el deseo, imposible de cumplir, de
una humanidad homogénea.
Resulta por lo menos sintomático que los temas
sociales y de distribución del ingreso, que solían ser el asunto nodal de los
debates políticos en todo el mundo, hayan dejado el centro del escenario a los
temas de seguridad. Pareciera que en la medida en que los primeros no se
resolvieron, la atención pasó a los otros. Ya que se dice que el Estado no
tiene los recursos para asegurar servicios sociales suficientes para una
efectiva igualdad de oportunidades, que al menos se encargue de nuestra
seguridad personal. O que le haga la lucha.
Así, el tema más caro a los grupos conservadores ha
cobrado preeminencia. Siempre hay una posible fuente de inseguridad a la que se
debe combatir. Y siempre hay un combate, con un Enemigo Malo, que se puede
convertir en motivo recurrente de un gobierno: contra el terrorismo, contra las
bandas delincuenciales, contra los migrantes, contra los infieles, contra los
perversos…
El caso es que los resultados nunca son positivos,
incluso cuando son positivos. La insistencia en el tema es tal que la
percepción de inseguridad personal es creciente, sin importar si realmente es
mayor o no. Es el síndrome del mundo malo, el que está afuera, y que nos
presenta la televisión.
Así, de poco sirve que la incidencia delictiva
disminuya, como es el caso de la mayoría de las ciudades de México. La
percepción social sobre inseguridad pública va en aumento, y los datos de la
Encuesta Nacional de Victimización lo atestiguan. Hemos llegado al extremo de
que hay una suerte de nostalgia por la seguridad que había hace medio siglo… cuando
las tasas de criminalidad estaban al doble o al triple (y la mayoría ni
siquiera había nacido entonces).
¿Qué es lo que había diferente hace cincuenta años? Que
la gente no tenía la seguridad como preocupación principal. Que, como el Estado
todavía no tenía su crisis fiscal, no le habían inoculado el virus del miedo. Las
preocupaciones centrales eran educación, salud, empleo, crecimiento económico,
salario. Y democracia, que no había. Había más secuestros, asesinatos y
violaciones que ahora, pero los niños jugaban tranquilamente en la calle.
Poner el tema de la seguridad en el centro no ha
ayudado para que la gente esté más segura. Ha servido para que el Estado haya
arrinconado temas que debían ser torales: los salarios, la seguridad social,
los servicios, la creación de infraestructura, en donde los rezagos se
acumulan.
En tanto, se acumulan también iniciativas y
propuestas de exclusión de los diferentes, o de supuesta autodefensa. Lo vimos
con las marchas “a favor de la familia” y con la malhadada idea de permitir la
portación de armas (con lo difícil que fue la despistolización hace unas
décadas). Ninguna de esas propuestas puede darle al individuo la seguridad
anhelada, precisamente porque no se basan en la solidaridad o en la cohesión
del tejido social, sino en lo contrario: la sensación de que el individuo está
solo y contra todos. Son un espejismo.
Si en México esto es evidente, también lo es en
Estados Unidos. De hecho, ese el elemento principal que –entre proyectiles de
lodo– pudo apreciarse en el segundo debate entre candidatos presidenciales. La
visión de Donald Trump es exactamente la de excluir por razones de raza, de
nacionalidad, de religión y de estilos de vida. Es la del Estado que se retira
de la esfera social y se dedica a combatir ciegamente a quien difiere de la
mayoría, al otro: y hacerlo con furia similar sin importar si se trata de
alguien peligroso o de alguien capaz de enriquecer a la sociedad.
Si hay alguien que puede por antonomasia definirse
como “otro”, alguien ajeno a todos, ese es el refugiado, el que huye de las
guerras y de la hambruna. En el debate de EU, ese otro tenía a Siria como país
de origen. Y son sirios muchos de los refugiados que hoy fluyen por Europa y que
no caben en ningún lado (recordemos que fueron usados, con éxito, por los
demagogos que favorecían al Brexit).
En México están empezando a aparecer esos Otros totales.
Están en Tijuana y Mexicali, provienen de Haití y del África subsahariana; se
agolpan en la frontera tras huir de sus países. No se parecen a nosotros ni
hablan nuestro idioma (como sí hacían los guatemaltecos que huían hace cerca de
cuatro décadas de los kaibiles y que
fueron integrados a la sociedad mexicana). Son una prueba de fuego para la
conciencia nacional, tan alarmada por el maltrato trumpista a nuestros
connacionales.
¿Qué vamos a hacer con ellos? No faltará quien diga,
en la perfecta lógica de poner toda su preocupación en la inseguridad, que
dejarlos aquí será alimentar las bandas criminales. Ni quien piense, a la
europea, que lo conducente será crear un limbo, un campamento de refugiados
para que allí se queden temporalmente (es decir, por muchos años) sin ser
nadie. Y sin duda, tampoco el país está como para dejar que los traficantes de
personas lo usen para sus fines (ya vimos lo que le pasó a Ecuador). Hay que encontrar
una solución humana, solidaria e inteligente, en vez de cerrarnos.