A fines del verano de 1984 era yo delegado al congreso del sindicato. Pero en la cola del registro me sentí muy débil. Me senté un rato y decidí volver a casa. En el camino, tocado por una intuición, pasé por una clínica y me hice un análisis de bilirrubina. Los resultados, al día siguiente, confirmaban que estaba mucho más alta que la que llegó a tener Raymundo: yo tenía hepatitis.
El
primer día lo pasé muy mal. Al siguiente, Rayito fue transferido a compartir la
cama conmigo (Patricia se había ido a otro cuarto). Recuerdo aquellos como días
muy chistosos, pasados enteramente en la cama. En las mañanas nos la pasábamos
haciendo y deshaciendo rompecabezas (“rompesdecabezas”, decía él). De Plaza
Sésamo, de El Secreto del Nimh y de otros temas infantiles. Duro y dale con los
rompecabezas, hasta que llegaba la hora de la tele: Odisea Burbujas, El Tesoro
del Saber y luego los videos de rock (hay que decir que los ochenta fueron una
gran década para los videos), algún otro programa, platicar, cenar y el niño se
dormía. Entonces yo me ponía a leer y continuaba con la labor eterna de chupar
paletas de dulce (se decía, o se dice, que eran fundamentales contra la
hepatitis).
Yo iba de entrada a la enfermedad, y Raymundo de salida. A los pocos días lo dieron de alta. Pasé cerca de mes y medio solo y en cama. Pasadas las décadas, recuerdo esos días con mucho más placer que molestia o desesperación.
Por una parte, la hepatitis me permitió disfrutar, como nunca más lo he podido hacer, la postemporada de las Grandes Ligas. No sólo ví todos los juegos, sino que pude llevar tranquilamente el box-score de cada uno de ellos, y hacer sesudos análisis que concluían en la necesaria coronación de los Tigres de Detroit. En esa Serie Mundial le iba a los Tigres de manera descarada: me gustaba el equipo, que tenía a Aurelio López, el Buitre de Tecamachalco, como relevista estrella, y me cagaban los Padres, cuya rotación abridora era abiertamente racista y derechosa. La rotación de San Diego implosionó de manera impresionante (sobre todo el desagradable Eric Show), Detroit se llevó la Serie 4-1 y, para más gozo, Aurelio ganó el quinto y último juego.
Otra cosa que hice tendido en aquella cama, fue revisar las galeras de un librito mío que publicaría Martín Casillas, El FMI y su Relación con México. Era una suerte de folleto que explicaba a grandes rasgos cómo funcionaba el Fondo Monetario Internacional, lo que implicaban las Cartas de Intención que firmaba México a cambio de los créditos y los problemas para servir la deuda externa. Concluía en que lo conveniente era una negociación colectiva de la deuda. El caso es que la edición salió empastelada (es decir, con algunas páginas donde no debían) y no tuvo grandes ventas. Meses después yo le insistía a Casillas que yo había revisado bien las galeras, y él, que no.
Mientras estaba yo convaleciendo apareció La Jornada, el 19 de septiembre. Patricia me hizo el favor de llevar mi colaboración para uno de los números 0 y para los primeros que ya circularon (el internet que tenemos hoy era algo que sólo podía imaginar la ciencia-ficción). Los escribía a mano, y luego los pasaba a máquina (para eso sí me levantaba). Uno de aquellos textos escritos con la hepatitis tenía un nombre muy bueno: “Ultimo tren a Silicon Valley”. Hablaba de que las crisis económicas traen consigo un cambio en las industrias que jalan el resto de la economía: era evidente que ahora el capital se dirigía a la informática y que ésta guiaría el desarrollo en el futuro. Por lo tanto, México debía de hacer un esfuerzo, no en ensamblar computadoras, ni en ponerse a producir turbinas, sino software. Si no tomábamos ese “último tren”, el futuro que nos alcanzaría no sería halagüeño. A casi tres décadas de distancia, tengo la impresión de que quien sí tomó el último tren a Silicon Valley fue la India.
Pero lo mejor de aquel descanso obligado fue la oportunidad de leer muchos libros que estaban esperándome en la imaginaria. De ellos, hay dos que me parecieron extraordinarios. Uno, la gran biografía de Stalin, por Isaac Deutscher (menos monumental que la de Trostky, pero más incisiva). El otro, Narciso y Goldmundo, de Hermann Hesse, que creo haber leído a la edad correcta y que me conmovió por su sensibilidad y su sabiduría: la eterna contradicción –más aparente que real- entre lo racional y lo estético, entre el pensamiento y la acción, se resuelve de una manera maravillosamente madura.
Durante la segunda mitad de mi convalescencia, recibía a menudo la visita de mi padre. Charlábamos animadamente y él se fumaba con gusto un cigarro. En una de esas, yo –que había dejado de fumar desde que caí enfermo, pero ya me sentía mejor- le pido uno; él hace una mueca, se culpa de haberme “heredado” la adicción y, ante mi insistencia, me lo da.
A fines de octubre, Patricia decidió ir con Raymundo a Acapulco –nos tocaba la semana del famoso Transcondovac- y se estuvo allí cuatro días. Creo que fue una buena decisión, sobre todo tomando en cuenta que estaba embarazada. En esos días, armé un rompecabezas de 3 mil piezas, que es algo que no he vuelto a hacer en mi vida, ni pienso volver a hacer jamás.