Ahora que a todos se nos fue García Márquez, vale la pena
recordarlo en sus muchas facetas. No puedo sino preferir la de periodista,
porque Gabo nos deja muchas cosas a quienes la vocación –que no la escuela- nos
llamó a ejercer el mejor oficio del mundo. No puedo sino recordar que uno de
los máximos escritores en lengua española se hizo en las redacciones de los
diarios.
El periodismo era un oficio cuya práctica, dice García
Márquez, “imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo
ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla”. Un oficio de avidez intelectual y vital, un
oficio de creatividad y compromiso con los hechos, de reflexión y modestia.
Algo queda de ese ideal en estos tiempos, pero un tanto
desvanecido. Ciertamente, “los periodistas se han extraviado en un laberinto de
una tecnología disparada sin control hacia el futuro”. Gabo hablaba de ese
extravío antes de la masificación del internet, antes de Google y de Wikipedia.
Es el extravío, también, en las autopistas de la prisa, de la competencia, de
la confusión del entretenimiento con la noticia, de la fijación con el mítico
lector “moderno” con severo déficit de atención.
Advertía contra la sacralización de la fuente, que toma como
verdad absoluta las declaraciones y es incapaz de ser crítica, entre otras
cosas porque no escucha y se atiene a la grabación (o peor, al boletín).
Su elogio de la libreta, del oído aguzado y de una ética “que
debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón”, debe ser un
aldabonazo en la conciencia de todo periodista. Hay que editar con inteligencia
en la medida en que se escucha, preguntar por lo que no se entiende y, sobre
todo, confrontar los dichos con la realidad. Al mismo tiempo, se requiere
reconocer que existen los hechos incontrovertibles, pero no las verdades
absolutas y que en el periodismo todo es provisional.
En los reportajes de García Márquez trasudan muchas cosas.
La evidencia del diálogo con los protagonistas para entender sus razones, el
ojo irónico y la ausencia de esa sensiblería cursi tan cara a los
latinoamericanos. Pero sobre todo, el lenguaje bien armado en una narrativa
clara, la palabra exacta en el momento justo, el tropo utilizado con
corrección, el respeto a la lengua como instrumento de comunicación.
Y en toda la obra de Gabo trasuda un tema que suele ser
obsesivo para quienes nos dedicamos a este oficio: las relaciones de la
sociedad con el poder en sus múltiples expresiones. Si algo en el mundo tiene
realmente cien años de soledad es la que da el poder absoluto, la que desconecta al autócrata de la realidad, la
que lo vuelve paranoico, la que convierte al prójimo y a las sociedades en una
mera maraña de intereses. Una de las muchas claves de lectura de la obra de
García Márquez es la de la relación cambiante, fluida, entre quienes tienen
poder y quienes no lo tienen.
En ese sentido, está muy claro que la relación de García
Márquez con los políticos poderosos fue a partir de una fascinación mutua,
porque esos poderosos se veían reflejados en la obra del colombiano de una
manera cristalina, precisamente por las exageraciones. Los políticos lo
buscaban, pero era una búsqueda de ambas partes, porque la obra literaria de
Gabo es también un diálogo constante con ellos. Ese diálogo, a veces cordial, a veces ríspido,
es también una constante en el periodismo.
Finalmente, hay una cualidad en García Márquez que no hay
que dejar pasar: la disciplina profesional. Está presente en su obra literaria
–famosa es la anécdota de cuando iba camino a Acapulco y se dio la vuelta
porque el ángel monstruoso de la inspiración lo había tocado, y se puso a
escribir todos los días, durante 18 meses, hasta terminar su novela cumbre- y
su proverbial carácter madrugador para empezar escribiendo cada jornada.
Pero está presente, sobre todo, en su formación
periodística: en su capacidad para pergeñar un texto en el tiempo convenido. Su
oficio periodístico cristalizado.
Cuando ya no era reportero, sino un famoso escritor que colaboraba
en los diarios, García Márquez contaba de su desespero porque le llegara la
inspiración para su columna semanal, y de cómo, escogido el tema, recogía mentalmente las piezas, las
comprobaba con rigor y las escribía de manera clara y correcta, a sabiendas de
que “la buena escritura es la única felicidad que se basta de sí misma”.
Siempre entregaba sus textos y lo hacía a tiempo.
Contaba también de la mala conciencia que lo corroía cuando
no tenía ganas de escribir su columna, y la obligación que se imponía, aun en
las más difíciles circunstancias (la playa, la factura de una novela genial, la
inexistencia de una máquina de escribir, la enfermedad).
Ese “sentido casi bárbaro del honor profesional” es, me
parece, una de las enseñanzas más profundas que nos pudo dejar Gabo a quienes no
tenemos su facilidad innata para escribir. Vale para el periodismo. Vale
también para cualquier otra actividad humana a la que uno se dedique.