Mi
aversión a la burocracia es tal que he procastinado muchas semanas con esta
entrega de los biopics, nada más para
no recordar la de trámites que tuve que pasar en aquella instancia en Italia.
Quien
crea que la burocracia mexicana es infernal, no ha vivido en Italia. Una vez me
tocó estar haciendo un trámite y, en la mesa de junto, un hombre gritaba
desesperado: “¡Estoy vivo! ¿Qué no me ve?”. Le habían pedido un “certificado de
existencia en vida”.
Ya algo
más había yo sufrido con los retrasos de la entrega de la beca, y sus
repercusiones en el banco, que he relatado con anterioridad.
En el
caso que nos ocupa, todo empezó con la compra del auto, y la necesidad del
seguro, que a su vez implicaba la necesidad de un certificado de residencia. En
tanto, me habían entregado un papelito provisional, que no sé qué tanto
protegía al coche y sus ocupantes.
De entrada,
había hecho yo el trámite mío y de mi familia en la Questura, que es más bien de carácter policial: que ellos sepan que
tú vives en esa ciudad y que lo haces legalmente. Esa vez estuvo bien, aunque
había mucha más gente que en los años setenta –eran las primeras olas de
migración hacia Europa-, porque, como traíamos a un niño chico y a un bebé, nos
hicieron pasar primero.
Con el
papel de la Questura, pude ir al Anagrafe (es decir, al registro civil) y
declarar, en papel timbrado, mis ingresos anuales. Eso serviría para establecer
la cuota a pagar en el jardín de niños, en el que Rayo llevaba ya varias
semanas (resultó ser la más baja: como preguntaría Raymundo al año siguiente: “¿En
Italia éramos pobres, verdad papá?”), y para la solicitud de residencia.
Lo que
estuvo fácil fue inscribirme para pagar impuestos. Lo hice por la tenencia del bendito
auto, que variaba si era a gasolina o a gas, si tenía dos o cuatro puertas, si
tenía o no aire acondicionado, si tenía radio o no. Lo que nunca se me ocurrió
pagar fue la tenencia de la televisión (había dos tarifas, según si la tele era
a color o blanco y negro: si pagabas la tarifa en blanco y negro, te visitaba
la Guardia delle Finanze y resultaba
que tu TV era a color, te la secuestraban:
ponían sobre el aparato un saco de lona que amarraban con un candado y las
multas por romper ese sello eran estratosféricas).
Tras la
solicitud de residencia, llegaron unos vigili
urbani a verificar que vivíamos donde decíamos, Patricia les dijo que sí y que
ahí vivíamos y zas, que no nos dan la residencia, porque la planta baja de la
casa no tenía “certificado de habitabilidad”.
Las
opciones, entonces, eran: o remodelábamos la planta baja para dotarla de otra
ventana y hacíamos el trámite para que toda la casa tuviera certificado, o buscábamos
una nueva visita, lo que no era sencillo.
Uno de los profesores de la Facultad, que había sido maestro mío una década atrás, Paolo Bosi, era asesor de la ciudad y amigo del jefe del registro civil. Hablaría con él, diciendo que había sido una confusión “porque la esposa del dottore Báez no habla italiano” y que en realidad vivíamos en la parte de arriba, que obviamente sí tenía el famoso certificato d’abitabilità. La cita se pospuso una semana, porque el funcionario se había ido de semana blanca a esquiar, pero Bosi y el bueno de Paolo Silvestri habían logrado hablar con él.
El día
que sabíamos que vendrían los vigili
urbani, disfrazamos nuestra vivienda de oficina, subimos ropa y juguetes a
dos recámaras de la casa de los señores Bernardi y todo mundo participó en la
comedia. Un par de semanas después teníamos la anhelada residencia en Italia, y
nos darían el papel del seguro del auto…sólo que, como nos habíamos tardado más
de tres meses en el trámite, tuve que pagar una multa por el retraso.