Pasamos
la nochebuena de 1986 en la casita modenesa; a la mañana, Santa le trajo su
Voltron al Rayo, pero Camilo fue el que se rayó, con un triciclo. En navidad,
comimos con Claudio Francia, su mujer, hijo, padres, hermanos, cuñadas y
sobrinos, al típico estilo modenés: hartas carnes frías. De ahí recuerdo una
conversación que hablaba de los cambios en los tiempos: un hermano se había
convertido en empresario y ponderaba acerca de cómo el sindicato había
contribuido a la robotización de su pequeña fábrica productora de bienes de
capital. La paradoja era que seguía diciéndose comunista y seguía afiliado al
partido, como toda la familia. La noche del 25 cenamos en casa de nuestros
anfitriones, don Nino y doña Iris, así como con Paolo y Anna. Siempre fueron
extraordinarias las fresas con balsámico de esa casa.
A la
mañana siguiente iniciamos nuestra ruta hacia Madrid, donde habíamos quedado de
pasar el año nuevo con Fallo, Maca y su familia.
Nos
enfilamos, en un día helado y seco, por la Autostrada del Sole.y de ahí nos
desviamos a Génova. Cruzar por fuera esa ciudad significa pasar de un túnel a
un puente que atraviesa un acantilado entre vientos muy fuertes, para entrar de
inmediato a otro túnel y a otro puente. Precisamente ahí, al pequeño Camilito
se le ocurrió vomitar. No había cunetas, la carretera era peligrosa, no se
podían abrir las ventanillas por el frío y porque, en los puentes, el viento
movía más al coche. Había que aguantarse. Otro túnel, otro puente, otro túnel,
otro puente, otro túnel… hasta que después de un tiempo que pareció eterno
llegamos a donde había un pequeño restaurante al lado de la carretera. Ahí
pudimos limpiar niño y auto, y tomar un poco de aire fresco. Pero la tensión
había sido tal que también volvimos a fumar.
El
cruce de la frontera francesa estuvo un poco extraño para mí. Los guardias
vieron un auto con placas italianas con una familia adentro y no se preocuparon
en pedirnos papeles: la Unión Europea avant
la lettre. Llegamos hasta Niza, donde nos atrapó un espectacular tráfico
vespertino.
Al día
siguiente, dimos una vuelta por la ciudad, especialmente a lo largo del famoso Promenade des Anglais. En una farmacia
nos topamos con una fea sorpresa: el billete de mil francos que Patricia había
cambiado en México estaba descontinuado: había habido una reforma monetaria
muchos años atrás y le habían quitado dos ceros a la moneda. Imaginé que algún
aficionado francés mundialista se transó a la casa de cambio en México y ésta,
a su vez, lo hizo con nosotros.
Caminábamos
por una de las callejuelas turísticas que están detrás del malecón cuando nos
quedamos viendo los mariscos de un restaurante que se veía lujosón. Salió un
mesero y, raudo y convencido de que íbamos a comer allí, tomó la carreola de
Camilo y la subió al segundo piso del local. Fue una comida memorable, por lo
rica: la combinación de la cocina italiana con la francesa mediterránea. Los
niños, dado que se trataba de un lugar elegantioso, se comportaron como dos
caballeritos… medievales: dejaron la mesa hecha un asco.
Tras
una tarde y noche de más recorrido turístico por Niza, al día siguiente salimos
rumbo a España. Nuestra siguiente parada sería Barcelona.
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