miércoles, abril 22, 2009

Biopics: Un hambriento y un perdido

Llegué a San Sebastián un día después de lo acordado con los cuates que había dejado en Marruecos. La ciudad era notablemente más grande y más hermosa de lo que me había imaginado. Decidí que el lugar lógico para esperarlos era en frente a la Playa de la Concha, frente al ayuntamiento. El que no hubiéramos fijado hora era otro problema. Estuve allí un rato relativamente largo hasta que comprendí que no los vería. Me alejé del malecón y en la banca de un parque cercano me puse a buscar en mi mochila el teléfono de la amiga de Steve Beeson que vivía en ese lugar.

Todavía no lo encontraba cuando escuché un grito: “¡Paaancho!”.

Era Carlos Mársico que se aproximaba a mí, con una enorme sonrisa. Me abrazó con fuerza. Había ido a buscarme a la estación de autobuses, pero yo había llegado en tren y regresaba, cabizbajo, cuando me encontró. Era la segunda vez, en pocos días y en el otro extremo de España, que nos topábamos casi milagrosamente.

-Ché, qué suerte encontrarte. Casi no he comido en tres días.

Nos fuimos a comer un gran bistec con papas y Carlos me platicó lo que les había sucedido. Cuando los dejé Marruecos tenian poco más de cien dólares y algo así como 38 gramos de hashish. Hicieron autostop para ir a Tánger y por allí rolaron un día, en el que se fumaron todo y, ya bien pachecos, se gastaron buena parte del dinero. Con lo que les quedaba, regresaron a España, con la intención de llegar, ayudados por el dedo, hasta San Sebastián. Lo más lejos que llegaron de aventón fue a Jaén. Y, decía Carlos, como nadie los llevaba y no tenían dinero para un camping, cada vez estaban más desesperados, más sucios, más desaliñados… y menos conseguían que alguien los subiera. Para colmo, a Carlos le dio un chorrillo atroz, así que decidieron separarse. Carlos tomó un tren estudiantil para San Sebastián y Steve se quedó con la tienda de campaña, una botella de agua, un pan, una lata de sardinas y 200 pesetas (que era casi nada). Ninguno de los otros pasajeros del tren creía que Carlos era estudiante; afirmaron que era un hippie vagabundo, lo cual lo deprimió todavía más. En San Sebastián se hizo cuate de un irlandés que trabajaba ese verano en un hotelito, el Hirun Anaiak, le dio asilo en la buhardilla y le compró una caja de quesitos mini, de los que Carlos comía dos al día.

Conocimos al irlandés, Seamus, quien era de Belfast (I’m for Belfast, somebody has to be from Belfast) y rentamos un cuarto en el propio hotel. Se suponía que Steve tenía que llegar antes del 31 de agosto, porque su avión a Estados Unidos partía de Londres el 1º de septiembre. Todos los días a las 12 íbamos a esperarlo a la plaza del ayuntamiento. Su amiga no tenía noticias de él. El resto del tiempo, rolamos por la ciudad, que me parecio elegante y melancólica (Mársico decía que era lo segundo porque las plazas tenían nombres franquistas: “imagínate, vas a una plaza con la fecha de tu derrota”). No llegó el 31 y tampoco el 1º de septiembre. Dedujimos que lo adoptó una familia de gitanos. Igual pudo haber buscado auxilio en un consulado gringo, pero eso no tenía méritos literarios.

Al final dejamos Guipúzcoa, cruzando a pie la frontera entre Irún y Hendaya. Le propuse a Carlos quedarnos un par de días en St. Jean de Luz, pero estaba totalmente tronado mentalmente. Tomamos el tren a Italia y se quedó un rato en Módena, conscientes ambos de que, como se decía, settembre è il mese del ripensamento.





Carlos Mársico en Módena.

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