La Copa Mundial de futbol, además de divertir a media
humanidad por más de un mes, suele dejar interesantes enseñanzas deportivas y
antropológicas. La de Brasil fue particularmente rica en anécdotas y, especulo,
significó el cambio de algunos paradigmas. Comentaré aquí los que me parecieron
más importantes.
1. La carta de
ciudadanía gringa
Estados Unidos siempre ha sido un país dividido entre
aislacionistas e integracionistas. Los primeros suelen ser más conservadores, y
se aferran al carácter único de su país como elemento que los hace diferentes al
resto del mundo –y, en el fondo, superiores, creen ellos-. Parte de esta
diferenciación es su no pertenencia al mundo del futbol, visto como execrable
importación inglesa practicada por latinos.
Pero Estados Unidos no sólo sigue siendo un crisol de razas
y culturas en constante interacción, sino que –movido por la economía y por las
redes sociales- está cada vez más integrado culturalmente al resto del mundo.
Eso significa más futbol (el del mundo, no el americano). Otros factores –en
jugada de tres bandas, las políticas de equidad de género- contribuyeron a la
popularidad de este deporte en el país de las barras y las estrellas.
Hace poco más de dos décadas, un aficionado al fut tenía que
dar vueltas por horas para encontrar un bar en el que transmitieran un partido
del mundial. En 2014, todos los juegos se emitieron por TV abierta, Obama se
hizo fotografiar viendo los de su selección y el país que más aficionados llevó
a Brasil fue Estados Unidos –y no eran paisanos seguidores del Tri, eran fans
del equipo gringo-.
Tal vez lo más significativo del cambio es que Obama tuiteó
para felicitar al equipo y al portero Howard, una vez que habían sido
eliminados. El líder de EU felicitando a sus perdedores. Nada más lejano a la
ideología tradicional del americano (decía Vince Lombardi que “ganar no es lo
más importante: es lo único”). Pareciera que los gringos –no todos, pero sí
muchos- quisieran adquirir la carta de identidad como ciudadanos del mundo.
2. El derrumbe de un
mito
Quién lo hubiera dicho, Brasil y España se llevaron las
goleadas más grandes del Mundial. Mientras que la de los españoles simplemente
señaló, de manera dramática, el fin de un ciclo y de una generación –la del
tiki-taka hipnótico-, la actuación de Brasil da para sacar mucha más hebra.
Los éxitos futbolísticos de muchos años generaron en la
psique brasileña una sensación de fortaleza y poderío que se quiso generalizar,
por razones políticas, en otras áreas de la vida social. En Brasil “nivel FIFA”
significa “de primera categoría”. Quienes protestaron antes del Mundial exigían
“salud y educación de nivel FIFA”, así, sin notar la contradicción.
Los gobiernos sucesivos de Lula y Rousseff reforzaron este
juego con una narrativa de potencia mundial basada en sofismas en los que la
primera premisa era que Brasil es pentacampeón mundial de futbol. Ahora se les
vino todo encima.
Y se les vino encima, entre otras cosas, porque la selección
de Brasil hace rato dejó de divertirse jugando y buscó solamente el resultado.
Como si Vince Lombardi fuera su gurú. Llevaban más de 20 años en ese proceso de
degradación, con un estilo cada vez más feo, que vino a hacer implosión
precisamente cuando les tocó ser sede.
Un equipo sucio, vulgar, sin gracia, que usaba la violencia
como parte integral de sus movimientos tácticos y que se aprovechaba de la
benevolencia arbitral para ganar apenas, terminó por mostrar todas sus
carencias de una manera clamorosa.
En este, su Mundial, Brasil logró algo muy extraño: que el
mundo futbolístico entero despreciara su estilo de juego (o, más precisamente,
que por fin abriera los ojos ante una traición que venía de décadas).
En el caso del público mexicano, eso es algo muy sano: el
amor unilateral de nuestro país por el futbol
brasileño (y, por extensión por las selecciones de ese país) se vino
abajo. Era hora. Por una parte, los aficionados brasileños –lo han mostrado
repetidas veces- no ven deportivamente
a
México como “un hermano latinoamericano”, sino como un rival en la lucha por la
hegemonía de la región, y suelen apoyar al contrario. Por la otra, el amor
histórico a Brasil fue una obra maestra de la propaganda del régimen
diazordacista, molesto por las críticas de la prensa inglesa previas al Mundial
de 1970 (y, la verdad, la
verde-amarelha
de Pelé sí enamoraba): es impresionante que haya durado tantas décadas.
3. México, siempre
fiel a su espejo diario
La selección mexicana, lo percibimos todos, hizo un papel
superior a lo esperado, que no era mucho. Jugó bien, lució estéticamente y nos
dio alegrías. Pero no le alcanzó para llegar más lejos de donde siempre suele
llegar.
Aquí lo molesto, en mi opinión, ha sido la perspectiva que
los medios dominantes dieron a la historia de México en este Mundial.
Por un lado, está la eterna tendencia a ver la paja en el
ojo propio, aderezada con el sensacionalismo. Según la prensa internacional,
los aficionados mexicanos eran “alegres, coloridos, muy amables”, a diferencia
de otros, como argentinos, ingleses o uruguayos. Aquí nos centramos en el
borracho suicida del crucero, los panistas tocanalgas y violentos y el grito de
“¡Puuuuto!” (que tal vez sea divertido, pero seguro que es un insulto).
Por el otro, y me parece el más relevante, varios medios,
encabezados por Televisa, le dieron la vuelta a un choteo para armar una
campaña de autovictimización.
El penal rigorista y dudoso que se marcó a México fue
convertido por la población, tras apurar el trago amargo, en una frase que era
de protesta y de chunga al mismo tiempo. “No era penal” fue usado como excusa
para cualquier cosa. Se convirtió en chiste.
Hubo quienes no entendieron esto y se colgaron, en serio,
del “no era penal” para encontrar un culpable –por definición ajeno a nosotros-
de nuestra eliminación. Ese era Arjen Robben.
Otra vez la lógica del “pueblo-víctima” ante la conspiración
de las fuerzas del mal. Una constante de nuestra historia. Una manera de no
darnos cuenta de nuestras enormes capacidades y de no responsabilizarnos de
nuestro presente y de nuestro futuro. Y los medios masivos de comunicación
dándole duro al cilindro.