jueves, septiembre 18, 2008

Biopics: el tren estudiantil, Holanda… y México

Tras los exámenes, llegó la época de vacaciones. Mapes y Carreto habían decidido viajar a Portugal, a participar en la radicalización –en proceso- de la Revolución de los Claveles. Irían en el auto de Margherita, con Beppe Falavigna y Helga Van Dongen.

Por mi parte, pensaba en ir pronto a México. Se decía que la meca para los viajes a precio estudiantil era Amsterdam. Así que mi plan era tomar un tren de estudiantes a Holanda, quedarme una semana en casa de Helga, mientras compraba mi boleto superbarato a Mexicalpán y se hacía la fecha en la que ella viajara a Módena para unirse al tour portugués.


Compré, pues, un boleto clase estudiantil –que era a menos de la mitad de precio- para Amsterdam, tomé mi tren a Milán, y desde ahí el de medianoche, rumbo a la tierra de los tulipanes. Sólo que había un pequeño detalle en el trasbordo: para los estudiantes estaba destinado exclusivamente medio vagón de segunda clase. La otra mitad era de primera y el resto del tren eran coches-dormitorio. Cuando llegué había como cien chavos, ya todos los asientos estaban ocupados, así como buena parte del corredor. Abrí un compartimento y pregunté a los que estaban sentados dónde se bajaban y si ya habían apartado lugar. El que estaba disponible era de un italiano que iba a Baden-Baden. Me lo apartó y regresé al corredor, donde con trabajos pude hacerme de un rinconcito. La gente seguía subiendo, copaba la zona de entrada y salida y se acomodaba, como podía, sobre maletas y mochilas. Llegaron –típico- unos gringos con Eurailpass (ese mito genial) y estaban incómodos y alucinados. Se bajaron. Se subieron. Se volvieron a bajar.


Con las ventanas abiertas en la cálida noche, entre humo de cigarrillos, las horas fueron discurriendo. Pasamos la aduana suiza. Tras ello, a dos suecos greñudísimos se les ocurrió acostarse sobre el estante de las maletas que recorría el pasillo: Se acomodaron entre risas de la banda. Llegamos a la frontera alemana. Los oficiales tudescos, muy serios, exigían el pasaporte con cara dura –y supongo que algo de picor en las narices porque aquello olía a más que patas-, caminaban muy estiraditos entre las maletas mientras las largas melenas de los suecos dormidos allá arriba les rozaban la gorra. Nunca los vieron.


El italiano se bajó en Baden-Baden, yo obtuve mi lugar y dormité un rato. Pronto amaneció, llegamos a Holanda, que me impresionó por lo plana y porque sí tenía los molinos de viento de los cuentos. Unos pocos, pero suficientes para jamas olvidar esa vista.


En Amsterdam me quedé en casa de Helga, quien había recibido también a un par de cuates suyos holandeses, en ruta a quiensabedónde. Me prestó su bici, vehículo básico en esa ciudad, e ideal para recorrerla, entre canales, plazas y callejuelas. La ciudad olía a huevos con tocino en las mañanas, y a pescado fresco en las tardes.


Muy pronto fui al centro de ventas de boletos estudiantiles, y aquello en primer lugar era un caos, por la cantidad de chavos que estaban buscando ofertas, y en segundo lugar resultó frustrante, porque –tras horas de codazos y empujones- llegué al mostrador nada más para enterarme que ya estaba todo vendido para quien quisiera cruzar el Atlántico.


Tenía que encontrar otra solución, y fue con la siempre útil Helga, quien entonces hacía sus pininos en la KLM –ahora es jefa de azafatas-. En sus oficinas de la calle de Brooklyn (palabra holandesa que significa “línea rota”, según me explicó con su vocación de guía de turistas), nos pusimos a buscar opciones. Aprendí pronto –la necesidad es madre de la invención- a leer los tabiques en clave que se usaban para definir vuelos, horarios, clases, precios y descuentos, para luego checar telefónicamente la disponibilidad. Finalmente encontramos una combinación muy loca: volar por Canadian Pacific a Montreal, y de ahí a México por Iberia. Salía relativamente barato, pero con mi dinero no me alcanzaba para ida y vuelta. Así que lo compré nomás de ida.


Ya sin esa presión, me dedique en pleno a gozar de la ciudad por el resto de la semana. Largos paseos en bicla, con visitas al Rijksmuseum –la verdad, lo que más me impresionó fue su colección asiática-, al Museo Van Gogh y a la casa de Rembrandt; largos descansos en el parque, cotorreando con desconocidos fumadores; cafés, sandwiches y jugos de naranja con Helga y su inseparable cigarrillo; la sensación –que pervive- de andar por una ciudad libérrima, de tamaño humano, pero también rica y en expansión. Lo único que no me gustó fueron los precios, porque en esa época el florín se había revaluado (no importa que los billetes estuvieran retechulos).


De Schiphol tomé mi avión a Montreal, que recuerdo como lleno de gente seria. Será porque apenas me subí al de Iberia, me invadieron la escandalera española y el olor de los habanos que se esparcía por toda la cabina. Llegué a México, tome mi maleta rota, mi taxi, toqué el timbre, mi papá se asomó y le mostré una enorme sonrisa mientras sostenía la maleta sobre mi cabeza.


“Cabrón”, me dijo, “hubieras avisado”. Y bajó corriendo a abrir.

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