Ahora que ha muerto el cineasta húngaro Miklós
Jancsò, me sorprenden dos cuestiones. La primera, que un director que parecía
importantísimo en los años sesenta y setenta haya hecho en las décadas
posteriores un viaje a la oscuridad y casi el anonimato. La otra, que me delata
generacionalmente, fue el percatarme que, en términos relativos, soy un
conocedor de su obra. Por lo mismo, vale la pena revisarla y, al tiempo, intentar
explicarse el porqué de esa extraña ruta hacia el olvido social.
Revisando la filmografía de Jancsò, encuentro que he
visto siete de sus largometrajes y, en su momento, hice la reseña de uno de
ellos. Seis de los filmes corresponden a dos trilogías. La llamada “Trilogía de
la Historia”, con Los Desesperados, Los Rojos y los Blancos y Silencio y Grito, y la “Trilogía Balletista”,
la de los larguísimos planos-secuencia, con Agnus
Dei, Salmo Rojo y Electra. También vi Vicios Privados, Virtudes Públicas, que es un poco posterior.
Los filmes de
Jancsò tienen, todos, una estética peculiar. En todos ellos hace uso extensivo
del travelling, llegando a extremos
de virtuosismo en las películas-ballet. Todos son complicados semánticamente,
porque tienen varias capas de textos y subtextos y, con ello, un doble o triple
sentido. Todos son políticos, alegóricos y ritualistas. Todos y cada uno
requieren de la complicidad del espectador para funcionar.
Los
Desesperados (1967) tiene como título original Szegénylegények, que significa algo así
como “Pobres Jóvenes”, y narra las luchas entre forajidos-patriotas y el
ejército austro-húngaro en 1869. Es una especie de western, con largas
persecuciones a caballo en la extensa pradera húngara, cambios constantes de
poder y marchas o canciones, que sustituyen un improbable discurso ideológico.
Improbable, porque vemos violencia ciega en los dos frentes, asesinatos por
motivos personales, denuncias cobardes, brutalidad y maldad entre la niebla
filmada en blanco y negro.
Los
Rojos y los Blancos (1967) marcó el inicio del éxito
internacional de Jancsó. El nombre del filme en húngaro es Csillagosok, Katonak, y corresponde a las dos primeras palabras de
La Internacional Comunista en ese idioma (y significa algo así como “Soldados
de la Estrella”). Trata de la guerra civil rusa, que abarcó incluso terreno
húngaro; la lucha entre los cosacos “Guardias Blancas” y los bolcheviques y sus
aliados, tras la toma del poder de los Soviets. De nuevo, las canciones hacen
más las veces de motivo ideológico que cualquier razón (La Marsellesa, que se canta en muchos idiomas) y, de nuevo,
encontramos violencia ciega de las dos partes. No hay plan, pero sí rencores y
mucha sed de sangre. En los dos bandos hay contradicciones, y los excesos son
castigados con mayor rigor entre los blancos. La guerra es presentada como caos
y locura, y como la incapacidad de regreso al pasado (los blancos hacen bailar un
vals a las enfermeras, en vestidos antiguos, como para encontrar el tiempo
perdido que no volverá).
Silencio
y Grito (Csend és
Kialtás, 1968) es, de la trilogía, el más lineal y el que cuenta una
historia personal. Un joven militante de la República de los Consejos (el
efímero soviet húngaro de 1919) se refugia de la represión en la campiña. Con
la complicidad del comandante de la zona, encargado de ajusticiar a los rojos, lo
acogen dos hermanas (una se convierte en su amante), pero descubre que están
envenenando al esposo y cuñado, dueño de la propiedad. Se encuentra en un
terrible dilema: si denuncia a las hermanas serán ajusticiados todos. El film
se resuelve de una manera sorprendente: la ideología supera a la moral y
resulta que quien tiene más honor es el comandante, a quien el espectador ha aprendido
a odiar por otras crueldades.
Y es que en todas las películas de esta trilogía, la
Historia (esa de Marx, cuya rueda empujan las masas) es una gran trituradora.
La gente común no hace la Historia, sino que la sufre. Cierto, los bandoleros
independentistas, los rojos, el refugiado, están del lado “bueno” de la
historia, pero eso no los convierte automáticamente en héroes, ni les impide
saltar los límites de la violencia o de la traición. Los neutrales son
arrasados. Y, por encima de las ideologías están las relaciones de poder: el oficial
sobre el soldado, el vencedor de la batalla sobre su prisionero, los ricos
sobre los pobres, los hombres sobre las mujeres.
Los filmes balletistas son todos grandes movimientos
corales con la revolución y la represión como telón de fondo (o como cuchillo
que los atraviesa). Los cortes de edición son reducidos al mínimo y la cámara
pasa de un personaje simbólico a otro, mientras que el ensamble artístico se
mueve en derredor. Es un movimiento tan horizontal como las llanuras de
Hungría, un tanto hipnótico, que va muy de acuerdo con la estética de sugerir,
de hacer una alegoría (aunque Janscò declaró que lo hacía para ahorrar, porque
se filmaban varios minutos en un día y porque “nunca entenderé cómo hacer un
campo y contracampo”).
Agnus
Dei
(Égi Bárány, 1970) trata básicamente
de la génesis histórica del fascismo en Hungría, representado por el régimen
oscurantista de Horthy y la trama se desarrolla en un campo que los rojos deben
dejar. Los personajes centrales son el padre Varga, detrás de quien se yergue
un Dios vengador y sanguinario y que, al triunfo de la contrarrevolución, tortura
la inocencia y llena la atmósfera de humo (que, además de representar la
ignorancia, sirve para el cambio de carrete y el inicio de un nuevo
plano-secuencia).
De entre el grupo de cadetes gobiernistas sale uno –actuado
por el conocido Daniel Olbrychsky- tocando el violín, que con un beso revive el
cadáver de una roja, rompe filas y clava una bayoneta en la efigie del Sagrado
Corazón. Se enfrenta al padre Varga, no concuerda con su mundo. Es bello, es
fascinante, siempre sonríe, aunque sea en medio de la muerte. Es joven. Toca el
violín sobre un caballo blanco, las mujeres lo adoran, los jóvenes lo siguen y,
como el flautista de Hamelin, lleva a las masas a una gigantesca hoguera, donde
desaparecen. Matará al padre Varga y, con la clase dominante a su lado, sube al
tren “del progreso”, que lleva más humo, más oscurantismo. El cadete es,
evidentemente, la representación del fascismo. Creo que, a pesar de que es puro
simbolismo, no he visto una descripción más clara de los orígenes y la esencia
de esa ideología y ese sistema político.
En México tuvo éxito entre la izquierda Salmo Rojo (título húngaro: Még Kér a Nép: “El Pueblo Pide Todavía”,
1972), que cuenta una revuelta campesina en la acostumbrada llanura y supera,
en clave de sublimación socialista, al realismo mágico latinoamericano. Símbolo
detrás de símbolo, el espectáculo de la revolución, con todo e iglesia quemada,
Padre Nuestro socialista, canciones, bailes, represión y resucitados. Una gran
hipérbole distribuida en 27 planos-secuencia.
El hecho mismo de la hipérbole y del simbolismo
llevado al extremo, un disparo que es una mancha roja en la mano, que se
convierte en una flor de papel (no en una flor natural), que deviene a su vez
en una paloma, confiere a Salmo Rojo
cierta naturaleza onírica. Y con ella, la sensación de que la sublimación
socialista es un sueño. No una realidad. Pero en México nos quedamos alelados
con las rubias comunistas en topless (el recurso de senos desnudos es una de
las constantes de Jancsò, y no dudo que sea una de las causas de su transitoria
popularidad).
Electra
(1974) tiene todavía menos cortes de
edición, es más claramente teatral (efectivamente, Jancsò encuentra allí una
línea que va del teatro clásico griego a sus filmes, pasando por Brecht), más
popular y -¿cómo decirlo?- menos socialista que sus otros filmes. Porque aquí
Electra es la conciencia en contra del tirano político, no necesariamente en
contra del explotador. Y el argumento de Egisto, que el pueblo es feliz si
canta y baila, parece ser reforzado por danzas húngaras.
El film es todo un tour de force técnico; coreografías con cientos de personas y
varios caballos, y la cámara en un flujo constante. Teatro ritual (sí, como el
griego) en el que terminamos por percatarnos que Electra, la justiciera contra
el tirano, tiene –sobre todo- hambre de sangre.
Vicios
Privados, Virtudes Públicas (Vizi privati, pubbliche virtù, 1976) es, que yo sepa, el único filme de
Jancsò que triunfó en la cartelera mexicana (supongo que por las escenas de
orgías). Trata de la tragedia de Mayerling, el doble suicidio de Rodolfo de
Austria y su amante en el castillo homónimo, a finales del siglo XIX. Janscò
sugiere en la película que fueron asesinados.
Pero lo que más dice es que había un conflicto
generacional, y que los jóvenes aristócratas de la época utilizaban el sexo y
el erotismo como forma de rebelión. Que sabían lo que no querían, pero no lo
que querían. Era una utopía (sexual y de convivencia) destinada a ser
destruida. El subtexto de la revolución cultural juvenil de los años sesenta y
setenta es evidente.
Todas estas películas de la época dorada de Jancsò tenían
un doble elemento: eran abiertamente socialistas, pero también eran liberales.
Tomaban partido, pero con reservas. Le daban la vuelta a la censura, pero con
los suficientes subtextos como para enfrentar sus designios. Desconfiaban de la
rueda de la Historia. Eran bellas, pero pesimistas (si la vemos con cuidado,
también Salmo Rojo). Reivindicaban la
rebelión, pero la percibían inútil a fin de cuentas. Jancsò representaba la
posibilidad del sueño utópico que sabe que es un sueño. Ese sueño dentro del
sueño acabaría por saltar en pedazos, y entramos en el mundo líquido.
Janscò lo preveía desde años antes, desde 1973: “Comienzo
a tener miedo de mi lenguaje. Creo que el mundo se está cerrando demasiado. No
amo los mundos cerrados y si aceptase encerrarme en mi universo, estaría en
contradicción conmigo mismo, con mis convicciones. Estoy en contra de todo lo
que limita y encierra al hombre (y por eso estoy siempre en contra de los
opresores)”.