miércoles, abril 13, 2016

Partidos olímpicos de leyenda: Sangre en el Agua



La semifinal olímpica de waterpolo en 1956 fue un partido que se ganó un nombre: “Sangre en el Agua”.  Ha sido, tal vez, el enfrentamiento en juegos de conjunto más recordado en Juegos Olímpicos. Ha sido, sin duda, el match de polo acuático más famoso de todos los tiempos.

El 6 de diciembre, en la alberca de Melbourne se enfrentaban Hungría y la Unión Soviética, buscando el pase a la final. Los húngaros eran los campeones mundiales y los soviéticos, un equipo fortísimo. Pero lo relevante es el contexto político. Apenas un mes antes, en noviembre, los tanques y las tropas soviéticas habían aplastado la revolución democrática húngara, que exigía la desestalinización del país, libertad de expresión y un gobierno encabezado por el reformista comunista Imre Nagy. La sublevación le costó a los húngaros miles de vidas y a Nagy lo acabaron fusilando dos años después.

La Guerra Fría bajaría a la piscina. Los waterpolistas de Hungría vieron el partido contra la URSS como una forma de venganza. No sólo estaban decididos a ganar el partido, también querían provocar a los soviéticos, hacerlos enojar, frustrarlos. Para poner más condimento todavía, a la alberca asistieron cientos de húngaros que se habían refugiado en Australia, muchos de los cuales, además, venían excitados del box, donde había triunfado su compatriota Laszlo Papp.

Ya se sabe que el waterpolo es un deporte en el que hay mucha violencia subacuática. Jalones, patadas y codazos están en la orden del día de cualquier partido, y el réferi sencillamente no puede verlos todos. El Hungría-URSS sería particularmente violento, y también lo fue verbalmente, porque a los húngaros les hacían aprender ruso en la escuela.

La batalla campal que empezó debajo del agua pronto se convirtió en una guerra de codazos, golpes y silbatazos arbitrales. Los húngaros eran mejores tanto en el juego como en los catorrazos. Pronto su estrella, Ervin Zádor, anotó dos goles, en medio de los gritos y las porras de la multitud. A lo largo del juego hubo cinco expulsados. Hungría anotó otros dos goles, y sus jugadores seguían provocando y enojando a los soviéticos. Cuando faltaba un minuto para el final, Vladimir Prokopov, exasperado, propinó un golpe tremendo a Zádor. “Vi como cuatro mil estrellas, me toqué la cara y sentí la sangre caliente que manaba. Me dije: ‘¡Dios mío, no voy a poder jugar la final!’”.

Cuando Zádor salió ensangrentado del agua, el público enfurecido bajó de las gradas y rodeó la piscina, amenazando a los waterpolistas soviéticos. El árbitro, de manera inteligente, dio por terminado el juego y se logró calmar a la multitud.

Al día siguiente, con su estrella imposibilitada de jugar debido a los hematomas alrededor de su ojo, Hungría venció a Yugoslavia 2-1 y se llevó el oro olímpico.

Lo siguiente entre los jugadores fue decidir si regresaban a Hungría. Se dividieron. Zádor y otros dos pidieron refugio. El goleador terminó viviendo en Estados Unidos, donde entrenó nada menos que a Mark Spitz.

En el 2006, que era el 50 aniversario de esa gesta, se filmó un documental sobre el tema. Allí se reunieron casi todos los sobrevivientes húngaros y algunos soviéticos. Estos últimos comentaron que ellos no entendían que se mezclaran política y deporte. El momento cumbre del filme es cuando se unen los antiguos rivales, ahora ancianos, entran a una de esas maravillosas albercas termales bajo techo que hay en Budapest, y se ponen a pelotear.

“Yo no sabía qué pensar”, dijo Zádor después de ver a los adversarios de hace medio siglo, “pero apenas los vi, nos reconocimos en el deporte”. Y todos se abrazaron.


jueves, abril 07, 2016

Los sueños de los estadios laberínticos (Biopics)



Cuando vivía yo en Italia con mis hijos y Patricia, mi esposa de entonces, tuve un sueño, que titulé al escribirlo como “El estadio laberíntico”. 

Tenía yo que conseguir lugares para todos en un estadio de beisbol absurdo –pero basado en el Parque del Seguro Social-, en el que era imposible (pero teóricamente posible) ver el campo de juego. Un estadio en el que la gente se sentaba en las escaleras viendo hacia afuera, en el que al subir al segundo piso te encontrabas con galerías, por el que pasaban trajineras en el jardín derecho.
En aquel primer sueño no conseguía yo esos lugares. Pronto lo interpreté como resultado de que no habíamos logrado establecernos en Italia: no teníamos lugar. También me percaté de que en el sueño yo era quien hacía toda la búsqueda, y Patricia no me ayudaba para nada.

De regreso a México, para mi sorpresa, continuaron los sueños de los estadios laberínticos. La mayor parte de las veces eran contrahechuras del Parque del Seguro Social, de tan gratos recuerdos. En otras ocasiones eran de futbol: versiones del Estadio Azteca (con palcos que sólo dejan ver media cancha o butacas que están tan lejos que sólo puedes ver las butacas de enfrente) o del Olímpico Universitario (a veces, lo complicado era entrar al estadio: para llegar había que dar un rodeo que te llevaba a la Facultad de Filosofía y Letras, te metías por la puerta de vestidores y nunca podías salir siquiera a la altura de la cancha; en otra ocasión, había lugar en el estadio, pero el partido se disputaba en el Estadio de Prácticas, que en el sueño era aledaño; en otro sueño más, toda la gente del estadio estaba parada y moviéndose, tratando de encontrar un sitio en que se viera bien el juego).
¿Qué quería decir eso? De nuevo, que no encontraba yo mi lugar, que no tenía el asiento que quería en el juego de la vida, que –de hecho- no tenía asiento alguno, digno de ese nombre.

Tuvieron que pasar varios años para que yo dejara de soñar en estadios laberínticos. Entonces surgió otro, el Estadio Onírico. Es un parque de beisbol en una Ciudad de México inexistente –pero que, de manera tentativa, se encuentra en una suerte de Colonia Narvarte, como el del Seguro Social-. En los sueños, no tengo la intención de ir al beis. Simplemente, el parque de pelota se me presenta ahí, a la mitad del camino, como una tentación irresistible. Voy, compro los boletos –a veces eso es un lío- y entro, ya sea solo o con Taide, mi esposa. Me ha tocado estar detrás de home, en el segundo piso del jardín derecho y a un lado del dugout de tercera base. Los juegos suelen ser emocionantes e incluso me he llegado a quedar con una bola proveniente de un fuerte batazo de foul.
Evidentemente, el Estadio Onírico es la respuesta victoriosa a los estadios laberínticos.