jueves, febrero 27, 2014

Biopics: Pumitas



Raymundo había quedado algo nervioso después del terremoto que marcó a la ciudad de México, así que decidí –en principio por terapia- que se incorporara al futbol infantil en Pumitas. Tenía yo muy buenas referencias por amigos, como Fallo Cordera y Roberto Cabral, que tenían a sus hijos allí. Además, un par de buenos alumnos míos, Luis de Buen y Alberto Martínez Villagrán, trabajaban en Pumitas: el primero como coordinador; el segundo, como monitor.

Llevé al Rayo a que se entusiasmara el último sábado de septiembre de 1985. Le encantó la idea. Inició su carrera futbolística a la siguiente semana, como parte del equipo Orugas. Fue un partido que perdieron 3-0. Tras recibir un gol, el árbitro puso el balón en el centro del campo y Rayo, antes de que pitaran el reinicio, se lo llevó a la portería contraria, ante la indiferencia de sus rivales, chutó, el balón entró a la red y él lo celebró muchísimo. Al terminar el juego, me dijo: “Mis compañeros no saben que soy de su equipo. Metí un gol y no me felicitaron”. Yo no sabía que aquel era apenas el primero de cientos de partidos infantiles y juveniles que me tocaría presenciar.

El ambiente en Pumitas era muy agradable, por lo general. El tipo de participación ciudadana y familiar en actividades lúdicas que tanto venera Putnam, actividades colectivas que tejen sociedades exitosas. También era una manera sana de pasar el sábado en la mañana (y un tarde entre semana, en la que entrenaban los niños).

En la primera temporada, Orugas era un equipo de los más malitos de la categoría 4-5 (equipos con nombre de insectos), porque casi todos los niños eran chicos. Raymundo (le decían Ray Matabichos y le encantaba) tenía una idea bastante clara de las reglas del futbol y de lo que tenía que hacer en la cancha. Lo que no sabía era chutar: más bien arrastraba la pelota con golpecitos. Daba buenos pases, pero el gol no era lo suyo.

Mi primera actitud como Papá Pumita fue tradicional: el señor que grita mucho, da órdenes a los jugadores, es mitad porrista y mitad entrenador apasionado. Así fue hasta un día, casi al final de la primera temporada (coincidían con el año calendario) en que, jugando contra Luciérnagas, un papá del otro equipo me reclamó: “¡Ya déjalos tranquilos!”. De golpe me dí cuenta de que tenía razón y, a partir de entonces, fui mucho más calmado.

El segundo año de Orugas, como indica la lógica, fue mucho mejor que el primero, porque los niños ahora estaban entre los más grandecitos. El Clásico de equipos fuertes era contra Abejas, un equipo de papás muy competitivos, hasta la mala onda. El monitor de Orugas era Carlos Barra, a quien conocíamos como Charli, un joven que estudiaba odontología y que más tarde fue futbolista profesional y entrenador (al momento de escribir estas letras dirige de manera interina al Monterrey). Charli fue quien le enseñó, pacientemente, a chutar a Raymundo, haciéndolo balancear su pierna y colocar correctamente su cuerpo. También aprendió a pegarle al balón con las dos piernas y hasta a cabecear. Al niño le fascinó el fucho y jugar en Pumitas. Yo también lo disfruté mucho, sobre todo los primeros años, en que esas treguas eran un bálsamo para una situación de grisura creciente. Más tarde volveré sobre el tema.  

martes, febrero 18, 2014

Venezuela: hacia un Estado fallido



Venezuela se encamina a ser un Estado fallido. Las manifestaciones masivas que fueron reprimidas la semana pasada son sólo un síntoma. Y no el más grave. El problema central está en la economía, a la que se le pretende dar una solución meramente política y, por lo tanto, falsa.

No puedo poner las manos en el fuego y decir que no hay, de parte de la derecha internacional, un intento por desestabilizar el gobierno de Maduro. Es posible. 

Lo que es seguro es que el terreno de hartazgo político y social que permite esas manifestaciones en toda Venezuela ha sido sembrado y abonado por los propios errores del gobierno, tanto económicos como políticos.  En la preparación del coctel desestabilizador, Maduro ha puesto el alcohol.

Una de las diferencias más radicales entre los populismos latinoamericanos del siglo XX y el que gobierna actualmente Venezuela es que aquellos pretendían representar la unidad nacional y la conjunción de intereses, mientras que éste apuesta a la polarización social: a la confrontación política, ideológica y hasta callejera entre “ricos” y “pobres”.

Un presupuesto que no cuadra, una política de hostigamiento abierto a las empresas, subsidios personales al por mayor y corrupción rampante, se han combinado y el resultado es una baja en la producción, un crecimiento en el desempleo y, sobre todo, el tándem terrible de desabasto e inflación. Para colmo, Venezuela sufre una situación de inseguridad que abona a la sensación de descomposición  social.

Detengámonos un momento para analizar algunos datos: la tasa de homicidios intencionales en Caracas es más del triple que en Ciudad Juárez y casi 15 veces superior a la del Distrito Federal. El robo es la principal causa. No se consiguen medicinas, papel del baño y varios productos de la canasta básica como harina de trigo, carne, leche, aceite y café. Los precios de lo que sí se consigue crecen al 50 por ciento anual; es decir, doce veces más rápido que en México. Para colmo, son cada vez más comunes los grandes apagones, resultado de una empresa estatal de electricidad mal administrada.

Durante la época de Chávez, ayudada por los precios del petróleo, la economía venezolana creció de manera desigual, tuvo varios años buenos, seguidos por una recesión en 2009 y 2010, y por tasas superiores al 4 por ciento en los dos años siguientes. En el periodo, además, mejoró la distribución del ingreso, sobre todo a partir de subsidios directos. En 2013, la economía se estancó y ahora va para abajo: hay menos producción y generación de impuestos y los subsidios son financiados mediante una política monetaria laxa (como quien dice, imprimiendo dinero).

Maduro acusa al imperialismo y a los comerciantes de estar detrás del desabasto. El hecho es que hay caída de la producción local y escasez de dólares para importaciones. No nos extrañe, si el déficit fiscal es del 12 por ciento del PIB, según datos oficiales, y la deuda externa –garantizada con petróleo- se ha cuadruplicado en el último quinquenio.

Este problema económico no ha sido abordado con racionalidad mínima: ajustes en el gasto (que, por ejemplo, es muy elevado en el sector defensa), impuestos progresivos o eliminación paulatina de subsidios (como el de la gasolina, que es casi gratis). Al contrario, ha servido como pretexto para una fuga hacia adelante, en la supuesta construcción del socialismo bolivariano.

En esa fuga, en vez de intentar paliar las condiciones de vida de la mayoría de la población con medidas de política económica, el gobierno ha jugado la carta de la propaganda política. Ha buscado ahondar el resentimiento social y encontrar chivos expiatorios. Y también ha aprovechado la situación para cerrar el cerco autoritario sobre los medios que no le son afines. Al cabo que para eso, Maduro gobierna por decreto, sin contrapeso alguno de parte del Legislativo.

La crítica a la burguesía se ha extendido a las clases medias descontentas y aún a los trabajadores del sector formal. Pareciera que se estuviera pensando en una suerte de lumpen-socialismo (que sabemos, es una contradicción de términos).

Todo lo anterior nos dice que Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea Nacional venezolana, tenía razón cuando dijo que el fallecido presidente Chávez “era el muro de contención de muchas de esas ideas locas que se nos ocurren a nosotros”.

Con el país partido por mitades, no extraña que la oposición intente demostrar su músculo y expresar su rechazo al gobierno de Maduro, que ha reaccionado de manera autoritaria y paranoica  a los problemas de escasez derivados de su errática conducción económica.

El problema para la oposición es que eso no le basta. No le basta exacerbar las contradicciones. Tal vez, dadas las condiciones críticas en que vive ese país, el chavismo haya perdido la mayoría absoluta en Venezuela, pero eso no significa que el grupo variopinto de los opositores sea capaz de aglutinar una alternativa viable ni de hacer variar el rumbo hacia el abismo al que se dirige Maduro.

Por una parte, el chavismo tiene aún muchos seguidores, y muy fanatizados. Por otra, el gobierno tiene el claro apoyo de las fuerzas armadas, que han sido beneficiadas durante estos años. Finalmente, a pesar de que las protestas se han extendido por toda Venezuela, siguen siendo preponderantemente de las clases medias, que son las que han visto con claridad el deterioro de su calidad de vida.

Cuando la protesta por la carestía y la falta de libertades no sólo sea en Chacao, sino en los barrios pobres de Caracas, entonces sí se volteará la mesa contra el grupo de Maduro (y, con ella, toda una serie de apoyos de las “fuerzas vivas”). Antes no.

La conducción desastrosa de la economía, que empieza a afectar a los más pobres, apunta a que así sucederá y lo principal que intenta la maquinaria propagandística del gobierno es evitarlo, generando más polarización política e ideológica.

En cualquiera de las dos opciones: el tsunami popular que saque abruptamente al chavismo del poder o la polarización extrema que acerque al país a la guerra civil, el futuro de Venezuela se ve oscuro, lleno de nubarrones.

Una entrada de abril de 2013: La pírrica victoria de Maduro

miércoles, febrero 05, 2014

Leyendas olímpicas invernales: Dan Jansen

  

Hay deportistas que ganan todas las competencias posibles pero que, a la hora de los Juegos Olímpicos, parece que los dioses se confabulan en su contra de la manera más cruel. Para ellos, superar esa conspiración gestada arteramente desde el Olimpo, se convierte en una tarea particularmente heroica. Es el caso del patinador Dan Jansen.

El joven de Wisconsin tuvo conciencia de su talento innato desde muy joven, cuando su hermana mayor Jane lo introdujo en el patinaje de velocidad. A los 16 años rompió el récord mundial juvenil de los 500 metros, y a los 18 ya era miembro de la delegación olímpica de Estados Unidos que compitió en Sarajevo. Allí consiguió un improbable cuarto lugar. Y se dijo: “si a esta edad, fui cuarto, muy pronto seré campeón olímpico”.

Entonces fue que empezaron a confabularse los dioses. Para 1986 era poseedor de los principales récords mundiales, pero en 1987 tuvo que superar una mononucleosis que lo debilitó notablemente, al tiempo que se enteró que su hermana Jane padecía de leucemia.

Superada su enfermedad, Jansen era amplio favorito para hacerse con el oro en los 500 metros en los juegos de Calgary 1988, tras haber ganado con facilidad el Mundial. Pero el preciso día de la competencia, recibió una llamada: su hermana estaba muriéndose y quería despedirse. Él alcanzó a decirle que la quería, pero ella ya no podía hablar. Seis horas después, ella murió.

Devastado, Jansen salió a la pista. No podía controlar sus patines. En la primera vuelta se resbaló y cayó. Dos días después, intentó competir en los 1000 metros; tras ir a ritmo de récord mundial en los primeros 600, volvió a despistarse y caer, con la mirada perdida e implorando.

Los siguientes años fueron de triunfos en los diferentes campeonatos. Jansen tenía el récord del mundo. No podía fallar en Albertville 92. Pero había lluvia, el hielo estaba suave y el grandulón terminó en cuarto en los 500, con más de un segundo por encima de su récord. Para los 1000 metros, estaba hecho un manojo de nervios y terminó en el lugar 26.

El patinador perseveró. Fue el primero en romper la barrera de los 36 segundos en los 500 metros, su especialidad. Lo había hecho cuatro veces y ninguno de sus competidores lo había logrado jamás. La final fue en el sexto aniversario de la muerte de su hermana, y de su fracaso en Calgary. De nuevo iba con marca de romper récords, pero en el último giro antes de la recta final, tuvo un desliz que lo hizo perder el equilibrio por instantes: suficiente para mandarlo hasta el octavo lugar.

¿Qué le quedaba? Competir en los 1000 metros y acabar de una vez por todas. Se decidió a hacerlo sin presiones, no era su prueba favorita. De nuevo, hacia el final, un pequeño resbalón lo hizo rozar el hielo con sus dedos. Pero no fue definitivo. Había roto las marcas olímpica y mundial. Nadie lo superó y finalmente se hizo con el oro olímpico, en su última carrera y en sus cuartos juegos. Saludó al cielo y dio la vuelta triunfal cargando a su pequeña hija, Jane.

Los dioses del Olimpo suelen ser juguetones, pero pocas veces son injustos.

martes, febrero 04, 2014

Miklós Janscò o el sueño del socialismo liberal



Ahora que ha muerto el cineasta húngaro Miklós Jancsò, me sorprenden dos cuestiones. La primera, que un director que parecía importantísimo en los años sesenta y setenta haya hecho en las décadas posteriores un viaje a la oscuridad y casi el anonimato. La otra, que me delata generacionalmente, fue el percatarme que, en términos relativos, soy un conocedor de su obra. Por lo mismo, vale la pena revisarla y, al tiempo, intentar explicarse el porqué de esa extraña ruta hacia el olvido social.

Revisando la filmografía de Jancsò, encuentro que he visto siete de sus largometrajes y, en su momento, hice la reseña de uno de ellos. Seis de los filmes corresponden a dos trilogías. La llamada “Trilogía de la Historia”, con Los Desesperados, Los Rojos y los Blancos y Silencio y Grito, y la “Trilogía Balletista”, la de los larguísimos planos-secuencia, con Agnus Dei, Salmo Rojo y Electra. También vi Vicios Privados, Virtudes Públicas, que es un poco posterior.

Los filmes de Jancsò tienen, todos, una estética peculiar. En todos ellos hace uso extensivo del travelling, llegando a extremos de virtuosismo en las películas-ballet. Todos son complicados semánticamente, porque tienen varias capas de textos y subtextos y, con ello, un doble o triple sentido. Todos son políticos, alegóricos y ritualistas. Todos y cada uno requieren de la complicidad del espectador para funcionar.
 
Los Desesperados (1967) tiene como título original Szegénylegények, que significa algo así como “Pobres Jóvenes”, y narra las luchas entre forajidos-patriotas y el ejército austro-húngaro en 1869. Es una especie de western, con largas persecuciones a caballo en la extensa pradera húngara, cambios constantes de poder y marchas o canciones, que sustituyen un improbable discurso ideológico. Improbable, porque vemos violencia ciega en los dos frentes, asesinatos por motivos personales, denuncias cobardes, brutalidad y maldad entre la niebla filmada en blanco y negro.

Los Rojos y los Blancos (1967) marcó el inicio del éxito internacional de Jancsó. El nombre del filme en húngaro es Csillagosok, Katonak, y corresponde a las dos primeras palabras de La Internacional Comunista en ese idioma (y significa algo así como “Soldados de la Estrella”). Trata de la guerra civil rusa, que abarcó incluso terreno húngaro; la lucha entre los cosacos “Guardias Blancas” y los bolcheviques y sus aliados, tras la toma del poder de los Soviets. De nuevo, las canciones hacen más las veces de motivo ideológico que cualquier razón (La Marsellesa, que se canta en muchos idiomas) y, de nuevo, encontramos violencia ciega de las dos partes. No hay plan, pero sí rencores y mucha sed de sangre. En los dos bandos hay contradicciones, y los excesos son castigados con mayor rigor entre los blancos. La guerra es presentada como caos y locura, y como la incapacidad de regreso al pasado (los blancos hacen bailar un vals a las enfermeras, en vestidos antiguos, como para encontrar el tiempo perdido que no volverá).

Silencio y Grito (Csend és Kialtás, 1968) es, de la trilogía, el más lineal y el que cuenta una historia personal. Un joven militante de la República de los Consejos (el efímero soviet húngaro de 1919) se refugia de la represión en la campiña. Con la complicidad del comandante de la zona, encargado de ajusticiar a los rojos, lo acogen dos hermanas (una se convierte en su amante), pero descubre que están envenenando al esposo y cuñado, dueño de la propiedad. Se encuentra en un terrible dilema: si denuncia a las hermanas serán ajusticiados todos. El film se resuelve de una manera sorprendente: la ideología supera a la moral y resulta que quien tiene más honor es el comandante, a quien el espectador ha aprendido a odiar por otras crueldades.

Y es que en todas las películas de esta trilogía, la Historia (esa de Marx, cuya rueda empujan las masas) es una gran trituradora. La gente común no hace la Historia, sino que la sufre. Cierto, los bandoleros independentistas, los rojos, el refugiado, están del lado “bueno” de la historia, pero eso no los convierte automáticamente en héroes, ni les impide saltar los límites de la violencia o de la traición. Los neutrales son arrasados. Y, por encima de las ideologías están las relaciones de poder: el oficial sobre el soldado, el vencedor de la batalla sobre su prisionero, los ricos sobre los pobres, los hombres sobre las mujeres.

Los filmes balletistas son todos grandes movimientos corales con la revolución y la represión como telón de fondo (o como cuchillo que los atraviesa). Los cortes de edición son reducidos al mínimo y la cámara pasa de un personaje simbólico a otro, mientras que el ensamble artístico se mueve en derredor. Es un movimiento tan horizontal como las llanuras de Hungría, un tanto hipnótico, que va muy de acuerdo con la estética de sugerir, de hacer una alegoría (aunque Janscò declaró que lo hacía para ahorrar, porque se filmaban varios minutos en un día y porque “nunca entenderé cómo hacer un campo y contracampo”).

Agnus Dei (Égi Bárány, 1970) trata básicamente de la génesis histórica del fascismo en Hungría, representado por el régimen oscurantista de Horthy y la trama se desarrolla en un campo que los rojos deben dejar. Los personajes centrales son el padre Varga, detrás de quien se yergue un Dios vengador y sanguinario y que, al triunfo de la contrarrevolución, tortura la inocencia y llena la atmósfera de humo (que, además de representar la ignorancia, sirve para el cambio de carrete y el inicio de un nuevo plano-secuencia).

De entre el grupo de cadetes gobiernistas sale uno –actuado por el conocido Daniel Olbrychsky- tocando el violín, que con un beso revive el cadáver de una roja, rompe filas y clava una bayoneta en la efigie del Sagrado Corazón. Se enfrenta al padre Varga, no concuerda con su mundo. Es bello, es fascinante, siempre sonríe, aunque sea en medio de la muerte. Es joven. Toca el violín sobre un caballo blanco, las mujeres lo adoran, los jóvenes lo siguen y, como el flautista de Hamelin, lleva a las masas a una gigantesca hoguera, donde desaparecen. Matará al padre Varga y, con la clase dominante a su lado, sube al tren “del progreso”, que lleva más humo, más oscurantismo. El cadete es, evidentemente, la representación del fascismo. Creo que, a pesar de que es puro simbolismo, no he visto una descripción más clara de los orígenes y la esencia de esa ideología y ese sistema político.

En México tuvo éxito entre la izquierda Salmo Rojo (título húngaro: Még Kér a Nép: “El Pueblo Pide Todavía”, 1972), que cuenta una revuelta campesina en la acostumbrada llanura y supera, en clave de sublimación socialista, al realismo mágico latinoamericano. Símbolo detrás de símbolo, el espectáculo de la revolución, con todo e iglesia quemada, Padre Nuestro socialista, canciones, bailes, represión y resucitados. Una gran hipérbole distribuida en 27 planos-secuencia.

El hecho mismo de la hipérbole y del simbolismo llevado al extremo, un disparo que es una mancha roja en la mano, que se convierte en una flor de papel (no en una flor natural), que deviene a su vez en una paloma, confiere a Salmo Rojo cierta naturaleza onírica. Y con ella, la sensación de que la sublimación socialista es un sueño. No una realidad. Pero en México nos quedamos alelados con las rubias comunistas en topless (el recurso de senos desnudos es una de las constantes de Jancsò, y no dudo que sea una de las causas de su transitoria popularidad).

Electra (1974) tiene todavía menos cortes de edición, es más claramente teatral (efectivamente, Jancsò encuentra allí una línea que va del teatro clásico griego a sus filmes, pasando por Brecht), más popular y -¿cómo decirlo?- menos socialista que sus otros filmes. Porque aquí Electra es la conciencia en contra del tirano político, no necesariamente en contra del explotador. Y el argumento de Egisto, que el pueblo es feliz si canta y baila, parece ser reforzado por danzas húngaras.
 
El film es todo un tour de force técnico; coreografías con cientos de personas y varios caballos, y la cámara en un flujo constante. Teatro ritual (sí, como el griego) en el que terminamos por percatarnos que Electra, la justiciera contra el tirano, tiene –sobre todo- hambre de sangre.

Vicios Privados, Virtudes Públicas (Vizi privati, pubbliche virtù, 1976) es, que yo sepa, el único filme de Jancsò que triunfó en la cartelera mexicana (supongo que por las escenas de orgías). Trata de la tragedia de Mayerling, el doble suicidio de Rodolfo de Austria y su amante en el castillo homónimo, a finales del siglo XIX. Janscò sugiere en la película que fueron asesinados.

Pero lo que más dice es que había un conflicto generacional, y que los jóvenes aristócratas de la época utilizaban el sexo y el erotismo como forma de rebelión. Que sabían lo que no querían, pero no lo que querían. Era una utopía (sexual y de convivencia) destinada a ser destruida. El subtexto de la revolución cultural juvenil de los años sesenta y setenta es evidente.


Todas estas películas de la época dorada de Jancsò tenían un doble elemento: eran abiertamente socialistas, pero también eran liberales. Tomaban partido, pero con reservas. Le daban la vuelta a la censura, pero con los suficientes subtextos como para enfrentar sus designios. Desconfiaban de la rueda de la Historia. Eran bellas, pero pesimistas (si la vemos con cuidado, también Salmo Rojo). Reivindicaban la rebelión, pero la percibían inútil a fin de cuentas. Jancsò representaba la posibilidad del sueño utópico que sabe que es un sueño. Ese sueño dentro del sueño acabaría por saltar en pedazos, y entramos en el mundo líquido.

Janscò lo preveía desde años antes, desde 1973: “Comienzo a tener miedo de mi lenguaje. Creo que el mundo se está cerrando demasiado. No amo los mundos cerrados y si aceptase encerrarme en mi universo, estaría en contradicción conmigo mismo, con mis convicciones. Estoy en contra de todo lo que limita y encierra al hombre (y por eso estoy siempre en contra de los opresores)”.