La
economía familiar estaba del nabo y era necesario allegarse de más recursos.
Encontré una magnífica oportunidad en La
Jornada, cuando Carlos Payán me ofreció ser asesor de la dirección, a
principios de 1986. El nombre del puesto era mucho más rimbombante de lo que
significaba.
El
trabajo consistía fundamentalmente en dos cosas. La primera era asistir a la
junta de redacción de las 19:00 horas, participar (poco) y luego, a partir de
lo discutido en la junta, redactar los dos editoriales que publicaba ese
periódico. La segunda era comentar con el director acerca de asuntos económicos
de coyuntura y, de ser el caso, también hacerlo con la gente de la sección de
economía para “dar línea” en la materia. He de decir que hice mucho más de la
primera que de la segunda.
Arreglé
en la Facultad de Economía mis horarios de modo que tuviera solamente grupos
matutinos. Así, iniciaba mi jornada muy temprano, daba mis clases, iba a mi
cubículo a leer y escribir (o al de Maca a platicar), terminaba cerca de las
tres de la tarde, iba a casa a comer, descansar un rato (o llevar a Rayo a
Pumitas), y de ahí a tomar el Metro al centro, rumbo al periódico (llegué a
conocer tan bien la ruta que ya sabía exactamente dónde pararme para que se
abriera frente a mí la puerta del vagón que iba a ir menos lleno), llegar a la
junta, pergeñar los editoriales (bajar por una hamburguesa de pollo al KFC de
la esquina, toparme con el jefe de redacción que iba rumbo a la cantina para
ponerse a tono), revisarlos con algún subdirector, cotorrear un rato con los de
Economía y tomar el último Metro rumbo a casa.
La
forma de abordar y corregir los editoriales que yo escribía era muy distinta,
según si los revisaba el director o alguno de los muchos subdirectores (y nunca
se sabía quién tocaría). Los barcos eran Payán y Carmen Lira (que además era
apapachadora); Granados Chapa era muy serio y en realidad se dedicaba solamente
a hacer correcciones nimias de estilo (mientras más ampuloso, mejor); Héctor
Aguilar Camín era el más quisquilloso, porque no sólo corregía asuntos de
estilo, sino que pensaba y repensaba el contenido, armaba un diálogo conmigo (en
el que a veces había dos Héctores discutiendo entre sí) y terminaba por darle una
visión más analítica y menos militante al editorial, al que luego tardaba un
buen rato en ponerle un nuevo título. Pero de quien más aprendí fue de José
Carreño Carlón, porque Pepe no se iba por las ramas, entendía el sentido
político del editorial y hacia allá apuntaba, si era necesario: una frase, un
adjetivo o una sugerencia bien puestos eran lo que daba fuerza y dirección al
texto.
En
pocos meses fui adquiriendo un callo extraordinario para escribir los editoriales.
Al principio me costaban una hora cada uno y llegué a hacerlos en quince
minutos (o menos, si se trataba de economía). Estaba avanzando en un oficio, el
periodístico, al que dedicaría muchos de los mejores años de mi vida.
Una vez
estaba yo en friega escribiendo cuando
se escucharon voces de una manifestación afuera del periódico. Eran maestros (ha
de haber sido en mayo de 1986). Agucé el oído para escuchar sus consignas. No
eran las clásicas de “¡Prensa vendida!”. Todo lo contrario: coreaban “Jornada,
Jornada, la prensa más honrada”. Varios bajamos a la calle de Balderas.
Recuerdo a Adolfo Gilly con una sonrisa de oreja a oreja. No podía explicarme
por qué, pero yo tuve una sensación agridulce. Tal vez (pienso ahora) porque
sentía en mis adentros que la prensa no tiene que entusiasmar militantemente a
nadie.
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