La semifinal olímpica de waterpolo en 1956 fue un
partido que se ganó un nombre: “Sangre en el Agua”. Ha sido, tal vez, el enfrentamiento en juegos
de conjunto más recordado en Juegos Olímpicos. Ha sido, sin duda, el match de
polo acuático más famoso de todos los tiempos.
El 6 de diciembre, en la alberca de Melbourne se
enfrentaban Hungría y la Unión Soviética, buscando el pase a la final. Los
húngaros eran los campeones mundiales y los soviéticos, un equipo fortísimo.
Pero lo relevante es el contexto político. Apenas un mes antes, en noviembre,
los tanques y las tropas soviéticas habían aplastado la revolución democrática
húngara, que exigía la desestalinización del país, libertad de expresión y un
gobierno encabezado por el reformista comunista Imre Nagy. La sublevación le
costó a los húngaros miles de vidas y a Nagy lo acabaron fusilando dos años
después.
La Guerra Fría bajaría a la piscina. Los
waterpolistas de Hungría vieron el partido contra la URSS como una forma de
venganza. No sólo estaban decididos a ganar el partido, también querían
provocar a los soviéticos, hacerlos enojar, frustrarlos. Para poner más
condimento todavía, a la alberca asistieron cientos de húngaros que se habían
refugiado en Australia, muchos de los cuales, además, venían excitados del box,
donde había triunfado su compatriota Laszlo Papp.
Ya se sabe que el waterpolo es un deporte en el que
hay mucha violencia subacuática. Jalones, patadas y codazos están en la orden
del día de cualquier partido, y el réferi sencillamente no puede verlos todos.
El Hungría-URSS sería particularmente violento, y también lo fue verbalmente,
porque a los húngaros les hacían aprender ruso en la escuela.
La batalla campal que empezó debajo del agua pronto
se convirtió en una guerra de codazos, golpes y silbatazos arbitrales. Los
húngaros eran mejores tanto en el juego como en los catorrazos. Pronto su
estrella, Ervin Zádor, anotó dos goles, en medio de los gritos y las porras de
la multitud. A lo largo del juego hubo cinco expulsados. Hungría anotó otros
dos goles, y sus jugadores seguían provocando y enojando a los soviéticos.
Cuando faltaba un minuto para el final, Vladimir Prokopov, exasperado, propinó
un golpe tremendo a Zádor. “Vi como cuatro mil estrellas, me toqué la cara y
sentí la sangre caliente que manaba. Me dije: ‘¡Dios mío, no voy a poder jugar
la final!’”.
Cuando Zádor salió ensangrentado del agua, el
público enfurecido bajó de las gradas y rodeó la piscina, amenazando a los waterpolistas
soviéticos. El árbitro, de manera inteligente, dio por terminado el juego y se
logró calmar a la multitud.
Al día siguiente, con su estrella imposibilitada de jugar
debido a los hematomas alrededor de su ojo, Hungría venció a Yugoslavia 2-1 y
se llevó el oro olímpico.
Lo siguiente
entre los jugadores fue decidir si regresaban a Hungría. Se dividieron. Zádor y
otros dos pidieron refugio. El goleador terminó viviendo en Estados Unidos,
donde entrenó nada menos que a Mark Spitz.
En el 2006, que era el 50 aniversario de esa gesta,
se filmó un documental sobre el tema. Allí se reunieron casi todos los
sobrevivientes húngaros y algunos soviéticos. Estos últimos comentaron que
ellos no entendían que se mezclaran política y deporte. El momento cumbre del
filme es cuando se unen los antiguos rivales, ahora ancianos, entran a una de
esas maravillosas albercas termales bajo techo que hay en Budapest, y se ponen
a pelotear.
“Yo no sabía qué pensar”, dijo Zádor después de ver
a los adversarios de hace medio siglo, “pero apenas los vi, nos reconocimos en
el deporte”. Y todos se abrazaron.