Y hablando de este tipo de falsas metáforas, hay otro cuento mío, "Retorno N de Amadís", que escribí en 1974, corregí en 1980 y publiqué en 1990, y que hoy podría interpretarse como una crítica a una supuesta blandura de Occidente ante el Islam. En realidad, era la transcripción de otro sueño.
La Carrera del Siglo
A fines de 1966 se estrenó en el cine Diana de
Fue en uno de esos arranques de nostalgia que me decidí a ir al cine Estadio, donde la reestrenaron. Era un domingo y el cine estaba lleno a reventar. La película se me hizo divertida, principalmente la caótica guerra de pastelazos en la que Jack Lemmon cae dos veces al gigantesco pastel: primero como el profesor Fate, luego como un rey borrachín. Pero, por más que traté, no pude asociarla con aquel día en que mis labios pudieron sentir, efímeramente, los de su walkiria. Es imposible regresar en el tiempo, me dije. Al final de la película me encontraba un poco decepcionado, pero de pronto pensé que no había por qué estarlo: yo estaba por encima de todo aquello, estaba por encima de Ana María, sobre los demás asistentes al cine, sobre los personajes: yo sabía cómo iba a terminar el filme, Ana María no estaba ahí para hacerme competencia y los personajes aún luchaban denodadamente por ganar la carrera. Cerré los ojos con lentitud y calma, a sabiendas de que la película iba a terminar cuando Fate, al inicio de la carrera de regreso a Nueva York, disparara el cañón de su carro y mandara la torre Eiffel al suelo.
La primera vez que ví la película me molestó el final, quizá porque había sido lo suficientemente inocente como para encontrar creíble todo lo anterior. En el cine Estadio me molestaba otra cosa: la posibilidad de que el truco de la torre Eiffel haya sido un pretexto para no mostrar la carrera de regreso, en la que de seguro el Profesor Fate derrotó con facilidad al carita Curtis, quien llegó a la meta días después, negro de fango y aceite, perdida la eterna y aséptica pulcritud con la que se pavoneó en la primera parte de la cinta. Y este miedo se confundió con otro: quizá toda la historia había sido cambiada para la glorificación del limpio y maniqueísta Curtis.
Se fue la luz del cine, sumiéndonos en la oscuridad total, empecé a escuchar gritos de pánico, o más bien un rumor de excitación, sentí una brisa marina golpeándome la cara, ahora estaba yo dentro del filme, entre los espectadores que esperaban la llegada de los contrincantes. Nunca supe exactamente dónde; si en la pantalla del cine Estadio, en París a la llegada de los competidores, o en el estudio de California, cercano al mar.
Hubo algo que me impresionó: yo era yo, de espectador, pero también era Curtis y era Fate: estaba llegando a la meta, estaba esperando la llegada del Otro y, por otro lado, lo veía todo desde arriba, dominando los pensamientos y las acciones de todos. Creo que es hora de contar como terminó realmente
Yo, Curtis y yo, Fate, llegábamos al mismo tiempo a París, decidimos pactar un empate, sin embargo alguno había de llegar primero, porque era necesario cruzar una puerta donde sólo un automóvil cabía. Yo, Curtis, eché una moneda al aire, y yo, Fate, ingenuo, acepté que el Otro entrara primero (la moneda tenía la misma figura por los dos lados). Seguí atrás de Curtis, hasta la puerta de entrada, entonces yo, Curtis, le hice una seña al empleado que abrió la reja para que no me dejara entrar a mí, Fate. Así vi, desesperado, pero todavía con la remota esperanza de que Curtis cumpliera el trato, cómo gozaba del recibimiento público, y vi también, mientras se me vitoreaba, la cara de rabia de Fate a través de las rejas que nos separaban; me lanzaba miradas de odio y de humilde aceptación de una derrota falsa. Intenté no verlo ni pensar en otra cosa. Al mismo tiempo, yo veía desde dentro de todo lo que sucedía, la relación entre Curtis y Fate, de amistosa hostilidad, de amor: uno necesitaba del sacrificio del otro para ser él; el otro para saberse vencedor, debía de ver con claridad el fin de la historia y gozar, de cierto modo, con la victoria pírrica de quien trataba de dominar su remordimiento. Yo era la relación entre ellos, y creía saber el final. Pero sucedió algo imprevisto, Curtis decidió disparar hacia el mar el cañón que tenía escondido en su máquina blanca, en festejo de la victoria, entonces se me reveló el verdadero final y todo lo que había de seguirle. Fui Curtis manejando el coche hacia el malecón californiano-parisino, fui el espectador viendo cómo se acerca el automóvil a la orilla, tratando de hacer un recuerdo de su vida entera antes del bombazo que no sólo caerá al mar, sino que nos destruirá a todos los personajes y que no quedará absolutamente nada de mí en el mundo, fui Fate, al fin conocedor del significado de su nombre, accionando mentalmente el botón que disparará la bala y acabará con todos, aceptando la muerte como algo necesario.
Antes de que Curtis disparara el cañón e hiciera caer a la torre Eiffel, yo estaba dentro de la torre observando cómo todas las cosas tenían lugar. Todos los que nos habíamos encaramado ahí sabíamos el final y que sólo había oportunidad para la vida subiéndonos en la torre, que todo el mundo sería destruido al momento del cañonazo y que sólo algunos de los que cayéramos de la torre nos podríamos salvar. Todo esto lo había yo soñado y quizá estuviéramos en la realidad; al momento de llegar Curtis en su automóvil blanco, radiante, supe que tenía razón, lo supimos todos los que estábamos en la torre. Pasamos los minutos anteriores a la catástrofe buscando con desesperación una manera de evitarla, pero cada vez que abríamos una puerta o apretábamos un botón, aparecían los cadáveres de toda la humanidad, o sus fantasmas, a roernos la conciencia. Cuando vimos que no había otra salida, nos atuvimos al destino, tratando de abrazar a la mujer más cercana. Escuchamos la explosión y sentimos cómo la torre caía perpendicularmente hacia el mar, ya estábamos seguros para entonces de ser los únicos humanos vivos sobre la tierra. Yo sabía los pensamientos y los sentimientos de cada uno, estaba en mí y en los demás simultáneamente. Por eso, pude sentir mi cabeza chocar contra una viga y tener como última visión en la tierra a los compañeros que se han salvado y nadan en dirección a la playa, pero pude también nadar y sobrevivir y ser al fin yo mismo, en el momento decisivo de la vida.
Los que quedamos somos una raza nueva, verdadera, que camina por la playa hasta llegar a un llano muy verde, donde nos espera un tren, que nos llevará a poblar el mundo y cubrirlo de tractores y cerezos. Me hice amigo de dos salvadoreños y una nicaragüense, uno de ellos está malherido, ella, encinta. Ella, es joven y morena, el pelo castaño le cae sobre su cara mestiza, ríe con amplios dientes, su vestido es de tela burda, limpio, floreado. Puedo asegurar que toda su vida se ha bañado en un río. Va a ser mi mujer, lo sé, todos los hijos son nuestros, y son nuestros hermanos. Conversamos los cuatro hasta llegar a una gran casa de campo, donde un grupo vivirá y trabajará los próximos meses. Viene a mi mente la imagen de Ana María lánguida y de transparente mirada, enmedio de la oscuridad del cine Diana, con un dulce entre los dientes, trato de aferrarme al cuerpo de mi mujer. Ya no distingo nada. Beso por un segundo a Ana María, veo el final de "