A lo largo del último mes, he publicado cuatro artículos sobre la tragedia de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa muertos y desaparecidos por las autoridades de Iguala, vinculadas al crimen organizado, y la crisis política que ha seguido y, presumiblemente, seguirá por un tiempo. En ellos, creo, se puede ver cómo, semana a semana, ha ido variando -quizá más en el tono, pero es también fondo- mi posición sobre el tema.
O la política o el horror
Lo
sucedido en México en los últimos días nos habla, muy claramente, de la
convivencia, en el tiempo y en el espacio, de países muy distintos entre sí. En
uno, priva la política. En el otro, priva el horror.
El
conflicto en el Instituto Politécnico Nacional se está dirimiendo por la vía de
la política. Hacer política implica saber escuchar los argumentos de los otros,
saber ceder allí donde se puede y saber encontrar soluciones conjuntas.
Es
obvio que el movimiento de estudiantes politécnicos es político; algo
propio de las colectividades. Y a un movimiento político se le responde con
diálogo, no con la errónea suposición de que una institución educativa de ese
tamaño debe ser puramente académica. Ninguna lo es, por eso todas tienen
gobierno, como bien sabe Perogrullo. Eso lo entendió, con claridad, el gobierno
federal.
Falta
todavía el desenlace. La respuesta del gobierno cogió en fuera de lugar a
aquellos ideologizados que se creen su propia propaganda y ahora no saben cómo
dotar a un movimiento claramente victorioso de una fuga hacia adelante (es
decir, no saben cómo convertir una victoria en derrota, como los huelguistas de
la UNAM en 1999-2000). Es probable y deseable que la comunidad politécnica preste
oídos sordos a los fanáticos y aproveche lo conseguido para fortalecerse dentro
de la institución.
Lo
que pasó en Iguala es totalmente diferente. Es la muestra de que hay zonas del
país en las que el reloj de la política va hacia atrás, hacia los años más oscuros
de la segunda mitad del siglo pasado, sólo que en clave empeorada.
Allí
no hay diálogo, ni asunción de diferencias, ni búsqueda de consenso. Hablan las
balas, la supresión física de quien no se pliega, la falsa unanimidad del
miedo.
Peor
que eso, la tragedia de los normalistas de Ayotzinapa puso en evidencia la
punta del iceberg de una entidad federativa en la que el crimen organizado y el
poder político en distintos niveles de gobierno se entrecruzaron en imbricada
red.
Antes
de la agresión a los estudiantes, había denuncias públicas y era del
conocimiento popular que el alcalde de Iguala tenía relaciones cercanas con el
cártel conocido como Guerreros Unidos. Pero pocos imaginaban el grado de
integración, prácticamente de simbiosis, entre la policía municipal y los
sicarios de esa banda criminal.
Estamos
ante un caso en el que la delincuencia organizada se convierte en un Estado
dentro del Estado, pero no lo hace a la manera tradicional, con normas y
dirigencia alternativos a los legales, sino aprovechando las instituciones y
escondida detrás de las formas y rituales de la democracia representativa,.
Crea un Estado autoritario y criminal que suplanta al Estado democrático.
Si
las cosas son como parecen, los jóvenes de Ayotzinapa, por muy criticables que
suelan ser sus métodos de activismo, tenían la virtud de no haberse doblado a
las pretensiones del crimen organizado para controlarlos. Eso fue lo que les
costó la vida a varios de ellos.
Para
que esta desgracia sucediera, tuvo que haber una connivencia entre las fuerzas
políticas legalmente constituidas y los grupos delincuenciales. En el caso
guerrerense, está claro que el PRD cometió un error de proporciones históricas
en su ansia por ganar a como fuera.
El
partido del sol azteca tiene la obligación de reconocer la corresponsabilidad
de algunos de sus miembros en la colusión con el crimen organizado que se dio
en Guerrero. Aceptar públicamente que se
equivocó y ponerse del lado de la ley y de las instituciones democráticas. Otra
actitud sería cómplice.
Estamos en Guerrero ante un caso similar al de Michoacán, con el agravante
de que la ineptitud de este gobernador ya antes –en 1996, cuando era interino-
había abonado para la aparición de una guerrilla, el EPR (supongo que es algo
que el PRD obvió a la hora de hacerlo candidato: todo sea por ganar). La
escuela magisterial de Ayotzinapa abreva menos, desgraciadamente, de las luchas
de Othón Salazar que de las aventuras de Genaro Vázquez Rojas.
El gobierno federal, aunque con reflejos tardíos, está reaccionando ante la
situación. Es el primer responsable de la seguridad de los mexicanos, y no
basta con respetar las atribuciones de cada nivel de gobierno, cuando dos de
ellos evidentemente no están funcionando. Por lo tanto, tiene que hacer todo lo
que esté de su parte para que en Guerrero vuelva a imperar el estado de
derecho.
En otras palabras, tiene que dar una respuesta política –en el sentido
amplio del término- al grave problema que se le ha causado a la sociedad, Para
ello necesitará algo más que arremangarse la camisa y salir a la calle. Hay, en
Guerrero, instituciones que deben rehacerse casi partiendo desde cero. La
política es la única opción válida: la otra es el horror.
Adicción política y narcotoma del poder
Comentábamos
la semana pasada que la tragedia de los normalistas de Ayotzinapa puso en
evidencia la punta del iceberg de una entidad federativa en la que el crimen
organizado y el poder político en distintos niveles de gobierno se
entrecruzaron en imbricada red. Que pocos imaginaban el grado de integración,
prácticamente de simbiosis, entre la policía municipal y los sicarios de esa
banda criminal.
Decíamos
que estamos ante un caso en el que la delincuencia organizada se convierte en
un Estado dentro del Estado, pero no lo hace a la manera tradicional, con
normas y dirigencia alternativos a los legales, sino aprovechando las
instituciones y escondida detrás de las formas y rituales de la democracia
representativa. Crea un Estado autoritario y criminal que suplanta al Estado
democrático.
En otras palabras: no hablamos ya de vínculos o puentes entre el crimen
organizado y el poder político, sino de la toma del poder político por parte
del crimen organizado. Esta es la principal diferencia que explica por qué la
reacción social ante los hechos guerrerenses ha sido más airada y más
indignada que ante otros casos de horror, como las fosas de inmigrantes en San
Fernando, Tamaulipas.
Estamos, pues, ante un problema sistémico, en el que ningún partido político
tiene las manos limpias. No hace falta tener demasiada memoria para recordar,
por ejemplo, operadores financieros del crimen organizado que militan en el
Verde y que presumen nexos con diputados panistas, militantes priistas que son
videograbados con
la Tuta y
precandidatos de Morena que presumían amistad y cercanía con el hoy prófugo
narcoalcalde de Iguala.
Hoy la clase política mexicana entera paga, en su desprestigio, la cercanía
de algunos de sus miembros con la delincuencia organizada. Lo más grave del
caso es que no lo han querido ver con claridad y esperan que, echándose lodo
los unos a los otros, la población siga pasiva y acabe votando por quien, de
acuerdo a las toneladas de propaganda electoral que recibirá, acabe percibiendo
como “el menos peor”.
El problema sistémico tiene dos alas. Una es la relación de la política con
los negocios. La otra, la creciente adicción de los partidos a cantidades
estrepitosas de dinero para sus campañas electorales.
La primera parte del problema es, de momento, la más difícil de resolver.
Entendemos que el crimen organizado, visto de manera descarnada, es un negocio.
Lo que resulta más complicado es entender cómo es que, en distintas partes del
país, los políticos han cerrado los ojos ante el hecho evidente de que se trata
de un negocio que, al final del día, empeora notablemente la calidad de vida de
la población. Un negocio-cáncer, que se multiplica sin control, invade espacios
de otros y se disemina por el cuerpo social. A toda ganancia de corto plazo
corresponderá un desastre en el mediano. Mientras eso no se vea, será
complicado erradicarlo.
La segunda parte ha sido la manera tradicional a través de la cual el crimen
ha infiltrado la política. Pensemos en el caso de José Luis Abarca: su carta de
presentación en la política fue su capacidad de financiamiento para las
campañas electorales. A través de ello, y a pesar de sospechas y antecedentes,
se pudo hacer de la candidatura a la presidencia municipal de Iguala y pudo
granjearse cercanía con los poderes políticos del PRD y del estado de Guerrero.
Supuestamente, el financiamiento público de los partidos políticos era el
mecanismo idóneo para evitar que los financiamientos privados para las campañas
condicionaran su accionar. El Estado les dota, como entidades de interés
público que son, de los recursos necesarios para sus actividades cotidianas, y
también para sus campañas.
Pero resulta que, desde el inicio –tal vez pensando que dando mucho se aseguraba
que no habría dinero por fuera- la dieta financiera fue excesiva. De ahí
devinieron campañas maratónicas y mastodónticas, y se desarrolló una
dependencia de los partidos al mucho dinero. Una dependencia rayana en la
drogadicción dura: los partidos se convirtieron en yonquis.
El primer gran
dealer de los
partidos fueron los medios masivos de comunicación electrónica. Muy pronto se
comportaron como tales: de entrada exigían cantidades estratosféricas por sus
servicios; después, como era de esperarse, exigieron otros favores. Luego de un
rato de plegarse totalmente ante ellos, la clase política decidió modificar la
ley para disminuir –no del todo- su dependencia.
Pero eso fue simplemente controlar un
dealer,
no controlar la adicción, porque las campañas electorales se hicieron cada vez
más caras, con más ofertas y regalos, con más necesidad de cortejar a un
electorado visiblemente reacio. Fue, particularmente para los procesos locales,
la oportunidad de oro para que el crimen organizado lograra hacer el cambio:
pasar de antagonistas ilegales del Estado a miembros honorables del Estado. Convertirse
en “agentes políticos”, más necesarios (y más invisibles sus fechorías)
mientras más dinero tuvieran para distribuir.
Hay dos maneras paralelas de abordar el tema. Una toca al INE directamente,
y es hacer mucho más severa la vigilancia del gasto electoral. La otra toca a
los propios partidos: asumir su adicción colectiva y entrar en terapia,
disminuyendo de manera constante su dosis: es decir, poniendo límites a los
groseros recursos de financiamiento público que reciben, recortando y haciendo
más austeras sus campañas.
A lo mejor lo que digo es como pedirle a un drogadicto que se conforme con
un par de inyecciones al día (y me dirá que es imposible). Pero la clase
política debería saber que es por su bien: si no lo hacen, si no cambian en
serio, la sociedad terminará arrasando con ellos, terminará extirpándolos, antes
de que terminen con ella, porque los habrá confundido con el cáncer.
Reformas anticorrupción o más años de plomo
La
principal apuesta del gobierno de Enrique Peña Nieto ha sido la de llevar a
buen puerto una serie de reformas estructurales que necesitaba el país para
retomar el camino del crecimiento sostenido. Precisamente cuando acababan de
atracar, se vino una tormenta que puede impedir, por un buen rato, que se
descarguen sus productos.
La
tormenta, por supuesto, es la apertura de la cloaca de la relación entre las
fuerzas políticas, de todos los colores, y el crimen organizado, cuya expresión
más extrema fue el asesinato y el secuestro de decenas de estudiantes de la
Normal Rural de Ayotzinapa.
Por
una parte, se trata de un evento que ha dañado notablemente la imagen del país:
todo el esfuerzo de comunicación destinado a hacer olvidar los años de plomo
del gobierno de Felipe Calderón se vino abajo de un plumazo. Este daño es
externo, pero también interno: no sólo en el extranjero crece la percepción de
que el discurso reformista de Peña Nieto daba luz a solamente una parte de la
realidad nacional, mientras que la otra –ya de por sí oscura- era escondida para
la tranquilidad de la opinión pública.
En
la campaña y ya en el gobierno, Peña Nieto ha insistido en que es necesario
abordar el otro pie estructural del que cojea el sistema mexicano, que es la
corrupción. Pero a la hora de definir las prioridades, el tema pasó a segundo
término, obligado por los tiempos políticos, que dictaban que el paquete de
reformas de largo aliento fuera aprobado antes de que iniciara el proceso
electoral rumbo al 2015.
En
otras palabras, los tiempos de la política se comieron la urgencia de otro
paquete de reformas, que pusieran en primer lugar la vigencia del estado de
derecho, una transformación a fondo del sistema judicial y el límite a los
intolerables grados de impunidad que existen en el país. Ahora todos pagamos,
con altos intereses, los costos de ese retraso.
Queda
la impresión de que todavía no se ha visto, por la clase política, el problema
en toda su magnitud, y se considera que esta es una crisis que puede ser
salvada mediante el castigo a los principales responsables, que el asunto es
meramente de procuración de justicia. Es eso, pero es mucho más: los nexos
entre el crimen organizado y la política son un asunto que pone en entredicho
el futuro de la democracia mexicana (y no solamente el de las regiones más
asoladas por la delincuencia).
En
otras palabras, si, junto con la necesaria creación de nuevos sistemas
anticorrupción, no hay una reforma seria a las procuradurías, a las policías,
al sistema de justicia, y si esa reforma no incluye a los partidos políticos
como sujetos de escrutinio, no habrá manera de romper el círculo vicioso de la
impunidad. La pregunta es si existe la voluntad política para ello. El
presidente Peña Nieto debería ser el primero en tenerla, porque en ello va la
posibilidad de que su legado sea el de las reformas modernizadoras o el los
avances truncados por la violencia y la ingobernabilidad.
La
expresión de la voluntad política para arreglar las cosas no se agota, ni mucho
menos, en la decisión de que la Federación tome el control de la seguridad de
los municipios en los que hay evidencias de infiltración del crimen organizado.
Eso, que es correcto, sirve para tapar heridas, pero no para una curación de
fondo.
Se
requiere voluntad para hacer política de la misma manera como se hizo para
sacar adelante las reformas, pero ahora con otros objetivos, más urgentes.
Tiene
que haber un claro deslinde de los partidos respecto a las personas que tienen
nexos con la delincuencia. Las hay en todas las organizaciones políticas y, en
la mayoría de los casos, ellas mismas lo saben: no se vale seguir actuando de
tapaderas (y se ve más ridículo cuando señalan a otros partidos con un dedo
flamígero que también está manchado de sangre).
Tiene
–como señalamos la semana pasada, y alguien nos dijo que nos pasábamos de
candorosos- que haber un cambio en los límites de financiamiento de los
partidos y en los costos groseros de las campañas. Por ahí se metió el narco en
Guerrero. Campañas más austeras y más vigiladas por el INE.
Tiene
que terminarse la práctica populista y demagógica –al que recientemente se ha
sumado el PRI- de la “determinación popular” de las candidaturas,
particularmente en las zonas más afectadas por el crimen organizado. ¿De verdad
creen que a través de la votación masiva se garantiza un candidato de manos
limpias? ¿No les parece lógico que aumente el riesgo de que suceda todo lo
contrario?
Tiene
que desarrollarse en serio, y de entrada por la vía legal, una política de
rendición de cuentas. Aquí nadie, en la clase política, deja el puesto; nadie
se va por un sentido elemental de decencia, y
todos le sacan el bulto a la responsabilidad social y política, no
digamos ya a la jurídica.
O se avanza con rapidez en este camino de nuevas reformas, o se abonará
a otro, por el que apuestan varias fuerzas radicales y que a nada bueno puede
conducir a la nación: el de la desestabilización general.
Lotofagia e impotencia
En
anteriores columnas sobre la tragedia de los estudiantes de Ayotzinapa, he
señalado que uno de los problemas del momento es que la mayoría de los
políticos del país no han querido ver el tamaño del desastre y han preferido
utilizarlo para lanzarse lodo los unos a los otros, con la única consecuencia
visible es que todos quedan más manchados.
Esa
manera de reaccionar no es sólo un insulto a la inteligencia de la población, a
la que consideran groseramente manipulable y pasiva; es también un insulto a la
inteligencia de ellos mismos: no se dan cuenta de que su actitud es
contraproducente.
En
estos días hemos tenido una epidemia de amnesia. Como si hubieran tenido un
festín en la Isla de los Lotófagos, que narra La Odisea, políticos de todos los partidos se olvidan de los nexos
de sus correligionarios con miembros del crimen organizado y se lanzan a
señalar casos que involucran a sus adversarios políticos.
El
caso más extremo, y que ha causado revuelo en los últimos días, es el de Andrés
Manuel López Obrador. Al político tabasqueño se le ha olvidado que fue, hasta
que decidió dejarlo para formar su aventura personal, el líder visible y
evidente del PRD, un partido que, hasta su salida, hacía lo que el dedito del
caudillo dijera.
Se
le ha olvidado a Andrés Manuel que él palomeaba las candidaturas. Se le ha
olvidado que él definía los grupos externos a los que el partido se aliaría
electoralmente. Se le ha olvidado que fue advertido, por miembros de su propio
partido, de las denuncias que había sobre José Luis Abarca. Se le ha olvidado
que él nombró a dedo a Lázaro Mazón –el hombre que tuvo que renunciar al
gabinete estatal, pues los guerrerenses lo apuntan como el introductor de
Abarca en los altos vuelos de la política estatal- como candidato de Morena a
la gubernatura.
Se
le ha olvidado todo eso y ahora resulta que, como no puede culpar directamente
a Peña Nieto de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, el
responsable de la tragedia es “el Estado”, que la gente de a pie suele tener
como sinónimo del gobierno federal.
Así,
diluyendo en “el Estado” la responsabilidad, pretende salir de un atolladero en
el que también él está inmiscuido –junto con el PRD, Nueva Izquierda, el ex
gobernador y las autoridades federales, en distintos grados-. Andrés Manuel es
el cisne que cruza el pantano y sale con sus plumas níveas, incólumes.
Así,
hemos llegado a una situación ridícula, esperpéntica. Mientras los jóvenes
siguen desaparecidos, en las redes sociales se genera una guerra estúpida de
ver qué político aparece con cuál narco en fotografías que se usan como arma
arrojadiza.
Insultos
a la inteligencia por los dos lados. Pero, por supuesto, si son políticos del
PRI, PRD o PAN, los maniqueos seguidores de Andrés Manuel dicen que son muestra
de la corrupción imperante; si es AMLO, entonces se trata de un complot de la
mafia en el poder. De pena ajena.
Junto
con esto, se quiere generar la idea, aprovechando la indignación social y la
tradicional cultura política mexicana en la que el Presidente es todopoderoso,
de que el gobierno no encuentra a los desaparecidos porque no quiere, porque no
tiene voluntad para ello.
Es
un absurdo. El peor damnificado del asunto es el propio presidente Peña Nieto.
Del entusiasmo por las reformas modernizadoras, hemos regresado a las historias
de criminales que controlan zonas del país, las historias de fosas
clandestinas, decapitados, manifestaciones por doquier (algunas civilizadas;
otras, caóticas y violentas). El famoso Mexican
Moment en realidad duró apenas un momento, y Peña Nieto está en el medio
del torbellino, con su imagen a la baja y tratando de volver a tener el control
del timón.
Por
supuesto que la prioridad del gobierno –y del Estado- es encontrar a los
normalistas. Si pudieran, ya lo habrían hecho. Cada día que se tardan es un día
en el que el asunto se complica y sus costos crecen.
El
problema, el verdadero drama, es que no pueden. Es, para decirlo en palabras de
José Woldenberg, un problema de impotencia.
Y
esa impotencia, si nos ponemos a pensarlo bien, es tan grave como si pudieran y
no quisieran.
En
hechos concretos: hace un mes que la policía municipal de Iguala atacó a un
grupo de jóvenes activistas, mató a tres de ellos y a otros tres civiles, 43
desaparecieron y no se sabe de su paradero, han aparecido fosas clandestinas
por toda la zona, hay 56 detenidos entre policías y sicarios, un alcalde
prófugo, un gobernador renunciante, indignación masiva… y el caso sigue sin
resolverse.
Es
evidente que el caso no se resuelve porque las autoridades no han tenido la
capacidad para ello. Pero no se debe a que sean personalmente incapaces, sino a
un problema más severo y que nos debería preocupar más: a la incapacidad
estructural de las instituciones, más allá de quiénes las encabecen.
Ese,
creo yo, es un asunto que debería ocupar al Estado y a la sociedad mexicanos
con tanta urgencia como el hallazgo mismo de los normalistas. Pasa por las
leyes, por las atribuciones de los organismos, por las decisiones políticas, y
también por la cultura social. Un tema que no podrá resolverse de la noche a la
mañana.
Ojalá
y esta tragedia sirva como aldabonazo para una serie de transformaciones, que
van desde la rendición de cuentas hasta la manera como se tienen que
reestructurar los organismos de inteligencia, en el objetivo de recuperar el
control del territorio por parte del Estado. Es una posibilidad sobre la que
hay que insistir.
Por
lo mismo, esta situación tan compleja choca con las frivolidades de la guerra
de selfies y con las oportunistas y
demagógicas posiciones de los lotófagos (que, recordemos, al comer el loto
olvidaban, en primer lugar, a su patria).