viernes, enero 14, 2005

Biopics: hasta los 10 años

1963

En la escuela me toca un maestro malencarado. En deportes, deciden dividir a los alumnos en primera, segunda y tercera fuerza. Para mi sorpresa, decepción y llanto contenido, quedo en la tercera. En realidad, es una bendición: soy de las estrellas del equipo. El portero que evita el gol inminente a disparo de un pequeño nerd, el basquetbolista que anota todos los puntos del equipo en el empate a 4 contra otra escuadra de tercera fuerza de quinto año.
Estoy menos en la casa y salgo a menudo a pasear en bici. A veces con mis cuates los hermanos Valle, unos vecinos tozudos y buenos, de origen vasco, con quienes juego fut –y voy mejorando- en tardes domingueras del Parque Mundet.
En septiembre de ese año, la familia decide cambiar de casa. Dejamos la de Enrique Wallon, con sus preciosas estatuas y sus ínfulas y nos cambiamos a Milton 53, en la Anzures, una casa de fachada loca, un montón de recámaras y un entrepiso, que será el cuarto de la tele (porque la tele es miembro importante de la familia). Para no variar su costumbre, mi mamá le dice a mi maestro de cuarto que vendimos la residencia, cuando siempre fuimos inquilinos.
Hace unos años, encontré en la casa de mi mamá una vieja revista, Social, creo que se llamaba, con fotos de señoras emperifolladas jugando canasta y de ejecutivos brindando, acompañados por sus esposas, por el éxito de la convención de la empresa. En esa revista venía un reportaje sobre la Casa de los Señores Báez, describiendo la de Enrique Wallon como si fuera nuestra, subrayando los decorados de exquisito gusto (?) de doña Adelaida. Mis papás vivían ahí, “acompañados de sus pequeños hijos Francisco y Eduardo (sic)”. Una lanita se ha de haber gastado mi mamá en ese capricho, que me pareció engañoso (y del cual probablemente envió una copia a Cuba).
En Milton, mi mamá no tarda en hacerse amiga de todo el vecindario, y yo tampoco en encontrarme un par de cuates: Carlos Contreras y José Luis Gutiérrez. Uno gordo, otro flaco. Uno machito y algo gandaya, pero también con ingenuidad de niño bueno. Otro siempre sonriente y soñador, pero a menudo insidioso y convenenciero. Era el principio de un muy largo intercambio social en una zona de clase media con pretensiones, que entonces vivía en pleno el auge del desarrollo estabilizador.

1964

En sexto año me convertí en congregante. Había ingresado a la Congregación Mariana el año anterior. Era parte de un grupo que iba una vez por semana a pláticas con el padre Justiniano –un señor bueno, simple y dogmático, como de caricatura-. Allí aprendí que por decir una mentira y no irse a confesar porque llovía a cántaros, un niño bueno pasa la eternidad en el infierno; que el Creador se vengó del marinero que escribió que al Titanic ni Dios lo hundía, utilizando un iceberg, una de sus más pequeñas criaturas (y cobrándose, de paso, otras mil 500 vidas); que a los paganitos se les podía salvar poniendo diez pesos en la carrera misional. Pasé de aspirante a postulante a congregante, para obtener mi medallita. Gracias a ella, cada vez que comulgaba, lograba una indulgencia plenaria que, a lo que entendí, era el descuento de tu vida entera en el purgatorio. Lo que nunca atiné a descifrar era si te restaban los años que habías vivido o se trataba, de plano, de un salvoconducto al cielo.
Aunque nunca antes había sido constante en asistir a misa, ese año –como me había aprendido las respuestas en latín- fungí un par de veces como acólito en la iglesia de la colonia, junto con José Luis. Era muy raro ponerse el ropón, esa suerte de vestido largo con encajes. El incienso, por su parte, olía bastante feo. Me sabía que a “Dominus vobiscum” se respondía “et cum spiritu tuo”, pero el trabajito dejó muy pronto de interesarme.
Cuando terminé la primaria, mi papá me llevó a comer al Delmonico’s, para que apreciara “la buena mesa”. Dije algún lugar común y mi papá se lo presumió al mesero como si fuera la gran sabiduría. Después nos embarcamos en el que sería el último de nuestros recorridos por el país.
Sucede que mi papá, como gerente de ventas de Shulton, visitaba durante las vacaciones escolares a sus vendedores de provincia, cada cual con distintas rutas, y desde que terminé primer año de primaria, me llevaba consigo. Así conocí medio país. A cada ciudad que llegábamos, lo primero que visitábamos eran las farmacias. Mientras mi papá y el vendedor hablaban con el dueño o el dependiente, explicándole la importancia de los displays de la compañía, yo devoraba parte de la tonga de comics que llevaba para el viaje. Así, fuimos a Puebla y Veracruz, con el señor Pirod; a Oaxaca y Chiapas, con Enciso; al Bajío, Michoacán y Jalisco con el Callao Hernández. Ciudades modernas y pueblos polvorientos. Gente pobre por todos lados. Poca luz. Mucha carretera. Farmacias olorosas. Restaurantes de hotel. Pequeños tours para ver catedrales, zonas coloniales y estadios de futbol (en León, confundieron a mi papá con Scarone, el nuevo entrenador, y me tomé una foto con la Tota Carvajal). Albercas y playas en las que me entrenaba a nadar (terminé aprendiendo definitivamente a los nueve años, en la piscina de un hotel de Celaya). Climas extremosos. Fotografías en Chamula con indígenas que cobraban un peso por ese cachito de alma que se les iba en la foto. Olores varios: gasolina, naranjas, mierda. Ir aprendiendo a ver los distintos rostros de la patria.
El último viaje fue, como el primero, a Veracruz. Me recuerdo lanzándome del trampolín a una alberca llena de flores (¿gardenias?) en Fortín. Nadando solitario un buen rato, entre ese aroma especial, en lo que esperaba el regreso de mi papá. Me sentía grande.
Por esas fechas mi inocencia ha de haber preocupado a mi papá. Un día le dije que estaba muy contento por la suerte que me había tocado en la vida y asintió a todo, hasta que dije que tenía “la verdadera religión”. El me dijo que todos, que los budistas, los judíos, los protestantes, los musulmanes y también los animistas creían tener “la verdadera religión”. Me dio a entender –o al menos eso capté rápidamente- que no había tal. En otra ocasión, con una mezcla de tacto y miedo, me preguntó acerca de lo que se hablaba de sexo en la escuela. Se daba cuenta de que yo era un niño en medio de púberes que entraban a la adolescencia. Como yo no tenía ni idea, le dije una serie de cosas vagas. Platiqué de los albures y de que había unos que le querían meter el dedo en la cola a otros. “No están pensando en mujeres”, habrá cavilado. Eso fue suficiente como para que él no volviera a tocar, en años, un tema que consideraba muy espinoso.

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