Mientras leía Alegato por la
Deliberación Pública, de Raúl Trejo Delarbre, me percaté de que el primer
libro sobre medios que publicó este investigador, titulado La Prensa Marginal, cumple 40 años. Durante estas cuatro décadas, Raúl
ha publicado una gran variedad de títulos, que abordan todo tipo de problemas
relacionados con el tema de la comunicación. Nada ha pasado desapercibido bajo
esa lupa inteligente: ni las redes de Televisa y otras cadenas, ni el análisis
de las agencias de noticias, de la legislación pertinente, de los medios
públicos o el internet. En mi biblioteca ya existe un “Estante Raúl Trejo
Delarbre”, que tiene la característica positiva de ser uno de los pocos en el
que todos los ejemplares han sido leídos.
Felizmente, Alegato por la Deliberación
Pública es uno de los libros más
completos y redondos de Trejo, porque aborda un tema central –el de la
involución de la discusión de fondo en los medios- desde muy diferentes ángulos
y, al hacerlo, abreva de la enorme experiencia –y, por qué no decirlo,
erudición- acumulada a lo largo de estas décadas.
Se trata de un libro entretenido, a pesar del tema (y eso hay que
agradecérselo a la pluma ágil de Raúl), con algunas partes provocadoras, pero
sobre todo es un libro que te hace reflexionar constantemente. Que te hace
ponerlo por unos segundos de lado y considerar las muchas aristas ligadas al
asunto. Que te obliga a seguir pensando en los temas después de haber
terminado. En ese último sentido, es de obligatoria lectura para los
comunicólogos, para quienes practicamos el periodismo, para los políticos y
para todo ciudadano atento y preocupado por la calidad de nuestra democracia.
Durante la lectura, estuvo siempre en mi mente la formulación ya clásica
de Régis Debray (El Estado Seductor,
1993) sobre el cambio de cosmovisión: el paso de la grafosfera a la
videoesfera, que le ha tocado vivir a mi generación.
Es el paso del ciudadano al telespectador, de la nación al mercado, del
estrado a la pantalla, del discurso para convencer a la emisión para seducir, de
la visión pedagógica a la publicitaria (del maestro a la star), de la opinión temida (los editorialistas) a la opinión
medida (las encuestas), de las instituciones a las empresas. De lo político a
lo infrapolítico.
Sobre esto, entre otras cosas, versa el libro de Trejo. Pero versa, sobre
todo, acerca de la contaminación inevitable que ha tenido la videoesfera sobre
los medios tradicionales de la grafosfera, y no hay nada más típico de ésta que
los diarios impresos.
Habría que preguntarse cómo y por qué pasamos –uso las palabras del autor-
de la “persuasión deliberada” al “golpe escenográfico”, del debate a la
retórica, cómo y por qué la discusión pública dejó la búsqueda de la verdad
para centrarse en la de la notoriedad, cómo es que los analistas se
convirtieron en opinators. Me
gustaría también preguntarle a Raúl, quien afirma en el libro que “desde hace
décadas venimos padeciendo una lamentable declinación del debate público”,
cuándo fue la Edad de Oro del debate político en México. Tengo mi hipótesis,
pero quisiera escuchar su opinión.(Coincidimos en que fue de finales da los años setenta a principios de los noventa).
Evidentemente, todo el asunto tiene que ver con cambios sociales y
tecnológicos. Trejo apunta un elemento interesante: la aparición del
“intelectual mediático”, cuya aparición cotidiana en los medios termina por
condicionar su visión y hasta sus opiniones, y que acaba proponiendo una suerte
de fast food cultural, en la que lo
que importa son los sound bites, un
par de ideas-fuerza, las emociones y la urgencia.
No es casual, en esas circunstancias, que en la era de los opinators, lo común sea la opinión
polarizada, la división maniquea entre buenos y malos (o cosas buenas o cosas
malas), los “juicios instantáneos”, y no una reflexión de fondo, como pide
Trejo, en una especie de Elogio por el Justo Medio. El Justo Medio ha sido
desterrado. No tiene rating.
Encontramos aquí otro de los temas centrales del cambio, que a mi juicio
ameritaba más espacio. La búsqueda de audiencias masivas, ligada a las
necesidades comerciales de los medios, ha servido, y en mucho, para aplastar la
información contextualizada y para achatar el debate.
Quien ha analizado los ratings
de la televisión mexicana a menudo tiene ganas de pegarse un tiro al ver que lo
más chabacano, lo más vulgar, lo de peor estofa, suele ser lo que tiene más
público. ¡Sí, que pase el desgraciado!
Alguien dirá: “Pues sí, la televisión abierta llega a hogares con poca o
nula escolaridad”. Pero si vemos cuáles suelen ser las notas más leídas de los
periódicos, encontraremos una vocación similar: la nota roja, el escándalo de
corrupción, la revelación espectacular, la opinión estridente tienden a generar
muchos más lectores que un análisis sosegado y a fondo.
Ha sido la lógica estrictamente comercial la que ha llevado a los medios a
la búsqueda de la espectacularidad por encima de su labor noticiosa. La que ha
aprovechado que el público tiene menos cultura de la que presume para reducir
el espacio de la reflexión, e incluso el de las notas informativas y aumentar
el de las imágenes y los diseños llamativos.
Si esta onda era notable desde mediados de los años noventa, en este
siglo, con la aparición de internet, se ha convertido en un tsunami. Y, en la
desesperada búsqueda comercial, ha aparecido un nuevo dios: Google. Para tener
más lectores, además de suscribirse a todas las ventanas de esta empresa, los
medios tienen que trabajar sobre palabras clave, metatags y demás. Hay que subir el video del supuesto novio de
Ronaldo, el del empleado de +Kota cacheteando al perrito, el del narcobloqueo o
te ganan el mandado. Y no ha faltado el articulista que busca ansiosamente un
título jalador para su columna, pensando en ganar con ello, a través del dios
Google, unos cuantos lectores más.
Esto nos lleva, necesariamente, a uno de los temas que más acuciosamente
ha analizado Raúl Trejo, y que aparece en diversas partes del libro: la
compleja relación entre los medios y el poder político, expresada sobre todo a
través de la publicidad oficial.
En un mundo ideal, no habría publicidad oficial. No habría, por lo tanto,
esa presión o esa connivencia entre los medios y el poder político, que Trejo
analiza a detalle.
En un mundo ideal, la publicidad comercial llegaría a partir de la calidad
del producto, suficiente para conseguir un número importante de consumidores y
de formadores de opinión. El caso es que la publicidad comercial llega sobre
todo a través de centrales de medios que, si no se mueven de acuerdo con
mediciones discutibles, lo hacen de acuerdo con prejuicios. Y su resultado neto
es premiar la espectacularidad por encima de la noticia relevante y del
análisis contextualizado. Si sólo dejáramos al mercado y sus férreas leyes la
decisión sobre la vida de los medios, habría mucho menos pluralidad.
En un mundo ideal, habría espacio para que la propuesta desarrollada por Trejo –junto con Miguel Ángel Granados Chapa, hace tres décadas- de medios sin fines de lucro, cuya prioridad fueran exclusivamente los lectores, fuera una realidad.
Pero vivimos en un mundo mercantilizado. Y el principal peligro para la
prensa, a mi entender, es el achatamiento, la simplificación, la vulgarización,
realizados en pos de cantidades de lectores más que de calidades (o de una
combinación razonable de ambas).
Paso, finalmente, a la parte del libro en la que Trejo analiza uno de los
grandes temas políticos del México contemporáneo: la relación entre la clase
política y los medios electrónicos masivos. Lo hace con atingencia y precisión.
En las últimas décadas pasamos de una situación en la que los grandes
medios, encabezados por Televisa, eran “soldados del Presidente”, a otra en la
que la clase política se volvió esclava del rating
y, por lo tanto, de las empresas que lo vendían, a la actual, en la que la
clase política se deshizo –a través de la reforma de 2007- de uno de los
grilletes que la ataban, pero no dejó las ataduras de su cosmovisión de
videosfera: prefirió los spots banalizadoresy repetitivos a la discusión de
programas y proyectos. Con ello, contribuye a crear una atmósfera tan
polarizada como simplona, al abatimiento del debate, a la verticalización de la
información política. A la indolencia y a la consolidación de la democracia
pitera, como califican los jóvenes a la de hoy, y no la consolidación de un
sistema democrático pleno.
Dejaron de ser rehenes de las televisoras, pero –en una suerte de Síndrome
de Estocolmo- prefirieron seguir siendo “rehenes del marketing”. Siguen
creyendo en esos alquimistas del siglo XXI que, al final del juego, cobran por
vender carbón como si fuera oro, o tres palitos como si fueran las astillas de
la cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
En fin, estas son sólo algunas de las muchas inquietudes que deja la
lectura de Alegato por la Deliberación
Pública, un libro útil, un libro que alega por una democracia de
ciudadanos.
(Esta es la versión completa de mi participación en la presentación del libro de Trejo, el 9 de julio de 2015).
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