Este es el esqueleto de mi guión para una película que Hollywood nunca filmará (casting incluido): es una comedia romántica psicológico-musical, intitulada Wet Dreams:
Barbra Streisand is a multi-talented, great-legged, NY-Jewish psychoanalist. Bruce Willis is her patient. He has a recurring nightmare: while he’s trying to make love with the Morgan Fairchild of “Falcon Crest”, Michael Moore appears filming them with his camera and saying something about “bowling with the bitch’s head”, suddenly Arnold Swarzenegger appears, in futuristic gear and armed to his teeth, and arrests him “for the future murder of Jordan Roberts”.
Streisand asks Willis, with a song about “the inner child’s dreams” to recall his boyhood. An image appears: his father (Charlton Heston) was carrying a gun with his left hand and a bible with his right hand and beat his mother (Susan Sarandon) all the time. Sarandon gave the other cheek, and Heston slapped her all the same. Another image: little boy Willis catches Mom Sarandon going to bed with Martin Sheen, while Dad Heston is away selling appliances (this part is, But Of Course, set on the fifties) and imagines –only imagines- Heston’s bloody revenge. Willis stands up from the couch, covered with tears, and embraces Streisand. She sings “Freud tears”. They both realize they’re in love.
But there’s a problem. Streisand is married to Tim Robbins, a veteran relief pitcher for the Mets. The day she’s about to tell him about her affair with Willis, Robbins is stabbed with a hunter’s knife by crazed Yankee fan Ted Nugent. Streisand accompanies Robbins in the ambulance, singing “Don’t bleed so much for me”. The ambulance driver, Willis, realizes that tragedy has set him apart from Streisand. At the e.r. door they embrace for the last time.
Sean Penn is in charge of the e.r. facility (we could change that for George Clooney, would be more fun), and does everything to save Robbins’ life. When he succeeds, Barbra starts singing another song. In that moment, a desperate Charlie Daniels appears and –with country music background- shoots both Penn/Clooney and Streisand to death.
The camera rolls back, and we see Michael Moore filming all the stuff.
martes, junio 28, 2005
Bíopics: José Agustín y mis cuates marcianos de la prepa
En primero de prepa ya no me sentía como bicho raro entre tanto “grande”. Era un cambio muy bienvenido. Era, además, una generación nueva para mí, con la que podría interactuar sin prejuicios.
Ese año tuve un maestro que dejó huella. Mauricio Brehm daba literatura hispánica y nos hizo ver las letras de otra manera. Ya no se trataba de coleccionar autores y definir estilos, sino de sentir la literatura, y entenderla como un acto de amor (Brehm era un jesuita místico, y es un gran poeta desconocido). Sus clases eran para mí como un gran abrevadero.
Mis lecturas en esa época eran más bien limitadas. La revista Pop, Alvaro Delaiglesia, la trilogía de Lobsang Rampa (los dos primeros libros me encantaron; con el tercero me sentí engañado) y un bookcito que compré en la Librería de Cristal: la Autobiografía de José Agustín, un chavo de 25 años que la escribió cuando tenía 22.
José Agustín fue un descubrimiento enorme para mí. Un chavo que publicó su primera novela a los 20 años, que pensaba como nosotros pensábamos y que escribía como nosotros hablábamos: con neologismos, con groserías, con desenfado. Es difícil describir mi sensación al leer esa autobiografía cotorra. Era, en primer lugar, sentir que el mundo se me abría, que los chavos como yo éramos muchos, que las palabras y las formas podían ser desacralizadas y que eso era divertido.
Mayores fueron la sorpresa y la alegría cuando Brehm pasó a hablar de literatura mexicana contemporánea. De Rulfo (donde nos hizo “terminar” uno de los cuentos de El Llano en Llamas) y Fuentes, pasó a la llamada “literatura de la onda” y a su máximo exponente: José Agustín. ¡Pácatelas!, el chavo que escribía “pendejo”, “chingada”, “mal pedo”, “le agarró las nalgas” y “estaba muy friqueado” era parte de la clase de literatura. Brehm preguntó quién había leído a José Agustín, y tres de nosotros levantamos la mano. Luciano Peralta había leído La Tumba; Raúl Trejo, De Perfil, y yo, la Autobiografía. Nos instó a que nos intercambiaramos los libros. Trejo me prestó De Perfil; es el día que Peralta no me devuelve la autobiografía.
A partir de ahí, me hice cuate de Raúl Trejo, un chavo muy serio, un poco tímido, muy formal, de frases profundas y movimientos torpes, que había llegado al Patria de otra secundaria. Durante los recreos, nos íbamos a una tortería cercana a platicar sobre mil temas. El quería ser periodista y se interesaba por todos los asuntos, aún aquellos –como los deportes- que no le interesaban realmente. Pero de lo que más hablamos fue de literatura. Ambos empezamos a devorar con avidez toda la literatura de la onda. Poco a poco, también, nos empezamos a dar cuenta de que, aunque entretenida, tenía muchas obras malas que buenas.
A los pocos días, se nos juntó otro cuate del grupo, una suerte de loner con ideas mafufas e iconoclastas. El había leído la Autobiografía de Carlos Monsiváis en la misma colección y había sido llevado por Mauricio Brehm a la lectura de Las Tribulaciones del Estudiante Törless. Pero sus verdaderas pasiones eran el erotismo y la cultura de la droga. Se llamaba Raúl González Rodarte.
Un día, caminábamos por Moliere y yo veía cómo el ancho Trejo, poco expresivo, se movía como ajeno al mundo y a su propio cuerpo; veía cómo el escurrido González Rodarte se movía como con nervios de colibrí, enfundado en un pantalón ajustadísimo, y me parecía, él mismo, un colibrí detrás del escape de un camión. Fue cuando me dije: “Mis cuates son extraterrestres”. Así que de plano le pregunté a Trejo: “Oye, Raúl ¿De veras no eres marciano?”
Ese año tuve un maestro que dejó huella. Mauricio Brehm daba literatura hispánica y nos hizo ver las letras de otra manera. Ya no se trataba de coleccionar autores y definir estilos, sino de sentir la literatura, y entenderla como un acto de amor (Brehm era un jesuita místico, y es un gran poeta desconocido). Sus clases eran para mí como un gran abrevadero.
Mis lecturas en esa época eran más bien limitadas. La revista Pop, Alvaro Delaiglesia, la trilogía de Lobsang Rampa (los dos primeros libros me encantaron; con el tercero me sentí engañado) y un bookcito que compré en la Librería de Cristal: la Autobiografía de José Agustín, un chavo de 25 años que la escribió cuando tenía 22.
José Agustín fue un descubrimiento enorme para mí. Un chavo que publicó su primera novela a los 20 años, que pensaba como nosotros pensábamos y que escribía como nosotros hablábamos: con neologismos, con groserías, con desenfado. Es difícil describir mi sensación al leer esa autobiografía cotorra. Era, en primer lugar, sentir que el mundo se me abría, que los chavos como yo éramos muchos, que las palabras y las formas podían ser desacralizadas y que eso era divertido.
Mayores fueron la sorpresa y la alegría cuando Brehm pasó a hablar de literatura mexicana contemporánea. De Rulfo (donde nos hizo “terminar” uno de los cuentos de El Llano en Llamas) y Fuentes, pasó a la llamada “literatura de la onda” y a su máximo exponente: José Agustín. ¡Pácatelas!, el chavo que escribía “pendejo”, “chingada”, “mal pedo”, “le agarró las nalgas” y “estaba muy friqueado” era parte de la clase de literatura. Brehm preguntó quién había leído a José Agustín, y tres de nosotros levantamos la mano. Luciano Peralta había leído La Tumba; Raúl Trejo, De Perfil, y yo, la Autobiografía. Nos instó a que nos intercambiaramos los libros. Trejo me prestó De Perfil; es el día que Peralta no me devuelve la autobiografía.
A partir de ahí, me hice cuate de Raúl Trejo, un chavo muy serio, un poco tímido, muy formal, de frases profundas y movimientos torpes, que había llegado al Patria de otra secundaria. Durante los recreos, nos íbamos a una tortería cercana a platicar sobre mil temas. El quería ser periodista y se interesaba por todos los asuntos, aún aquellos –como los deportes- que no le interesaban realmente. Pero de lo que más hablamos fue de literatura. Ambos empezamos a devorar con avidez toda la literatura de la onda. Poco a poco, también, nos empezamos a dar cuenta de que, aunque entretenida, tenía muchas obras malas que buenas.
A los pocos días, se nos juntó otro cuate del grupo, una suerte de loner con ideas mafufas e iconoclastas. El había leído la Autobiografía de Carlos Monsiváis en la misma colección y había sido llevado por Mauricio Brehm a la lectura de Las Tribulaciones del Estudiante Törless. Pero sus verdaderas pasiones eran el erotismo y la cultura de la droga. Se llamaba Raúl González Rodarte.
Un día, caminábamos por Moliere y yo veía cómo el ancho Trejo, poco expresivo, se movía como ajeno al mundo y a su propio cuerpo; veía cómo el escurrido González Rodarte se movía como con nervios de colibrí, enfundado en un pantalón ajustadísimo, y me parecía, él mismo, un colibrí detrás del escape de un camión. Fue cuando me dije: “Mis cuates son extraterrestres”. Así que de plano le pregunté a Trejo: “Oye, Raúl ¿De veras no eres marciano?”
miércoles, junio 08, 2005
Biopics: Marcha Olímpica
Tras los juegos olímpicos, en el vecindario se desató la pasión atlética. Medimos con pasos largos la manzana y concluimos que tenía los 400 metros reglamentarios. A partir de allí, se realizaron todo tipo de competencias. Las más comunes eran el semifondo (cinco mil o diez mil metros) y la marcha (Pedraza había demostrado que los mexicanos podíamos).
Corrimos y caminamos tanto que nos hicimos, casi todos, de una condición aeróbica respetable. El mejor fondista era el Coco Almazán; el mejor marchista era yo. Ya tenía futuro deportivo: me imaginaba en la ceremonia de premiación de la Olimpiada de Munich, soltando una lagrimita al momento de ver ondear la bandera nacional.
Por algo había que empezar, y fue por entrar al equipo de los de primero de prepa en la competencia atlética interna del Patria. Nos hicieron como a cincuenta caminar hasta un camión que estaba estacionado en el patio, tocar y regresar como cinco veces (muy corto, habrán sido unos mil metros en total) y gané fácil.
Luego siguió el torneo del Patria. Tres mil metros. Tomé la punta desde el principio y, sintiéndome muy tranquilo, me mantuve con una ventaja ligera para tener aliento para el sprint de la última vuelta. Empiezo a jalar y, para mi sorpresa, veo que tres cuates, obviamente corriendo, me rebasan en los últimos cien metros. Sólo a uno lo descalifican. De otro, se dan cuenta de que no sabía marchar al primer entrenamiento de la selección de atletismo de la escuela.
Habemos seis marchistas en el equipo. Cuatro somos Juvenil B (Macín, Heatly, Lombana y yo) y dos son Juvenil C (Domínguez y Kramer). Los otros Juvenil B son de secundaria y competirán en cinco mil metros. Yo, que tengo más resistencia, competiré en Juvenil C (nacidos del 50 al 52) en los diez mil de la Liga Aquiles Ratti, que reúne a las escuelas privadas.
Entrenamos todos los días después de clases. Caminar y caminar y caminar (a veces en la calle, y algún machín lanza silbidos); correr unos cinco mil metros, luego sprintear en marcha. Caminar y caminar y caminar en el Deportivo Plan Sexenal.
Noto que el movimiento antinatural me roza los güevos y la cola, cuando el kilometraje es excesivo. Medio tarrito de crema Pond’s en las zonas afectadas resulta ser un remedio eficaz.
En el torneo de la Aquiles Ratti, se ve de inmediato que sólo un cuate del Tepeyac y yo tenemos ritmo de competencia. Dejo que se aleje un poco, y luego intento alcanzarlo. Las piernas ya van en automático, no logro acelerar. Quedo en segundo lugar, con una hora y siete minutos. Domínguez y otro del Tepeyac son tercero y cuarto. En Juvenil B, Macín gana de calle.
El siguiente paso es el torneo del Distrito Federal, que se realizará en la Magdalena Mixhuca. La respuesta a eso es entrenar y entrenar y entrenar, con mis zapatos Dunlop, a los que les pinté “Devorakilómetros” a los lados, como parte de un diezmado equipo de la Aquiles Ratti. Me salen ampollas en la planta del pie. Se van quemando y convirtiendo en callos. Luego empiezan a salir en la parte inferior de cada dedo, luego en la superior...
La competencia en el evento del DF es mucho más fuerte. Hay dos que tienen, evidentemente, más calidad que el resto, y nos llegan a lapear hasta dos veces. Peleo a muerte dentro del pelotón, mientras Domínguez se rezaga de fea manera. Por primera vez me doy cuenta, en carne propia, de que la caminata no es sólo resistencia, sino también velocidad: muchos pasos largos por minuto. Termino en séptimo lugar con tiempo de 59 minutos y 56 segundos, y el coach Horacio no está allí para recibirme con una manta (está alegando para descalificar a varios; lo consigue: oficialmente, quedo en cuarto sitio y paso al Prenacional).
Sigo entrenando (pienso, décadas después, que lo hacía como si supusiera que los rivales no estaban redoblando el paso) y voy al Prenacional. En los cinco mil, Macín –que había entrenado con polainas en el Ajusco- hace un carrerón, pierde en el sprint final y termina lesionado. En los diez mil, mi competencia, apenas dan la salida, un loquito sale disparado, pienso que de seguro se va a quemar antes de dos kilómetros. Me dedico, mejor, a seguirle el ritmo al que va en segundo lugar, también bastante rápido. Quien no aguanta el paso a los dos kilómetros soy yo, y veo como el segundo lugar se aleja. Tengo que bajar el ritmo e ir al paso que normalmente me impongo en los entrenamientos. El líder sigue contundente y ya me lleva una vuelta. Otros chavos me rebasan. Voy en cuarto, en quinto, en sexto. Y el aparente loquito me vuelve a lapear. Voy en automático, quiero terminar. El ganador de la competencia me sacó cinco vueltas; el segundo lugar me lapeó en dos ocasiones. Aquellos tienen otro nivel: los demás, salvo algunos rezagados, estamos en la misma vuelta. Termino con un tiempazo: 56 minutos y 52 segundos. Pero es un séptimo lugar, esta vez sin pretextos. Pretendo conformarme pensando que quien ganó de seguro nació en 1950 y lleva años marchando. Me equivocaba, era el primer año como marchista de Raúl González, nacido en 1952 y futuro campeón olímpico.
Yo creía que no, pero 1969 y 1970 fueron mis mejores años en la caminata. Competí hasta 1972, gané medallas en la Aquiles Ratti y en la UNAM, quedé en tercer lugar del “Maratón del Patria” (lo que habla de una mejoría de mis condiciones aeróbicas), coleccioné ampollas y callos que se desarrollaron a lo largo y ancho de mis pies, pero nunca repetí ese tiempo de 56:52.
Un cuarto de siglo después de mi retiro como marchista, estaba yo leyendo en el excusado. Un artículo acerca de los problemas de usar zapatos tenis demasiado grandes: “salen ampollas en la planta del pie. Se van quemando y convirtiendo en callos. Luego empiezan a salir en la parte inferior de cada dedo, luego en la superior...”.
Los Devorakilómetros eran del 8 y medio. Calzo del 8.
Corrimos y caminamos tanto que nos hicimos, casi todos, de una condición aeróbica respetable. El mejor fondista era el Coco Almazán; el mejor marchista era yo. Ya tenía futuro deportivo: me imaginaba en la ceremonia de premiación de la Olimpiada de Munich, soltando una lagrimita al momento de ver ondear la bandera nacional.
Por algo había que empezar, y fue por entrar al equipo de los de primero de prepa en la competencia atlética interna del Patria. Nos hicieron como a cincuenta caminar hasta un camión que estaba estacionado en el patio, tocar y regresar como cinco veces (muy corto, habrán sido unos mil metros en total) y gané fácil.
Luego siguió el torneo del Patria. Tres mil metros. Tomé la punta desde el principio y, sintiéndome muy tranquilo, me mantuve con una ventaja ligera para tener aliento para el sprint de la última vuelta. Empiezo a jalar y, para mi sorpresa, veo que tres cuates, obviamente corriendo, me rebasan en los últimos cien metros. Sólo a uno lo descalifican. De otro, se dan cuenta de que no sabía marchar al primer entrenamiento de la selección de atletismo de la escuela.
Habemos seis marchistas en el equipo. Cuatro somos Juvenil B (Macín, Heatly, Lombana y yo) y dos son Juvenil C (Domínguez y Kramer). Los otros Juvenil B son de secundaria y competirán en cinco mil metros. Yo, que tengo más resistencia, competiré en Juvenil C (nacidos del 50 al 52) en los diez mil de la Liga Aquiles Ratti, que reúne a las escuelas privadas.
Entrenamos todos los días después de clases. Caminar y caminar y caminar (a veces en la calle, y algún machín lanza silbidos); correr unos cinco mil metros, luego sprintear en marcha. Caminar y caminar y caminar en el Deportivo Plan Sexenal.
Noto que el movimiento antinatural me roza los güevos y la cola, cuando el kilometraje es excesivo. Medio tarrito de crema Pond’s en las zonas afectadas resulta ser un remedio eficaz.
En el torneo de la Aquiles Ratti, se ve de inmediato que sólo un cuate del Tepeyac y yo tenemos ritmo de competencia. Dejo que se aleje un poco, y luego intento alcanzarlo. Las piernas ya van en automático, no logro acelerar. Quedo en segundo lugar, con una hora y siete minutos. Domínguez y otro del Tepeyac son tercero y cuarto. En Juvenil B, Macín gana de calle.
El siguiente paso es el torneo del Distrito Federal, que se realizará en la Magdalena Mixhuca. La respuesta a eso es entrenar y entrenar y entrenar, con mis zapatos Dunlop, a los que les pinté “Devorakilómetros” a los lados, como parte de un diezmado equipo de la Aquiles Ratti. Me salen ampollas en la planta del pie. Se van quemando y convirtiendo en callos. Luego empiezan a salir en la parte inferior de cada dedo, luego en la superior...
La competencia en el evento del DF es mucho más fuerte. Hay dos que tienen, evidentemente, más calidad que el resto, y nos llegan a lapear hasta dos veces. Peleo a muerte dentro del pelotón, mientras Domínguez se rezaga de fea manera. Por primera vez me doy cuenta, en carne propia, de que la caminata no es sólo resistencia, sino también velocidad: muchos pasos largos por minuto. Termino en séptimo lugar con tiempo de 59 minutos y 56 segundos, y el coach Horacio no está allí para recibirme con una manta (está alegando para descalificar a varios; lo consigue: oficialmente, quedo en cuarto sitio y paso al Prenacional).
Sigo entrenando (pienso, décadas después, que lo hacía como si supusiera que los rivales no estaban redoblando el paso) y voy al Prenacional. En los cinco mil, Macín –que había entrenado con polainas en el Ajusco- hace un carrerón, pierde en el sprint final y termina lesionado. En los diez mil, mi competencia, apenas dan la salida, un loquito sale disparado, pienso que de seguro se va a quemar antes de dos kilómetros. Me dedico, mejor, a seguirle el ritmo al que va en segundo lugar, también bastante rápido. Quien no aguanta el paso a los dos kilómetros soy yo, y veo como el segundo lugar se aleja. Tengo que bajar el ritmo e ir al paso que normalmente me impongo en los entrenamientos. El líder sigue contundente y ya me lleva una vuelta. Otros chavos me rebasan. Voy en cuarto, en quinto, en sexto. Y el aparente loquito me vuelve a lapear. Voy en automático, quiero terminar. El ganador de la competencia me sacó cinco vueltas; el segundo lugar me lapeó en dos ocasiones. Aquellos tienen otro nivel: los demás, salvo algunos rezagados, estamos en la misma vuelta. Termino con un tiempazo: 56 minutos y 52 segundos. Pero es un séptimo lugar, esta vez sin pretextos. Pretendo conformarme pensando que quien ganó de seguro nació en 1950 y lleva años marchando. Me equivocaba, era el primer año como marchista de Raúl González, nacido en 1952 y futuro campeón olímpico.
Yo creía que no, pero 1969 y 1970 fueron mis mejores años en la caminata. Competí hasta 1972, gané medallas en la Aquiles Ratti y en la UNAM, quedé en tercer lugar del “Maratón del Patria” (lo que habla de una mejoría de mis condiciones aeróbicas), coleccioné ampollas y callos que se desarrollaron a lo largo y ancho de mis pies, pero nunca repetí ese tiempo de 56:52.
Un cuarto de siglo después de mi retiro como marchista, estaba yo leyendo en el excusado. Un artículo acerca de los problemas de usar zapatos tenis demasiado grandes: “salen ampollas en la planta del pie. Se van quemando y convirtiendo en callos. Luego empiezan a salir en la parte inferior de cada dedo, luego en la superior...”.
Los Devorakilómetros eran del 8 y medio. Calzo del 8.
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