jueves, febrero 26, 2015

Construir el México que merecemos



Los pocos segundos que pasaron entre que el actor Sean Penn abrió el sobre que contenía el nombre del filme que se hizo acreedor al Óscar por la mejor película y el fin de la transmisión, han generado un ruido enorme en el país. Tal vez sirvan para mejorar la discusión interna. Ojalá.

Primero, la broma de Penn. “¿Quién le dio la tarjeta de residencia a este hijo de la chingada?”, sería la traducción más mexicana de sus palabras. Increíblemente, la frase sacó de sus casillas a muchas personas en las redes sociales, y a más de un importante “líder de opinión”.

Esa reacción algo que debería preocuparnos como colectivo. Me recordó la vez que mi amigo, el cantautor cubano Virulo, estaba hace décadas en una reunión de artistas socialistas, se le acercó un norcoreano y le preguntó a qué se dedicaba. Virulo respondió que al humor. El norcoreano, muy serio, le respondió: “-Nosotros ya hemos superado esa etapa”.

Hubo quienes tomaron literalmente las palabras de Sean Penn. Hay que ser obtusos para no entender la ironía, que es una figura literaria que da a entender lo contrario de lo que se dice. El golpe estaba dirigido a los racistas que se oponen a la apertura migratoria de Obama y, para darse cuenta, no es necesario saber que González Iñárritu y Penn son cuates, o que el conocido actor es una conocida figura del liberalismo hollywoodense más activo.

Quiero suponer –es más, lo sé de cierto- que la gran mayoría de los mexicanos entiende perfectamente lo que es una ironía. Lo relevante es que a muchísimos se les nubló la inteligencia en ese momento, porque se tocó un tema sobre México y los mexicanos, y empezaron a llover golpes de pecho al canto del “masiosare”

Ese es mi punto. Tenemos la piel demasiado delgada y, aunque a veces entre nosotros nos destrocemos con ferocidad, no queremos que desde afuera se nos toque ni con el pétalo de una rosa. Con esa impermeabilidad no se puede ir a ningún lado.

Como si se quisiera comprobar esta tesis, la reacción desmedida de la Secretaría de Relaciones Exteriores hacia una carta personal del papa Francisco que trascendió a los medios, en la que el pontífice llama a “evitar la mexicanización” de Argentina por el tema de la droga y la violencia, demuestra que solemos comportarnos ante el extranjero como jarritos de Tlaquepaque.

Después, el discurso de González Iñárritu. En un momento dijo: “Ruego que los mexicanos podamos tener y construir el gobierno que nos merecemos”. Eso bastó para que se soltara el alboroto, de todos colores y sabores.

Hay una implicación relativamente clara: no tenemos el gobierno que nos merecemos. Quién sabe si sea cierta, dado que fuimos los mexicanos quienes lo elegimos democráticamente, en sus distintos niveles. Pero se puede convenir en que nos mereceríamos mejores gobiernos. Y creo que hasta los gobernantes estarán de acuerdo con ello.

El ganador del Óscar fue, en realidad, cuidadoso en su lenguaje y políticamente correcto. No le dio alas a los empecinados con el número 43 ni tiró un golpe al plexo solar de ningún político. Fue lo suficientemente sensato como para ayudar a generar un debate útil para el país.

Para mí, la palabra clave de esa parte del discurso de González Iñárritu es “construir”. Y que expresa la acción de construir como recurso colectivo. No se trata de cambiar por el cambio en sí. No se trata de destruir para –supuestamente- después reconstruir. No se trata de que nos pongan un gobierno presumiblemente mejor. Se trata de construir.

¿Y cómo es que los ciudadanos de un país construyen un mejor gobierno? A través de la política, no hay de otra. De la política democrática y la acción concertada, que de ninguna manera se agotan a la hora de depositar el voto. El voto no es delegación de responsabilidades, aunque así les guste manejarlo a muchos partidos políticos; es sólo una parte de un proceso más amplio y que abarca mucho más.

¿Cómo se construye un mejor gobierno? Fortaleciendo nuestra cultura cívica para hacer más llevadera la convivencia social. Pero también vigilando a las autoridades, diciéndoles sus verdades para que mejoren, exigiendo nuestros derechos y cumpliendo nuestras obligaciones. Se construye con propuestas. Y se construye con actitudes verdaderamente tolerantes, lejanas del “ellos contra nosotros”.

El drama nacional es que muchos actores sociales no son capaces de superar la idea excluyente. “Ellos contra nosotros” es exactamente lo contrario a lo que significa política: es mera confrontación. Y con base en esa lógica maniquea varios han hecho su particular interpretación de las palabras del González Iñárritu.
Si sumamos esa actitud prevalente a la solemnidad y la falta de humor, volvemos al inicio: tal vez sí tenemos el gobierno que merecemos. Podríamos construir algo mejor, pero con política incluyente, partidos y ciudadanos

Finalmente, la segunda parte del discurso del cineasta: su llamado a que los migrantes mexicanos sean tratados “con la misma dignidad y respeto que los anteriores que vinieron y construyeron esta increíble nación de inmigrantes”, ha sido la que más chispas ha sacado del otro lado de la frontera.

En particular han reaccionado con dureza quienes precisamente no quieren construir (de nuevo ese verbo clave) y piensan en el “ellos contra nosotros”: el ala derecha del partido republicano, que siempre busca sacar raja del racismo y la xenofobia.

De los tres momentos, me parece que ese último es el que terminará por ser el más perdurable del discurso. Porque habla de un Mexican moment distinto: el que se da dentro de las fronteras de Estados Unidos. A diferencia del otro, que se desinfló muy pronto, el Mexican moment de allende el Bravo está destinado a durar muchos años.

miércoles, febrero 04, 2015

Biopics: Distintos tipos de frío



El invierno de 1986-87 fue particularmente crudo en el norte de Italia. En Módena, la primera nevada fue el 12 de diciembre y la última, el 16 de marzo. Todavía había nieve en Semana Santa.

Llegamos del fin de año en España apenas a tiempo para salvarnos de una nevada de tres días, que puso muy contento a Raymundo, porque por fin podría salir a jugar con una buena cantidad de nieve. Lo llevé a dar una vuelta al parque que está en Viale dei Caduti in Guerra y allí se encontró a un niño un poco más grande que él. La reacción de ambos fue inmediata: hacer bolas de nieve y lanzárselas mutuamente, entre risas. No recuerdo que hayan cruzado una sola palabra, pero es evidente que en esos momentos eran felices.

Quien sufría bastante con la nieve en el patio era el perro Black, que no se podía acomodar en su casita: Alguna vez le dimos asilo en nuestro departamento improvisado, acompañado de una cazuela de arroz con frijoles, que devoraba. Eso permitió que el perrazo –que tenía dos demandas legales por atacar gente- se hiciera muy amigo de los niños. Hay una escena que recuerdo muy bien. En el patio, Black tiene un hueso que mordisquea alegremente, llega Camilo y se lo quita de la boca, el perro se deja y se pone a lamer el hueso, delicadamente, ante la mirada sorprendida de don Nino.

Cuando la nieve se convertía en hielo, caminar por las calles se volvía complicado. Una mañana de domingo fui por el periódico y un café. Me caí dos veces de ida, y otra de regreso con el café en la mano, derramándolo. Tuve que regresar al bar y tomármelo ahí, no fuera a haber otro accidente.

Aprendí a manejar con nieve, que no es tan difícil, si uno va a velocidad prudente y aplica los frenos con la fuerza indicada. Una vez fuimos, con Claudio, a dar un rol por la montaña y dejé el auto en la cuneta de la carretera vecinal. Al regreso de nuestra caminata, la nieve alrededor del auto se había derretido y convertido en un lodazal que impedía arrancar el coche.
 -Vamos a buscar un campesino que nos ayude –dijo Claudio, y recalamos en la primera casa.
 Yo esperaba que el hombre sacara un tractor para jalar el auto. Pero no. Sacó un BMW. Cosas del primer mundo

 El 31 de enero, día de San Gemignano, santo patrón de Módena, fuimos a la feria que se instalaba en el Centro Histórico. Más que otra cosa, se vendía comida típica de Emilia-Romagna, muy rica y a buen precio. A Patricia se le ocurrió ir con unas botas normales de ciudad mexicana, sin percatarse de que eran protección insuficiente para caminar sobre baldosas congeladas. Al regreso me dijo que no sentía los dedos de los pies. Efectivamente varios de ellos estaban azulados. De inmediato se metió a una ducha calientísima.

Las cascadas congeladas
Un sábado, Paolo y Anna nos invitaron a la montaña a ver las cascadas congeladas que se formaban en los arroyos de los Apeninos. Patricia prefirió quedarse a descansar, así que fuimos los niños y yo, la pareja amiga y el perro Black (que Paolo, en su pésimo pero esforzado inglés, llamaba Bleck).

El pastor alemán correteaba feliz en la nieve, y nosotros caminamos por el dique que contenía un canal de riego, antes de emprender una breve escalada, hecha dificultosa por la nieve que nos alcanzaba a media pantorrilla. Yo, toda la subida iba cargando a Camilo en la cangurera. El pequeño abría los ojotes, impresionado por lo que veía, y a cada paso pesaba más. Rayo, en tanto, correteaba con tanta alegría como Black.  

Finalmente llegamos a la zona de las cascadas congeladas, todas pequeñas, menores a dos metros, distantes una veintena de pasos una de la otra. Para uno que es relativamente tropical resulta maravilloso, casi mágico, ver el agua detenida en su caída: el flujo convertido en estatua natural efímera. Sé que a Raymundo lo impresionó porque es de lo poco que recuerda de aquel año.

De regreso –es decir, de bajada- que se rompe la cangurera con la que cargaba a Camilito. Paolo se compadeció de mí, que estaba exhausto, y lo llevó en hombros hasta regresar a donde habíamos estacionado nuestro vehículo.

Otros fríos
Yo había insistido en buscar departamento –aferrado a la cada vez más dudosa, debido a la reticencia de Patricia de buscar un trabajo, posibilidad de que nos quedáramos más allá del año en Italia- y Anna supo de una señora, de nombre Ombretta, que rentaba uno en Modena Est, cerca de donde había vivido yo en mis tiempos de estudiante.

Hice la cita con la señora un día de nevada (mismo en que me dí cuenta que la chamarra que me traje desde México no era la más calientita). Vimos el departamento, que rentaríamos por seis meses, en principio. Estaba bien, pero pronto advertí que la mujer quería aprovecharse de nuestra condición de extranjeros cuando puso condiciones leoninas, tras enterarse de que había dos niños, y no uno, en la familia. Concluí que era una racista y no acepté.

De regreso, platiqué con don Nino, el papá de Anna, para convenir en que nos quedaríamos allí hasta el verano. El hombre, que era un caballero y se había encariñado con mis hijos, quedó muy complacido.