miércoles, octubre 21, 2009

Biopics: Patrizia de Candia y un programa de radio

Quien de verdad me movió el tapete fue Patrizia de Candia, una chava que conocimos a través de Claudio Francia, quien le había hecho conversación en la biblioteca de la Facultad (al parecer, ligar en las bibliotecas era una extraña especialidad de Claudio). Patrizia estudiaba historia contemporánea en la Universidad de Bolonia, luego de haber obtenido un B.A. en Chicago, y usaba a menudo nuestra biblioteca porque vivía muy cerca del edificio donde estaba la Facultad. Era una mujer bella, garbosa y diferente.

Hablaba el italiano con un ligero acento inglés, que ella negaba poseer. Nacida en Alejandría de Egipto, había vivido su infancia y buena parte de su adolescencia en la Sudáfrica del apartheid (insistía en que la zona angloparlante, donde ella residía, estaba en contra del sistema, a diferencia de los racistas afrikaaners de origen holandés; también subrayaba, muy a la defensiva, que su papá era profesor universitario, no el típico empresario italiano que emigraba para obtener grandes ganancias de bajos salarios). Además de estudiar, era maestra sustituta de inglés en una secundaria, pero no lo hacía por el dinero, porque su familia era acomodada.

Su maquillaje era suave; sus ropas, normalmente holgadas –Eduardo Mapes diría después que era para disimular sus atractivas formas-, eran de alta calidad; por su actitud, se sabía guapa; estaba –como todas- metida en la onda del feminismo, pero decía que no, tal vez porque no compartía el lenguaje radicaloso impregnado de marxismo. A mí me gustó de inmediato. Y mucho.

Yo también le gusté, porque pronto se convirtió en visitante asidua a nuestro departamento y aprovechábamos el tamaño de mi mesa de trabajo para estudiar juntos, cada quien su onda, durante largas horas, en las cuales no faltaban los guiños, las breves pláticas, la sensación de creciente calidez.

Esos fueron los días de explosión demográfica de las radios libres, un movimiento impulsado por el Partido Radical que pretendía que los ciudadanos le arrancaran al Estado el control de los medios de comunicación electrónica. Con una inversión mínima, se montaron decenas de estaciones pirata, que ocuparon el espacio (una de ellas, Radio Alice, incluso asesoraba a los autónomos en sus escaramuzas con la policía en Bolonia). Con el tiempo, la política cedió espacios al comercio y aquellas movilizaciones culturales terminarían por allanar el camino a los empresarios y sus jugosos negocios.

Pues bien, en Módena no podía faltar una radio libre, y los activistas nos invitaron a los estudiantes mexicanos a hacer un programa con música latinoamericana. Un día antes de la cita, nos enteramos por Il Manifesto y L’Unità que el movimiento sindical que unía a trabajadores académicos con los administrativos de la UNAM había sido reprimido y que habían sido detenidos mis profesores Eliezer Morales y Pablo Pascual (“Pascual Moncayo”, escribía la prensa, pero sabíamos que era Pablo), así como los que mi amigo Raúl Trejo había descrito como sus compañeros más cercanos en la grilla universitaria: José Woldenberg, Erwin Stephan-Otto y Alejandro Pérez Pascual. Decidimos entonces que el programa de radio sería en solidaridad con los compañeros reprimidos por el gobierno mexicano y con la huelga de la UNAM.

Al programa llevamos música de todo tipo, pero sobre todo guapachosas. De Celia Cruz a la Sonora Santanera. Edgar List leyó un poema suyo reciente, que yo traduje. También leí un rollito en el condenaba la detención de los sindicalistas. A la estación –guiado por la búsqueda de una antena- llegó un refugiado chileno, emocionado porque después de varios años había podido escuchar radio en español. También tuvimos una crítica: a Roberta, la entonces novia de Mapes, no le había parecido que yo tradujera la letra de “El Ladrón”, que cantaba Sonia López con la Santanera, porque era “evidentemente sexista”.

Patrizia de Candia había estado estudiando conmigo hasta minutos antes del programa, nos llevó a la estación de radio y se quedó con nosotros todo el rato. Luego se dio cuenta -¡bendito Freud!- que había olvidado su bolsa en nuestro departamento, así que allá fue también de regreso. Ya era muy noche y la convencí de que se quedara (le presté una camisa mía de manta, que usó a manera de baby-doll). Nos la pasamos en cama platicando, besándonos, conociéndonos, fajando, platicando más, acariciándonos, mirándonos tiernamente, descubriéndonos hasta las seis de la tarde.

Un par de días después nos enteramos que los sindicalistas mexicanos habían sido liberados.

1 comentario:

Olaf dijo...

Alejandro Pérez Pascual es mi actual asesor de tesis en la licenciatura en economía. No sabía mucho sobre su pasado, pero ahora que lo mencionas le preguntaré.

Saludos!