1966
Al año siguiente continuó la fiebre del Beisbol. Mi papá decidió, muy contento, que Shulton de México patrocinara un equipo de la liga. A mí la idea no terminaba de gustarme: indicaba que mi jefe se estaba involucrando de más en la Petro, y a mí lo que me gustaba era ser uno del montón.
Como lo imaginé, me cambiaron de equipo. Me tocaba jugar en los “Tilingos” de Gasolmex 90. Pasé a Shulton, a cambio de “El Chocolate”. El equipo salió bueno, y peleamos el liderato con Ray-O-Vac y Coca-Cola. Me confirmé como el amo de la segunda base (aunque, durante mi estancia en la Liga Pequeña jugué todas las posiciones: incluso un buen rato de catcher).
En la selección grande, sin embargo, me pasaron a los jardines. Recuerdo una vez, en la Tarango, que mi papá invitó a mis primos Luis y Juan Eduardo. Tuve una participación relevante, atrapando un batazo que pintaba para extrabase, y –como primer bat- trabajé un par de pasaportes y fui sustituido por un corredor emergente que anotó la carrera de la victoria. El comentario de Luis, al final, fue: “Je je, te pusieron de jardinero derecho”. Siempre me cagó el tal Luis (y la casi totalidad de mis primos y tíos Báez).
El caso fue que esa temporada quedó trunca para mí, ya que, por quién sabe qué grillas (en realidad porque unas ligas estaban pagando dinero a los niños que jugaban mejor para transferirse), las Liga Pequeña decidió que todos los seleccionados debían, forzosamente, jugar para la liga que les quedara más cercana. La mía era la Azteca, donde no conocía a nadie. Qué güeva. Fue, prácticamente, el final de mi estancia en el beisbol organizado.
En la escuela, iba bien en general. Allí me hice cuate –es un decir- de Arturo Déctor, un gordo al que le gustaba el beisbol y que jugaba en la Liga Metropolitana. Aunque fuera un fan del beis, Déctor era un mal bicho. Un tipo raro, frustrado, que siempre me chingaba uno de mis tres tacos de canasta. Él no sabía nada de sexo y estuvo todo un recreo preguntándome acerca de la anatomía de la vagina. Le di una explicación tan larga como incorrecta. Para colmo, le iba a los Diablos. El que me llevara yo con un personaje así por casi todo ese año, dice mucho acerca del aislamiento social en el que yo estaba en la escuela, producto –sigo pensando- de la diferencia de edades.
En cambio, en la colonia, desde el año anterior había crecido mi círculo de amigos. En particular, dos cuates: Víctor Monjarás y Rafael Pérez Medinilla, a quienes conocí cuando Tito, otro vecino –mayor que nosotros y con alma de capataz- estaba formando un equipo de futbol americano (en realidad, de tochito): Los Pointers de la Anzures.
De alguna forma, los Pointers sirvieron para mi transición beisbolera. Pero fue sobre todo fueron el vehículo original para la amistad de Víctor y Rafael, que se fue consolidando, no sin baches, a través de los años.
Los Pointers eran el típico equipo de barrio, armado a la buena de Dios, por muchachos que no teníamos una idea muy clara del americano. El asunto es que los gordos estaban en la línea de golpeo, los flacos y rápidos eran las alas, el que más idea tenía era el core y los demás éramos el backfield (o el “marfil”, como dijera “Coco” Almazán, un chavo medio loco de la cuadra, al que maltrataban sus padres). Los marfileños también constituíamos el perímetro a la defensiva.
Tuvimos nuestro debut contra un equipo similar, de la colonia Cuauhtémoc, en un parquecito que estaba en lo que ahora es el entronque de Mississipi y el Circuito Interior. Fue un buen juego, porque las tacleadas se daban por igual en el pasto y en el cemento. Ganamos 6-0, con un touchdown de quien menos esperábamos: el Coco Almazán. La revancha fue en Milton, y perdimos por idéntico marcador (y he de confesar que a mí me tocaba cubrir al anotador del equipo contrario).
En esa magia infantil estaba, cuando llegó de Cuba, en ruta de refugiada hacia Estados Unidos, mi prima Teresita Báez.
Teresita tenía 19 años, un carácter extraño y manos heladas. Por alguna necesidad escondida, que relaciono con el frío de sus manos, me envolvió, para arroparse en mí. Fui una especie de confidente para ella. También una suerte de juguete, un niño lábil con el que podía moldear sus fantasías, dejando que apenas rozaran la realidad.
Era muy dramática cuando hablaba de la situación en Cuba. De ahí, destacaban algunas anécdotas: su horror cuando la maestra de tercero de secundaria explicó la anatomía genital femenina (“imagina, le estaba enseñando a los hombres cómo éramos nosotras”); su desilusión porque a su mejor amigo lo mandaron a Isla de Pinos, como parte de las UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción), porque vestía violentas combinaciones de rojo, morado y amarillo (supe más tarde que las UMAP eran campos de concentración en donde “rehabilitaban” a homosexuales y “desafectos” al régimen); y su amor platónico hacia otro compañero de la escuela, Claudio.
Teresita me provocaba de diversas maneras. “Ponme Guantanamera y te hago un striptease”, dijo una vez. Yo ponía el disco y ella comenzaba a desnudarse. Pero nunca terminaba: se quedaba en “sostén” (así le decía ella al brassier). En otra ocasión, señaló un payasito de vidrio cortado y me dijo que era Claudio. Me pidió –o quizá me ordenó- que yo fuera Claudio, el payasito de vidrio cortado. Alguna vez quise ardientemente serlo. Ser su objeto. Otra vez, al ver que mis pechos de pre-adolescente crecían, me dijo: “Ya tienes senos. Te voy a comprar un sostén”. Todo eso me excitaba. También me hizo bailarle, subido sobre una mesa, dos canciones: “Hanky Panky” y “La Chica Ye-Ye”. En una fiesta, Teresita vio a un amigo de Pepe Valle, apellidado Vaqueiro, y me comentó que era igualito a Claudio. Vaqueiro la invitó a bailar y ella, “con el dolor de su corazón”, le dijo que no. A lo largo de las semanas, Teresita soñaba con Vaqueiro, pero me tenía a mí.
La estancia de Teresita en la casa coincide no sólo con el vago inicio de mi despertar sexual, sino con otro tipo de acciones. Una vez me puse un traje de baño de dos piezas de mi mamá. Me excité. Otra, me puse un vestido de Teresita y me metí a la regadera con él. Tal vez de verdad esperaba que ella me comprara el sostén.
En esos días teníamos una especie de club en la azotea de la casa de Rafael. Ahí algunos fumaban, varios jugábamos dominó y ajedrez y todos entrábamos a la competencia de chaquetas. Había dos tipos de retos: ver quien se masturbaba más rápido (Rafael siempre ganaba) o quien podía llenar más un vasito (no recuerdo vencedor; lo que sí, que aunque yo tenía erecciones y lubricaba mi pene, no eyaculaba).
Una noche, llegando del club de casa de Rafa, me encontré con que mi papá estaba borracho. Tenía una discusión absurda con mi mamá. Él, de necio, quería que le trajeran una botella de vino que estaba abierta. Mamá, de necia, le insistía en que no había ninguna botella de vino abierta. Esta estúpida discusión de intransigentes terminó muy mal. Mi papá le dio un golpe a mi mamá –algo que yo jamás había presenciado-, salió de la casa y tomó su auto. Me quedé llorando, rogándole algo a la pintura del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en el cuarto de mi hermano.
En la madrugada nos enteramos de que mi papá había chocado en la carretera a Querétaro. Estaba muy malherido, y mi mamá salió corriendo al hospital.
El accidente fue el 22 de diciembre. Las navidades quedaron ensombrecidas, con una tristeza profunda. En Nochebuena, Teresita y yo nos acostamos en la misma cama. Ella me dijo: “Tú eres el boxeador que acaba de perder su pelea y yo soy su puta, ámame”. Me monté sobre ella y empezamos a movernos, sobre nuestras ropas. Le toqué los flancos, las caderas. Ella me dijo: “Ahora sí, jaiba con jaiba”, lo que, en su lenguaje rebuscado, quería decir beso de lengüita. La besé, pero ella apretó sus labios. A los pocos segundos, apretó todo el cuerpo. Allí terminó nuestro posible, pero improbable incesto.
El Mundial de Inglaterra
Era la primera vez que se transmitía en vivo. Hacía cuatro años, en Chile, vimos los partidos diferidos (aquella frase de Fernando Marcos que haría historia en el momento triste de la victoria agónica de España sobre México: “el último minuto también tiene 60 segundos); ahora la magia del control remoto nos los traía al instante. Lo malo es que los juegos eran en horario escolar. Así fue que me perdí la derrota nacional 2-0 ante Inglaterra, cuando Nacho Trelles mandó a la patria entera a defender el 0-0. En cambio, por ser en fin de semana, pude ver el empate a uno con Francia: gol inolvidable de Borja.
El partido clave era el tercero, contra Uruguay. Si ganaba México, clasificaba a cuartos de final. La euforia en la escuela era tal, que nos dieron las dos últimas horas libres. Así que abordamos en masa, y sin pagar, los camiones Juárez-Loreto y cada quien se fue a su casa a disfrutar el juego.
México dominó todo el tiempo. Los uruguayos repartieron caña. Hubo un par de jugadas nuestras que casi culminan en gol. En una de ellas, el Tetos Cisneros disparó, la bola pegó en el poste y dio un largo, exasperante paseo delante de la línea defendida por Mazurkiewicz, llegó al otro poste, hizo una comba y salió por la línea de meta.
Fue entonces cuando Fernando Luengas, el narrador de Telesistema, acuñó otra frase inmortal, que sin duda resume el sentir más hondo de un país que se sentía (o “se sabía”, si le preguntáramos a los mayores de ese entonces) inferior: “¡¿Por qué se nos niega?!”.
Cada quien para sí y Dios contra México. México 0, Uruguay 0. Los charrúas calificaron.
jueves, enero 27, 2005
Pedro Páramo y las autobiografías
Esto viene de una plática que tuve ayer con Taide, quien releyó Pedro Páramo.
Dice ella que algo nuevo que entendió de la novela es que no se juzga a una persona hasta que está muerta. Es lo que sucede en Comala. Todos están muertos, por eso todos son capaces de juzgar cabalmente a los demás habitantes del pueblo.
Eso tiene mucho de verdad. Es más, como que hay que dejarlos descansar un poco para poder juzgarlos a cabalidad. Como que tiene uno que digerir varias cosas -entre otras, la muerte de la persona- para llegar a conclusiones. En ese sentido, no acabo de digerir, a casi cuatro meses de su fallecimiento, la muerte de Carlos Márquez. No sé cómo juzgarlo. Tal vez las circunstancias.
Cuando murió Pablo Pascual, me costó un tiempo apreciarlo en toda su riqueza y también perdonarle sus impertinencias. En cambio, por ejemplo, a la muerte de Julián Tonda, mi reacción inmediata fue -tras el enojo y la impotencia ante ese hecho- que de Julián sólo se podían decir y pensar cosas buenas.
Y todo este asunto combina con el rollo autobiográfico (mis biopics). Es la tercera vez que hago un ejercicio de este tipo, y me resulta interesante constatar que cosas que yo consideraba interesantes e importantes a los 19, perdieron peso a los 29 y son polvo de olvido a los 50. Algunas otras primero ganaron importancia, y luego la perdieron. Algunas se presentan hoy como revelaciones. Otras más siguen como leit motiv. Nunca han dejado de estar muy presentes.
Esto apuntala la teoría de la muerte como requisito de juicio (de juicio final). En la medida en que estamos vivos, somos seres dinámicos. Nuestras prioridades cambian. También cambia (y esto es lo mágico) nuestro pasado. Nuestras vidas pueden ser contadas por múltiples personajes, como en la película Rashomon. Pero esos múltiples personajes podemos ser nosotros mismos, en diferentes épocas y circunstancias personales.
Dice ella que algo nuevo que entendió de la novela es que no se juzga a una persona hasta que está muerta. Es lo que sucede en Comala. Todos están muertos, por eso todos son capaces de juzgar cabalmente a los demás habitantes del pueblo.
Eso tiene mucho de verdad. Es más, como que hay que dejarlos descansar un poco para poder juzgarlos a cabalidad. Como que tiene uno que digerir varias cosas -entre otras, la muerte de la persona- para llegar a conclusiones. En ese sentido, no acabo de digerir, a casi cuatro meses de su fallecimiento, la muerte de Carlos Márquez. No sé cómo juzgarlo. Tal vez las circunstancias.
Cuando murió Pablo Pascual, me costó un tiempo apreciarlo en toda su riqueza y también perdonarle sus impertinencias. En cambio, por ejemplo, a la muerte de Julián Tonda, mi reacción inmediata fue -tras el enojo y la impotencia ante ese hecho- que de Julián sólo se podían decir y pensar cosas buenas.
Y todo este asunto combina con el rollo autobiográfico (mis biopics). Es la tercera vez que hago un ejercicio de este tipo, y me resulta interesante constatar que cosas que yo consideraba interesantes e importantes a los 19, perdieron peso a los 29 y son polvo de olvido a los 50. Algunas otras primero ganaron importancia, y luego la perdieron. Algunas se presentan hoy como revelaciones. Otras más siguen como leit motiv. Nunca han dejado de estar muy presentes.
Esto apuntala la teoría de la muerte como requisito de juicio (de juicio final). En la medida en que estamos vivos, somos seres dinámicos. Nuestras prioridades cambian. También cambia (y esto es lo mágico) nuestro pasado. Nuestras vidas pueden ser contadas por múltiples personajes, como en la película Rashomon. Pero esos múltiples personajes podemos ser nosotros mismos, en diferentes épocas y circunstancias personales.
jueves, enero 20, 2005
Biopics. A los 11 años, el beisbol.
1965
1965 marcó mi entrada en la Liga Pequeña de Beisbol, y el inicio de algo más que un romance con el rey de los deportes. Mi papá me llevó a la Liga Petrolera, cuyo campo estaba en las instalaciones de la refinería de Azcapozalco. Entré junto con Frankie, el hijo de Frank Campos, un ex-pelotero cubano que había jugado con los Senadores de Washington y los Havana Sugar Kings y que le rentaba departamento a mi mamá.
Yo conocía los rudimentos del deporte desde primero de primaria, y había jugado varias cascaritas en la escuela (en una de ellas había recibido tremendo pelotazo en el ojo). Así que no tuve problemas para aprender.
Lo interesante es que la Petro estaba en una zona obrera de la ciudad, y los niños que ahí jugaban eran pobres, en su mayoría. No faltaba quien dejaba a un lado el cajón de bolero antes de entrar a practicar. La mitad, o más, usaban manoplas comunitarias, que estaban en una caja enorme en los vestidores. Yo encajé bastante rápidamente con el grupo, hasta un día de entrenamiento en que llegaron mi mamá y la mamá de Frankie a buscarnos, con sus peinados de salón (esas colmenas gigantes de los años sesenta). “Buscan a Francis Báez… ¿a poco eres tú?... ¿Francis? ¡Ja ja ja!”.
En el sorteo, a mí me incluyeron en el equipo Pericos; a Frankie, en Camellos. Al primer partido, asistieron, además de nuestros familiares, Pepe y Javier Valle. Me pusieron de short stop y cuarto bat. Bateé de 4-4, impulsé tres carreras, me robé una base y en el campo no cometí error. El comentario de Javier Valle fue: “cuando ví que eras cuarto bat, pensé que estaban locos y que te iban a ponchar todas las veces”. Frankie, por su parte, entró de relevo, bateó de 2-1 y mereció un comentario adulador de parte de la revista “Pelota Amateur”: no podía fallar el hijo del big leaguer.
Tengo las placenteras sensaciones de ese primer beisbol todavía en el cerebro. El sonido del viento a través del casco la primera vez que corrí a primera; el de la pelota, cuando deja el pasto, zumba por la grava y llega a mi manopla; el del bat, que se oye diferente cuando le pegaste en la nariz a la bola. El olor mezclado de pasto, tabaco y petróleo (estábamos frente a una fábrica cigarrera), combinado con el sabor de un chicle Tutsi mientras corro a atrapar, de espaldas, un elevado. El dolor gustoso en la palma de la mano cuando el jugador con quien calientas el brazo ya lo tiene avivado. Más que el triunfo o la derrota, había en la Petro una gama sensorial inagotable.
También estaban los estímulos estético-intelectuales. La belleza del diamante, su dibujo (en clases me la pasaba dibujando campos de beis con todas las líneas, desde el círculo de espera hasta la caja de coach), la idea misma del juego: embarcarse en una travesía en la que se requiere esfuerzo y apoyo de tus compañeros para llegar a casa, a home, después de pisar tres bases y cruzar por territorio enemigo. Completar trayectos, cerrar círculos equivalía a anotar.
Y desde la segunda semana, descubrí otra maravilla asociada al beis: las estadísticas. Mis conocimientos de aritmética, y elementales de álgebra –estaba ya en primero de secundaria- me hicieron entender de qué se trataban los porcentajes, a partir de la lectura de una hojita de estadísticas que repartía el compilador oficial. El único que me costó un poquito de trabajo fue el porcentaje de carreras limpias admitidas. Esta relación amistosa –y a veces obsesiva- con la estadística me habría de acompañar toda mi vida.
Se generó así una rutina que recuerdo como deliciosa. Iba a la escuela, a la salida me recogía mi papá, comíamos rápido, me llevaba a la Petro y allí entrenaba; venía por mí y a menudo nos íbamos al parque del Seguro Social a ver el juego. Si no era el caso, yo me quedaba en casa oyendo el partido por la radio, y peloteando en mi cuarto. Así, de lunes a viernes. Los martes compraba las revistas “Hit”, “Super-hit” y “Futbol”. Los sábados y domingos yo tenía partido y más tarde peloteaba.
En el parque de pelota nos sentábamos del lado de la tercera base. Esto quiere decir que le íbamos a los Tigres (el origen de mi tigrismo es que los De Haro, del Patria, se decían dueños de los Diablos y me caían muy mal). Eran los tiempos del Infield del Millón de Pesos: Rubén Esquivias en la primera base, Arnoldo “Kiko” Castro en la segunda, Fernando “El Pulpo” Remes en las paradas cortas y Armando Murillo en la tercera. Los tiempos de las grandes actuaciones de los abridores Vicente “Huevo” Romo, Arturo Cacheux y José “Peluche” Peña, el relevista de bola submarina Enrique Castillo. Los tiempos en que Manuel “Estrellita” Ponce cuidaba la pradera central de los Tigres y –cuenta la leyenda- sabía por el sonido del batazo adonde iba la bola y corría hacia allá sin verla. Los tiempos del gran Gregorio Luque, el hombre que ordenaba en caos, en la receptoría. Tiempos de bicampeonato y de grandes venganzas contra los odiados Diablos.
Odiados, pero también admirados. Era maravillosamente terrible tener como enemigos a Ramón “El Diablo” Montoya, su pimienta, su oportunismo y su gran fildeo; al desesperante Ramón “Trespatines” Arano, que parecía tomarse horas entre strike y strike, a Roberto “El Zurdo” Ortiz, que solía tener al equipo rival comiendo de su mano, a toleteros como Becerril Fernández o Al Pinkston. Además, estaban las estrellas de otros equipos, como el grandioso Héctor Espino o El Petacas Simpson, a quienes vi botar la pelota a la calle. Vi a lanzadores como Andrés Ayón, Miguel Sotelo, Horacio “El Ejote” Piña y Francisco Maytorena. Las manos prodigiosas de Jorge Fitch y Roberto Méndez. Las hazañas de receptores extraordinarios, que además eran unos personajazos, como Eldrod Hendricks, Pilo Gaspar y el gran Musulungo Herrera.
Todo eso, aderezado con los mejores tacos de cochinita pibil del mundo, uno que otro huevo duro con sal, harta Pepsi Cola y anécdotas simpáticas (el aficionado que se le pasó gritando “¡Musulungo, eres un burro!”, hasta que el negrazo pegó un cuadrangular y se detuvo a medio camino de su trote entre tercera y jom, para quitarse el casco frente al aficionado jodelón. Entonces el aficionado se levantó, cerveza en mano, para gritar a todo pulmón: “¡Musulungo, eres mi padre!”).
Cuando me quedaba las noches en casa, tenía un oído al radio y el resto de mis sentidos puestos en un jueguito que me inventé para mejorar mi fildeo, una especie de pepper game. Lanzaba una bola de esponja contra una pared, según en qué parte de la pared pegara y el tipo de rebote, era una rola al cuadro, un elevado o un posible ponche al atraparla; y según cómo no la atrapara podría ser un hit, un extrabase o un error. Anotaba cada jugada y, así, desarrollé campeonatos en los cuales cada estadística era rigurosamente seguida. Si en aquellos años hubiera tenido una computadora, habría estado muy cerca del paraíso. Esta historia de los campeonatos inventados –que de alguna forma he perseguido siempre- tuvo un correlato interesante, sobre el que volveré, en un artículo que publiqué en 1984, “Beisbol, estadística y economía”.
Si el partido se suspendía por lluvia, entonces escuchaba la música. La estación que transmitía el beis era tropicalosa. Así conocí, bastante bien, a la Sonora Santanera, a la Matancera, a Mike Laure y a otros pre-salseros de moda.
En la liga, me iba bien. Era de los bateadores más consistentes –hiterillo, pasé de cuarto a tercer bat- y en el short era impasable. Eso se lo debo, en parte, a mi papá, porque algunas tardes de sábado o domingo, me roleteaba en el patio de la casa, que estaba lleno de hoyos, lo que desarrolló mucho mis reflejos. Así, en los partidos, apenas salía la pelota del bat, yo corría sin pensar hacia donde iba, la atrapaba y sacaba el out.
Me escogieron en el equipo menor de la Liga Petrolera y jugamos el torneo capitalino en las instalaciones de la Olmeca (donde ahora está la librería Gandhi de Tasqueña). Era la época en la que pasaban los partidos de Liga Pequeña por TV. Mi cumpleaños número 11 fue festejado en la Liga (con el consabido artículo de “Pelota Amateur”). También fui a Coatzacoalcos, con el equipo grande, al campeonato nacional. Pero no jugué con ellos, sino hasta otro campeonato local en la Tarango –donde di un toque de bola que hizo historia- y en la eliminatoria contra Nicaragua (entré de emergente y me poncharon). También me poncharon una vez contra la Liga Azteca, en una vez al bat en la que mi papá gritaba “¡Péguele campeón! ¡Queremos un hit campeón! ¡A una se le pega, campeón!”. En recuerdo de ese ponche mis compañeros me pusieron “El Campeón”. Era una manera de pertenecer. De casi ningún compañero recuerdo el nombre, pero sí que eran “El Nanis”, “El Chero”, “El Corajitos”, “El Faramalla”, ”El Chino”, “El Cenizo”, “El Conejo”, “El Toro”, “El Rostros”, “El Dumbo” y “El Cantarranas”, entre otros.
Hacia fines de ese año –porque nuestra liga no descansaba- un cuate del que sí recuerdo el nombre, Juan Fragoso, me estuvo provocando una vez que fui al bat y el cachaba. Por “niño popis”. Me di cuenta de que si quería mantener el respeto del grupo, le tenía que partir la madre. Después del partido, en los vestidores que estaban debajo de las gradas, le pedí que repitiera lo que me dijo en la caja de bateo. Lo hizo. “Pues entonces te voy a tener que partir la madre”, le dije. El, sin empacho, se puso un boxer hechizo en el puño derecho. Empezamos a boxear. Fue hasta que sentí que el metal del boxer rozaba mi coronilla que de verdad me encabroné. Agarré a Fragoso a puñetazos y patadas contra la reja, hasta que me cansé de pegarle. Extrañamente, aun cuando estaba enconchado, aquel muchacho que vivía en una casucha enfrente de la Liga, no se rendía. Dos veces le pregunté si había tenido lo suficiente. Nunca me respondió. Tuve que ser yo quien se alejara.
Con “El Chero” y “El Toro” aprendí a alburear (entender que lo correcto era dar la leche y recibir la caca me costó algo de trabajo). Con todos los compañeros, a lanzar gargajos a grandes distancias. Mi papá decía: “En vez de que tú les enseñes a ellos, ellos te enseñan a ti”. ¿Qué quería? Me cae.
El equipo de la Petro. De pie: ¿Rodríguez?, El Corajitos, Saldaña, El Chino,
El Toro, El Chero, El Timo; en cunclillas: ¿?, Juan Fragoso, El Dumbo,
Yo, El Pato, La Muñeca, El Puyín, El Rostros.
El señor de corbata atrás de nosotros es mi papá.
1965 marcó mi entrada en la Liga Pequeña de Beisbol, y el inicio de algo más que un romance con el rey de los deportes. Mi papá me llevó a la Liga Petrolera, cuyo campo estaba en las instalaciones de la refinería de Azcapozalco. Entré junto con Frankie, el hijo de Frank Campos, un ex-pelotero cubano que había jugado con los Senadores de Washington y los Havana Sugar Kings y que le rentaba departamento a mi mamá.
Yo conocía los rudimentos del deporte desde primero de primaria, y había jugado varias cascaritas en la escuela (en una de ellas había recibido tremendo pelotazo en el ojo). Así que no tuve problemas para aprender.
Lo interesante es que la Petro estaba en una zona obrera de la ciudad, y los niños que ahí jugaban eran pobres, en su mayoría. No faltaba quien dejaba a un lado el cajón de bolero antes de entrar a practicar. La mitad, o más, usaban manoplas comunitarias, que estaban en una caja enorme en los vestidores. Yo encajé bastante rápidamente con el grupo, hasta un día de entrenamiento en que llegaron mi mamá y la mamá de Frankie a buscarnos, con sus peinados de salón (esas colmenas gigantes de los años sesenta). “Buscan a Francis Báez… ¿a poco eres tú?... ¿Francis? ¡Ja ja ja!”.
En el sorteo, a mí me incluyeron en el equipo Pericos; a Frankie, en Camellos. Al primer partido, asistieron, además de nuestros familiares, Pepe y Javier Valle. Me pusieron de short stop y cuarto bat. Bateé de 4-4, impulsé tres carreras, me robé una base y en el campo no cometí error. El comentario de Javier Valle fue: “cuando ví que eras cuarto bat, pensé que estaban locos y que te iban a ponchar todas las veces”. Frankie, por su parte, entró de relevo, bateó de 2-1 y mereció un comentario adulador de parte de la revista “Pelota Amateur”: no podía fallar el hijo del big leaguer.
Tengo las placenteras sensaciones de ese primer beisbol todavía en el cerebro. El sonido del viento a través del casco la primera vez que corrí a primera; el de la pelota, cuando deja el pasto, zumba por la grava y llega a mi manopla; el del bat, que se oye diferente cuando le pegaste en la nariz a la bola. El olor mezclado de pasto, tabaco y petróleo (estábamos frente a una fábrica cigarrera), combinado con el sabor de un chicle Tutsi mientras corro a atrapar, de espaldas, un elevado. El dolor gustoso en la palma de la mano cuando el jugador con quien calientas el brazo ya lo tiene avivado. Más que el triunfo o la derrota, había en la Petro una gama sensorial inagotable.
También estaban los estímulos estético-intelectuales. La belleza del diamante, su dibujo (en clases me la pasaba dibujando campos de beis con todas las líneas, desde el círculo de espera hasta la caja de coach), la idea misma del juego: embarcarse en una travesía en la que se requiere esfuerzo y apoyo de tus compañeros para llegar a casa, a home, después de pisar tres bases y cruzar por territorio enemigo. Completar trayectos, cerrar círculos equivalía a anotar.
Y desde la segunda semana, descubrí otra maravilla asociada al beis: las estadísticas. Mis conocimientos de aritmética, y elementales de álgebra –estaba ya en primero de secundaria- me hicieron entender de qué se trataban los porcentajes, a partir de la lectura de una hojita de estadísticas que repartía el compilador oficial. El único que me costó un poquito de trabajo fue el porcentaje de carreras limpias admitidas. Esta relación amistosa –y a veces obsesiva- con la estadística me habría de acompañar toda mi vida.
Se generó así una rutina que recuerdo como deliciosa. Iba a la escuela, a la salida me recogía mi papá, comíamos rápido, me llevaba a la Petro y allí entrenaba; venía por mí y a menudo nos íbamos al parque del Seguro Social a ver el juego. Si no era el caso, yo me quedaba en casa oyendo el partido por la radio, y peloteando en mi cuarto. Así, de lunes a viernes. Los martes compraba las revistas “Hit”, “Super-hit” y “Futbol”. Los sábados y domingos yo tenía partido y más tarde peloteaba.
En el parque de pelota nos sentábamos del lado de la tercera base. Esto quiere decir que le íbamos a los Tigres (el origen de mi tigrismo es que los De Haro, del Patria, se decían dueños de los Diablos y me caían muy mal). Eran los tiempos del Infield del Millón de Pesos: Rubén Esquivias en la primera base, Arnoldo “Kiko” Castro en la segunda, Fernando “El Pulpo” Remes en las paradas cortas y Armando Murillo en la tercera. Los tiempos de las grandes actuaciones de los abridores Vicente “Huevo” Romo, Arturo Cacheux y José “Peluche” Peña, el relevista de bola submarina Enrique Castillo. Los tiempos en que Manuel “Estrellita” Ponce cuidaba la pradera central de los Tigres y –cuenta la leyenda- sabía por el sonido del batazo adonde iba la bola y corría hacia allá sin verla. Los tiempos del gran Gregorio Luque, el hombre que ordenaba en caos, en la receptoría. Tiempos de bicampeonato y de grandes venganzas contra los odiados Diablos.
Odiados, pero también admirados. Era maravillosamente terrible tener como enemigos a Ramón “El Diablo” Montoya, su pimienta, su oportunismo y su gran fildeo; al desesperante Ramón “Trespatines” Arano, que parecía tomarse horas entre strike y strike, a Roberto “El Zurdo” Ortiz, que solía tener al equipo rival comiendo de su mano, a toleteros como Becerril Fernández o Al Pinkston. Además, estaban las estrellas de otros equipos, como el grandioso Héctor Espino o El Petacas Simpson, a quienes vi botar la pelota a la calle. Vi a lanzadores como Andrés Ayón, Miguel Sotelo, Horacio “El Ejote” Piña y Francisco Maytorena. Las manos prodigiosas de Jorge Fitch y Roberto Méndez. Las hazañas de receptores extraordinarios, que además eran unos personajazos, como Eldrod Hendricks, Pilo Gaspar y el gran Musulungo Herrera.
Todo eso, aderezado con los mejores tacos de cochinita pibil del mundo, uno que otro huevo duro con sal, harta Pepsi Cola y anécdotas simpáticas (el aficionado que se le pasó gritando “¡Musulungo, eres un burro!”, hasta que el negrazo pegó un cuadrangular y se detuvo a medio camino de su trote entre tercera y jom, para quitarse el casco frente al aficionado jodelón. Entonces el aficionado se levantó, cerveza en mano, para gritar a todo pulmón: “¡Musulungo, eres mi padre!”).
Cuando me quedaba las noches en casa, tenía un oído al radio y el resto de mis sentidos puestos en un jueguito que me inventé para mejorar mi fildeo, una especie de pepper game. Lanzaba una bola de esponja contra una pared, según en qué parte de la pared pegara y el tipo de rebote, era una rola al cuadro, un elevado o un posible ponche al atraparla; y según cómo no la atrapara podría ser un hit, un extrabase o un error. Anotaba cada jugada y, así, desarrollé campeonatos en los cuales cada estadística era rigurosamente seguida. Si en aquellos años hubiera tenido una computadora, habría estado muy cerca del paraíso. Esta historia de los campeonatos inventados –que de alguna forma he perseguido siempre- tuvo un correlato interesante, sobre el que volveré, en un artículo que publiqué en 1984, “Beisbol, estadística y economía”.
Si el partido se suspendía por lluvia, entonces escuchaba la música. La estación que transmitía el beis era tropicalosa. Así conocí, bastante bien, a la Sonora Santanera, a la Matancera, a Mike Laure y a otros pre-salseros de moda.
En la liga, me iba bien. Era de los bateadores más consistentes –hiterillo, pasé de cuarto a tercer bat- y en el short era impasable. Eso se lo debo, en parte, a mi papá, porque algunas tardes de sábado o domingo, me roleteaba en el patio de la casa, que estaba lleno de hoyos, lo que desarrolló mucho mis reflejos. Así, en los partidos, apenas salía la pelota del bat, yo corría sin pensar hacia donde iba, la atrapaba y sacaba el out.
Me escogieron en el equipo menor de la Liga Petrolera y jugamos el torneo capitalino en las instalaciones de la Olmeca (donde ahora está la librería Gandhi de Tasqueña). Era la época en la que pasaban los partidos de Liga Pequeña por TV. Mi cumpleaños número 11 fue festejado en la Liga (con el consabido artículo de “Pelota Amateur”). También fui a Coatzacoalcos, con el equipo grande, al campeonato nacional. Pero no jugué con ellos, sino hasta otro campeonato local en la Tarango –donde di un toque de bola que hizo historia- y en la eliminatoria contra Nicaragua (entré de emergente y me poncharon). También me poncharon una vez contra la Liga Azteca, en una vez al bat en la que mi papá gritaba “¡Péguele campeón! ¡Queremos un hit campeón! ¡A una se le pega, campeón!”. En recuerdo de ese ponche mis compañeros me pusieron “El Campeón”. Era una manera de pertenecer. De casi ningún compañero recuerdo el nombre, pero sí que eran “El Nanis”, “El Chero”, “El Corajitos”, “El Faramalla”, ”El Chino”, “El Cenizo”, “El Conejo”, “El Toro”, “El Rostros”, “El Dumbo” y “El Cantarranas”, entre otros.
Hacia fines de ese año –porque nuestra liga no descansaba- un cuate del que sí recuerdo el nombre, Juan Fragoso, me estuvo provocando una vez que fui al bat y el cachaba. Por “niño popis”. Me di cuenta de que si quería mantener el respeto del grupo, le tenía que partir la madre. Después del partido, en los vestidores que estaban debajo de las gradas, le pedí que repitiera lo que me dijo en la caja de bateo. Lo hizo. “Pues entonces te voy a tener que partir la madre”, le dije. El, sin empacho, se puso un boxer hechizo en el puño derecho. Empezamos a boxear. Fue hasta que sentí que el metal del boxer rozaba mi coronilla que de verdad me encabroné. Agarré a Fragoso a puñetazos y patadas contra la reja, hasta que me cansé de pegarle. Extrañamente, aun cuando estaba enconchado, aquel muchacho que vivía en una casucha enfrente de la Liga, no se rendía. Dos veces le pregunté si había tenido lo suficiente. Nunca me respondió. Tuve que ser yo quien se alejara.
Con “El Chero” y “El Toro” aprendí a alburear (entender que lo correcto era dar la leche y recibir la caca me costó algo de trabajo). Con todos los compañeros, a lanzar gargajos a grandes distancias. Mi papá decía: “En vez de que tú les enseñes a ellos, ellos te enseñan a ti”. ¿Qué quería? Me cae.
El equipo de la Petro. De pie: ¿Rodríguez?, El Corajitos, Saldaña, El Chino,
El Toro, El Chero, El Timo; en cunclillas: ¿?, Juan Fragoso, El Dumbo,
Yo, El Pato, La Muñeca, El Puyín, El Rostros.
El señor de corbata atrás de nosotros es mi papá.
viernes, enero 14, 2005
The Stench
Este un cuento que escribí en inglés, hace dos años. El reto era hablar de alguien que era joven en los años 30. Pensé en mi ex-suegro, entonces muy enfermo, y en mis hijos cuidándolo.
“Granpa, here's your glass of water."
"Who asked for water?"
"You did."
"OK. The water fountains were beautiful".
"Where?"
"They actually worked back then".
"What water fountains? Sit up granpa."
"Why should I sit up?"
"To drink your water"
"They worked back then. And the soldiers were marching into the palace".
"I don't follow".
"You never follow, kid. The soldiers followed their captain".
"Come on, drink"
"The inauguration of the Bellas Artes Palace, I was there"
"I know, you've told us, granps".
"Never told you, but I do remember"
"You said you were a student back then".
"I was. But I didn't say that. I had a scholarship, you know?"
"Given by President Cardenas, you've told us".
"Where's my water?"
"You just drank it."
"Not true. Bring me a glass of water, please. I'm thirsty."
"Ok. I'll fetch one, you've had three in a row. But first, you tell me the story again".
"What story?"
"About the inauguration of the Palace"
"What Palace?"
"Bellas Artes. You were there, weren't you?
"Sure. They gave tickets to all the students with scholarships. The National Philarmonic played that day. I was eager to go. It was a great piece of architecture, a proof that a new age was dawning. The murals weren't there. back then, you know. They painted them in the forties".
"Siqueiros, Orozco and O'Gorman"
"Who are those?"
"The muralists."
"Oh yes. They painted the murals in the forties. They were not there the first time. They were painting other stuff. Meanwhile the soldiers were marching"
"They marched".
"They marched right to their places. Smoking mariguana into the hall. Such a stench".
"Couldn't do that now, eh?"
"No. They wouldn't get free tickets, now".
"I mean they couldn't smoke pot in the Palace, now".
"They were smoking mariguana and marching into their places. Soldiers. What do they know about classical music. Hardly anyone at that time was interested and the government had to fill the seats. It was the inauguration, you know".
"They also gave you the tickets".
"Yes, but I was a poor student from the desert, with a scholarship, a loner who liked music. And the soldiers liked to smoke mariguana in the new palace. Such a stench."
"And the fountains in the park were all working, right?"
"The fountains were working, the music was playing, they filled the hall with soldiers, I remember. Such a stench. That's how the revolution was. Music for the masses. But they cared about mariguana. Such a stench. I'm thirsty. You haven't given me water. The whole day and you haven't given me water, kid".
"I have, granpa."
"What do you have?"
"Given you water"
"Then bring me some. I mean, those soldiers. Such a stench".
"Time to change your diaper, gramps. Please lie down."
The Stench
“Granpa, here's your glass of water."
"Who asked for water?"
"You did."
"OK. The water fountains were beautiful".
"Where?"
"They actually worked back then".
"What water fountains? Sit up granpa."
"Why should I sit up?"
"To drink your water"
"They worked back then. And the soldiers were marching into the palace".
"I don't follow".
"You never follow, kid. The soldiers followed their captain".
"Come on, drink"
"The inauguration of the Bellas Artes Palace, I was there"
"I know, you've told us, granps".
"Never told you, but I do remember"
"You said you were a student back then".
"I was. But I didn't say that. I had a scholarship, you know?"
"Given by President Cardenas, you've told us".
"Where's my water?"
"You just drank it."
"Not true. Bring me a glass of water, please. I'm thirsty."
"Ok. I'll fetch one, you've had three in a row. But first, you tell me the story again".
"What story?"
"About the inauguration of the Palace"
"What Palace?"
"Bellas Artes. You were there, weren't you?
"Sure. They gave tickets to all the students with scholarships. The National Philarmonic played that day. I was eager to go. It was a great piece of architecture, a proof that a new age was dawning. The murals weren't there. back then, you know. They painted them in the forties".
"Siqueiros, Orozco and O'Gorman"
"Who are those?"
"The muralists."
"Oh yes. They painted the murals in the forties. They were not there the first time. They were painting other stuff. Meanwhile the soldiers were marching"
"They marched".
"They marched right to their places. Smoking mariguana into the hall. Such a stench".
"Couldn't do that now, eh?"
"No. They wouldn't get free tickets, now".
"I mean they couldn't smoke pot in the Palace, now".
"They were smoking mariguana and marching into their places. Soldiers. What do they know about classical music. Hardly anyone at that time was interested and the government had to fill the seats. It was the inauguration, you know".
"They also gave you the tickets".
"Yes, but I was a poor student from the desert, with a scholarship, a loner who liked music. And the soldiers liked to smoke mariguana in the new palace. Such a stench."
"And the fountains in the park were all working, right?"
"The fountains were working, the music was playing, they filled the hall with soldiers, I remember. Such a stench. That's how the revolution was. Music for the masses. But they cared about mariguana. Such a stench. I'm thirsty. You haven't given me water. The whole day and you haven't given me water, kid".
"I have, granpa."
"What do you have?"
"Given you water"
"Then bring me some. I mean, those soldiers. Such a stench".
"Time to change your diaper, gramps. Please lie down."
Biopics: hasta los 10 años
1963
En la escuela me toca un maestro malencarado. En deportes, deciden dividir a los alumnos en primera, segunda y tercera fuerza. Para mi sorpresa, decepción y llanto contenido, quedo en la tercera. En realidad, es una bendición: soy de las estrellas del equipo. El portero que evita el gol inminente a disparo de un pequeño nerd, el basquetbolista que anota todos los puntos del equipo en el empate a 4 contra otra escuadra de tercera fuerza de quinto año.
Estoy menos en la casa y salgo a menudo a pasear en bici. A veces con mis cuates los hermanos Valle, unos vecinos tozudos y buenos, de origen vasco, con quienes juego fut –y voy mejorando- en tardes domingueras del Parque Mundet.
En septiembre de ese año, la familia decide cambiar de casa. Dejamos la de Enrique Wallon, con sus preciosas estatuas y sus ínfulas y nos cambiamos a Milton 53, en la Anzures, una casa de fachada loca, un montón de recámaras y un entrepiso, que será el cuarto de la tele (porque la tele es miembro importante de la familia). Para no variar su costumbre, mi mamá le dice a mi maestro de cuarto que vendimos la residencia, cuando siempre fuimos inquilinos.
Hace unos años, encontré en la casa de mi mamá una vieja revista, Social, creo que se llamaba, con fotos de señoras emperifolladas jugando canasta y de ejecutivos brindando, acompañados por sus esposas, por el éxito de la convención de la empresa. En esa revista venía un reportaje sobre la Casa de los Señores Báez, describiendo la de Enrique Wallon como si fuera nuestra, subrayando los decorados de exquisito gusto (?) de doña Adelaida. Mis papás vivían ahí, “acompañados de sus pequeños hijos Francisco y Eduardo (sic)”. Una lanita se ha de haber gastado mi mamá en ese capricho, que me pareció engañoso (y del cual probablemente envió una copia a Cuba).
En Milton, mi mamá no tarda en hacerse amiga de todo el vecindario, y yo tampoco en encontrarme un par de cuates: Carlos Contreras y José Luis Gutiérrez. Uno gordo, otro flaco. Uno machito y algo gandaya, pero también con ingenuidad de niño bueno. Otro siempre sonriente y soñador, pero a menudo insidioso y convenenciero. Era el principio de un muy largo intercambio social en una zona de clase media con pretensiones, que entonces vivía en pleno el auge del desarrollo estabilizador.
1964
En sexto año me convertí en congregante. Había ingresado a la Congregación Mariana el año anterior. Era parte de un grupo que iba una vez por semana a pláticas con el padre Justiniano –un señor bueno, simple y dogmático, como de caricatura-. Allí aprendí que por decir una mentira y no irse a confesar porque llovía a cántaros, un niño bueno pasa la eternidad en el infierno; que el Creador se vengó del marinero que escribió que al Titanic ni Dios lo hundía, utilizando un iceberg, una de sus más pequeñas criaturas (y cobrándose, de paso, otras mil 500 vidas); que a los paganitos se les podía salvar poniendo diez pesos en la carrera misional. Pasé de aspirante a postulante a congregante, para obtener mi medallita. Gracias a ella, cada vez que comulgaba, lograba una indulgencia plenaria que, a lo que entendí, era el descuento de tu vida entera en el purgatorio. Lo que nunca atiné a descifrar era si te restaban los años que habías vivido o se trataba, de plano, de un salvoconducto al cielo.
Aunque nunca antes había sido constante en asistir a misa, ese año –como me había aprendido las respuestas en latín- fungí un par de veces como acólito en la iglesia de la colonia, junto con José Luis. Era muy raro ponerse el ropón, esa suerte de vestido largo con encajes. El incienso, por su parte, olía bastante feo. Me sabía que a “Dominus vobiscum” se respondía “et cum spiritu tuo”, pero el trabajito dejó muy pronto de interesarme.
Cuando terminé la primaria, mi papá me llevó a comer al Delmonico’s, para que apreciara “la buena mesa”. Dije algún lugar común y mi papá se lo presumió al mesero como si fuera la gran sabiduría. Después nos embarcamos en el que sería el último de nuestros recorridos por el país.
Sucede que mi papá, como gerente de ventas de Shulton, visitaba durante las vacaciones escolares a sus vendedores de provincia, cada cual con distintas rutas, y desde que terminé primer año de primaria, me llevaba consigo. Así conocí medio país. A cada ciudad que llegábamos, lo primero que visitábamos eran las farmacias. Mientras mi papá y el vendedor hablaban con el dueño o el dependiente, explicándole la importancia de los displays de la compañía, yo devoraba parte de la tonga de comics que llevaba para el viaje. Así, fuimos a Puebla y Veracruz, con el señor Pirod; a Oaxaca y Chiapas, con Enciso; al Bajío, Michoacán y Jalisco con el Callao Hernández. Ciudades modernas y pueblos polvorientos. Gente pobre por todos lados. Poca luz. Mucha carretera. Farmacias olorosas. Restaurantes de hotel. Pequeños tours para ver catedrales, zonas coloniales y estadios de futbol (en León, confundieron a mi papá con Scarone, el nuevo entrenador, y me tomé una foto con la Tota Carvajal). Albercas y playas en las que me entrenaba a nadar (terminé aprendiendo definitivamente a los nueve años, en la piscina de un hotel de Celaya). Climas extremosos. Fotografías en Chamula con indígenas que cobraban un peso por ese cachito de alma que se les iba en la foto. Olores varios: gasolina, naranjas, mierda. Ir aprendiendo a ver los distintos rostros de la patria.
El último viaje fue, como el primero, a Veracruz. Me recuerdo lanzándome del trampolín a una alberca llena de flores (¿gardenias?) en Fortín. Nadando solitario un buen rato, entre ese aroma especial, en lo que esperaba el regreso de mi papá. Me sentía grande.
Por esas fechas mi inocencia ha de haber preocupado a mi papá. Un día le dije que estaba muy contento por la suerte que me había tocado en la vida y asintió a todo, hasta que dije que tenía “la verdadera religión”. El me dijo que todos, que los budistas, los judíos, los protestantes, los musulmanes y también los animistas creían tener “la verdadera religión”. Me dio a entender –o al menos eso capté rápidamente- que no había tal. En otra ocasión, con una mezcla de tacto y miedo, me preguntó acerca de lo que se hablaba de sexo en la escuela. Se daba cuenta de que yo era un niño en medio de púberes que entraban a la adolescencia. Como yo no tenía ni idea, le dije una serie de cosas vagas. Platiqué de los albures y de que había unos que le querían meter el dedo en la cola a otros. “No están pensando en mujeres”, habrá cavilado. Eso fue suficiente como para que él no volviera a tocar, en años, un tema que consideraba muy espinoso.
En la escuela me toca un maestro malencarado. En deportes, deciden dividir a los alumnos en primera, segunda y tercera fuerza. Para mi sorpresa, decepción y llanto contenido, quedo en la tercera. En realidad, es una bendición: soy de las estrellas del equipo. El portero que evita el gol inminente a disparo de un pequeño nerd, el basquetbolista que anota todos los puntos del equipo en el empate a 4 contra otra escuadra de tercera fuerza de quinto año.
Estoy menos en la casa y salgo a menudo a pasear en bici. A veces con mis cuates los hermanos Valle, unos vecinos tozudos y buenos, de origen vasco, con quienes juego fut –y voy mejorando- en tardes domingueras del Parque Mundet.
En septiembre de ese año, la familia decide cambiar de casa. Dejamos la de Enrique Wallon, con sus preciosas estatuas y sus ínfulas y nos cambiamos a Milton 53, en la Anzures, una casa de fachada loca, un montón de recámaras y un entrepiso, que será el cuarto de la tele (porque la tele es miembro importante de la familia). Para no variar su costumbre, mi mamá le dice a mi maestro de cuarto que vendimos la residencia, cuando siempre fuimos inquilinos.
Hace unos años, encontré en la casa de mi mamá una vieja revista, Social, creo que se llamaba, con fotos de señoras emperifolladas jugando canasta y de ejecutivos brindando, acompañados por sus esposas, por el éxito de la convención de la empresa. En esa revista venía un reportaje sobre la Casa de los Señores Báez, describiendo la de Enrique Wallon como si fuera nuestra, subrayando los decorados de exquisito gusto (?) de doña Adelaida. Mis papás vivían ahí, “acompañados de sus pequeños hijos Francisco y Eduardo (sic)”. Una lanita se ha de haber gastado mi mamá en ese capricho, que me pareció engañoso (y del cual probablemente envió una copia a Cuba).
En Milton, mi mamá no tarda en hacerse amiga de todo el vecindario, y yo tampoco en encontrarme un par de cuates: Carlos Contreras y José Luis Gutiérrez. Uno gordo, otro flaco. Uno machito y algo gandaya, pero también con ingenuidad de niño bueno. Otro siempre sonriente y soñador, pero a menudo insidioso y convenenciero. Era el principio de un muy largo intercambio social en una zona de clase media con pretensiones, que entonces vivía en pleno el auge del desarrollo estabilizador.
1964
En sexto año me convertí en congregante. Había ingresado a la Congregación Mariana el año anterior. Era parte de un grupo que iba una vez por semana a pláticas con el padre Justiniano –un señor bueno, simple y dogmático, como de caricatura-. Allí aprendí que por decir una mentira y no irse a confesar porque llovía a cántaros, un niño bueno pasa la eternidad en el infierno; que el Creador se vengó del marinero que escribió que al Titanic ni Dios lo hundía, utilizando un iceberg, una de sus más pequeñas criaturas (y cobrándose, de paso, otras mil 500 vidas); que a los paganitos se les podía salvar poniendo diez pesos en la carrera misional. Pasé de aspirante a postulante a congregante, para obtener mi medallita. Gracias a ella, cada vez que comulgaba, lograba una indulgencia plenaria que, a lo que entendí, era el descuento de tu vida entera en el purgatorio. Lo que nunca atiné a descifrar era si te restaban los años que habías vivido o se trataba, de plano, de un salvoconducto al cielo.
Aunque nunca antes había sido constante en asistir a misa, ese año –como me había aprendido las respuestas en latín- fungí un par de veces como acólito en la iglesia de la colonia, junto con José Luis. Era muy raro ponerse el ropón, esa suerte de vestido largo con encajes. El incienso, por su parte, olía bastante feo. Me sabía que a “Dominus vobiscum” se respondía “et cum spiritu tuo”, pero el trabajito dejó muy pronto de interesarme.
Cuando terminé la primaria, mi papá me llevó a comer al Delmonico’s, para que apreciara “la buena mesa”. Dije algún lugar común y mi papá se lo presumió al mesero como si fuera la gran sabiduría. Después nos embarcamos en el que sería el último de nuestros recorridos por el país.
Sucede que mi papá, como gerente de ventas de Shulton, visitaba durante las vacaciones escolares a sus vendedores de provincia, cada cual con distintas rutas, y desde que terminé primer año de primaria, me llevaba consigo. Así conocí medio país. A cada ciudad que llegábamos, lo primero que visitábamos eran las farmacias. Mientras mi papá y el vendedor hablaban con el dueño o el dependiente, explicándole la importancia de los displays de la compañía, yo devoraba parte de la tonga de comics que llevaba para el viaje. Así, fuimos a Puebla y Veracruz, con el señor Pirod; a Oaxaca y Chiapas, con Enciso; al Bajío, Michoacán y Jalisco con el Callao Hernández. Ciudades modernas y pueblos polvorientos. Gente pobre por todos lados. Poca luz. Mucha carretera. Farmacias olorosas. Restaurantes de hotel. Pequeños tours para ver catedrales, zonas coloniales y estadios de futbol (en León, confundieron a mi papá con Scarone, el nuevo entrenador, y me tomé una foto con la Tota Carvajal). Albercas y playas en las que me entrenaba a nadar (terminé aprendiendo definitivamente a los nueve años, en la piscina de un hotel de Celaya). Climas extremosos. Fotografías en Chamula con indígenas que cobraban un peso por ese cachito de alma que se les iba en la foto. Olores varios: gasolina, naranjas, mierda. Ir aprendiendo a ver los distintos rostros de la patria.
El último viaje fue, como el primero, a Veracruz. Me recuerdo lanzándome del trampolín a una alberca llena de flores (¿gardenias?) en Fortín. Nadando solitario un buen rato, entre ese aroma especial, en lo que esperaba el regreso de mi papá. Me sentía grande.
Por esas fechas mi inocencia ha de haber preocupado a mi papá. Un día le dije que estaba muy contento por la suerte que me había tocado en la vida y asintió a todo, hasta que dije que tenía “la verdadera religión”. El me dijo que todos, que los budistas, los judíos, los protestantes, los musulmanes y también los animistas creían tener “la verdadera religión”. Me dio a entender –o al menos eso capté rápidamente- que no había tal. En otra ocasión, con una mezcla de tacto y miedo, me preguntó acerca de lo que se hablaba de sexo en la escuela. Se daba cuenta de que yo era un niño en medio de púberes que entraban a la adolescencia. Como yo no tenía ni idea, le dije una serie de cosas vagas. Platiqué de los albures y de que había unos que le querían meter el dedo en la cola a otros. “No están pensando en mujeres”, habrá cavilado. Eso fue suficiente como para que él no volviera a tocar, en años, un tema que consideraba muy espinoso.
lunes, enero 03, 2005
Mumundo Flowers y la Hija de Puga
Hoy, 3 de enero de 2005, he comprobado que dos personas que en su momento fueron importantes para mí, fallecieron el pasado diciembre.
Uno era el Doctor Edmundo Flores. Había sido mi maestro de Historia de las Doctrinas Económicas, en la Escuela Nacional de Economía de la UNAM. Hubiera pasado sin pena ni gloria, porque transmitía a sus alumnos mucho menos de lo que sabía, de no ser porque se convirtió en un personaje clave en mi destino.
Sucede que a fines de 1973 al presidente Luis Echeverría se le ocurrió becar a varios estudiantes de economía “para que estudiaran ciencias de la alimentación en Italia”. Por una serie de casualidades, yo fui una de las personas a las que se ofreció la beca. Como mi propósito era la economía y no la alimentación, y aunque la propuesta era muy atractiva, tuve mis dudas. Nos habían informado que Flores –quien había sido designado embajador de México ante la FAO- sería algo así como nuestro tutor en Italia, así que, para averiguar qué onda, lo contactamos, a través de Adrián Lajous, quien también había sido nuestro profesor.
Hicimos la llamada desde la casa de Lajous. Flores, muy afable, nos dijo que le había dicho que sí al Presidente, a pesar de que en Italia no existía tal cosa como una carrera en “ciencias de la alimentación”. “Vénganse a estudiar lo que quieran” –nos dijo-, “sin duda será mejor que la Escuela de Economía de la UNAM”. Lajous entonces nos recomendó ir a Módena, dónde eran profesores algunos compañeros suyos de Cambridge.
Mumundo Flowers era cagadísimo. Simpático, cabrón, culto y más inteligente que preparado académicamente. Era un viejo sabio. Se portó super buena onda con nosotros. “Ni crean que voy a ser su mamá” –nos dijo de entrada-, “ustedes buscan su universidad y no se metan en pedos… me hablan y los saco sólo si los atrapan con droga… y si llegara a haber una gran crisis internacional, se van a Holanda, porque allí sí hay petróleo”.
Nos explicó que el propósito oculto de nuestra beca, era servir de parapeto a uno de los hijos de Echeverría, Pablo, quien se iba a quedar con nosotros. Pero Flores disuadió al Presidente, diciéndole que no se hacía responsable por la seguridad del muchacho y recordándole que en Italia habían secuestrado al nieto de Getty, le habían mochado una oreja y que el correo en Italia era tan malo que la oreja tardó quince días en llegar, por servicio express, de Nápoles a Roma.
Era un compendio de frases inolvidables. “Muchachos, ahorita ustedes son infrarrojos, deberían cuando mucho ser simplemente rojos”; “Le dije a Echeverría que el Licenciado Ceceña (entonces director de la ENE) los envió a Italia porque le estaban echando a perder la escuela: eran demasiado buenos para ella”; “Yo aprendí más marxismo con el mural de Diego Rivera en Chapingo que en todos los mamotretos”; “La UNAM es la mejor universidad de México: salen unos profesionistas excelentes y otros pésimos; de las universidades privadas sólo salen profesionistas mediocres”; “¡Cómo me atraen las ninfómanas!”.
A pesar de la última frase estaba casado –no sé bien si en terceras, cuartas o quintas nupcias- con una antigua monja (“no nada más monja: era madre superiora”), Joan McNulty, una encantadora estadounidense de familia de abolengo. Flores presumía que los 20 años de ella en el convento le daban a él una ventaja maravillosa al hablar de trivia cinematográfica. Tenían una hija, Maya, que me quería muchísimo y a quien Flores le había dedicado un libro: “pero si el tapado es el Secretario de Gobernación, diré que hubo una errata, el libro no era Para Maya, sino Para Moya”. Los Flores habían decidido que yo me parecía a “un Marlon Brando muy joven”, así que fui, para ellos “Marlonito”.
En realidad los Flores nunca nos dejaron solos. Hubo un momento en el que su ayuda fue vital. La beca llevaba 8 meses de retraso y estábamos sin un quinto. Joan me dio un cheque de 200 dólares, que perdí, junto con mi pasaporte, en el camión rumbo al banco. Me expidió otro.
Más tarde, Flores fue nombrado embajador de México en La Habana y, con el sexenio de López Portillo, pasó a ser director del CONACYT. Como tal, me alivianó con un boleto de avión cuando fui a recibirme a Módena. También alivianó a la UNAM, trasladando para Ciudad Universitaria la sede del CONACYT, lo que fue el principio de la zona luego conocida “Villa Cerebro”. “Salvé a la Universidad de la voracidad de las Primeras Damas”, decía: seguramente pensaba que a alguna de ellas se le podría ocurrir ampliar los terrenos del IMAN (hoy DIF), a costa de nuestra máxima casa de estudios.
A fines de los ochenta dejé de verlo. Me lo encontré sólo en otras dos ocasiones, en ambas acompañado de su última esposa. Una fue en el Templo Mayor, donde lo dirigí a la Coyolxauqui. Otra, cuando me lo encontré, ya anciano, en el parque de Polanco. Me reconoció, “¡Marlonito!”, le presenté a mis hijos y le agradecí todo lo que hizo por mí. Ahora lo vuelvo a hacer.
A María Luisa Puga la conocí en Roma, precisamente en aquellos primeros meses de 1974 en los que establecí la relación con Flores. Trabajaba en la FAO. Era una mujer guapa, con mucha clase, inteligente. Era también una pionera de la rebelión femenina: hay que imaginarse el valor de una quinceañera para salirse de su casa en el precario 1959. Decía que era escritora. A pesar de que a sus 30 años no había publicado nada, jamás nos quedó duda alguna de que lo era.
Nos hicimos amigos. Pasamos la navidad del cheque perdido en su departamentito en Trastevere, Vía Garibaldi. Afable, solidaria, elegante y capaz de tremendas ironías, María Luisa era como un atisbo de la mexicana del futuro, como un vislumbre de nuestras esperanzas. Por supuesto, sabía un chingo de literatura.
María Luisa se juntó con un húngaro muy interesante, Andras Biro. El era bastante mayor que ella: había sido partícipe de la rebelión de 1956. Se fueron a vivir a Kenya. Hasta allá recaló otro de los becarios, Jorge Carreto. María Luisa vivía en un hotel y escribía largamente a un lado de la alberca. Una parte de las patoaventuras de Jorge en Kenya es un capítulo del primer libro de la Hija de Puga: “Las Posibilidades del Odio”.
De Kenya pasó de nuevo a Inglaterra, y también allá llegó Carreto. Cuenta Jorge que una vez estaba María Luisa en Reading paseando en su carreola al pequeño Tupac Mártir (sic), hijo de una pareja de mexicanos cuates nuestros, mientras fumaba su Gauloise. Llegó una inglesa y le reclamó, por el daño que le hacía al bebé, fumador pasivo, y la Hija de Puga le contestó:”No se preocupe, señora. Tupac no se va a morir de cáncer, porque va a ser guerrillero”.
Volví a ver a María Luisa en México (“pónle una negra bichi en la portada a tu libro”, recuerdo haberle sugerido). La recuerdo mucho cargando amorosamente a mi hijo Raymundo. “Mira con qué sabiduría me está mirando”, me dijo embobada con el bebé, “¿Te das cuenta de que con la edad perdemos esa sabiduría?”.
Luego de separarse de Biro, María Luisa quiso encontrar esa sabiduría en Zirahuén, Michoacán, donde vivió 20 años. Allí escribió muchos libros y enseñó a muchos aspirantes a escritores. Ya no la volví a ver. Sus cenizas están debajo de un árbol llamado Esteban.
Uno era el Doctor Edmundo Flores. Había sido mi maestro de Historia de las Doctrinas Económicas, en la Escuela Nacional de Economía de la UNAM. Hubiera pasado sin pena ni gloria, porque transmitía a sus alumnos mucho menos de lo que sabía, de no ser porque se convirtió en un personaje clave en mi destino.
Sucede que a fines de 1973 al presidente Luis Echeverría se le ocurrió becar a varios estudiantes de economía “para que estudiaran ciencias de la alimentación en Italia”. Por una serie de casualidades, yo fui una de las personas a las que se ofreció la beca. Como mi propósito era la economía y no la alimentación, y aunque la propuesta era muy atractiva, tuve mis dudas. Nos habían informado que Flores –quien había sido designado embajador de México ante la FAO- sería algo así como nuestro tutor en Italia, así que, para averiguar qué onda, lo contactamos, a través de Adrián Lajous, quien también había sido nuestro profesor.
Hicimos la llamada desde la casa de Lajous. Flores, muy afable, nos dijo que le había dicho que sí al Presidente, a pesar de que en Italia no existía tal cosa como una carrera en “ciencias de la alimentación”. “Vénganse a estudiar lo que quieran” –nos dijo-, “sin duda será mejor que la Escuela de Economía de la UNAM”. Lajous entonces nos recomendó ir a Módena, dónde eran profesores algunos compañeros suyos de Cambridge.
Mumundo Flowers era cagadísimo. Simpático, cabrón, culto y más inteligente que preparado académicamente. Era un viejo sabio. Se portó super buena onda con nosotros. “Ni crean que voy a ser su mamá” –nos dijo de entrada-, “ustedes buscan su universidad y no se metan en pedos… me hablan y los saco sólo si los atrapan con droga… y si llegara a haber una gran crisis internacional, se van a Holanda, porque allí sí hay petróleo”.
Nos explicó que el propósito oculto de nuestra beca, era servir de parapeto a uno de los hijos de Echeverría, Pablo, quien se iba a quedar con nosotros. Pero Flores disuadió al Presidente, diciéndole que no se hacía responsable por la seguridad del muchacho y recordándole que en Italia habían secuestrado al nieto de Getty, le habían mochado una oreja y que el correo en Italia era tan malo que la oreja tardó quince días en llegar, por servicio express, de Nápoles a Roma.
Era un compendio de frases inolvidables. “Muchachos, ahorita ustedes son infrarrojos, deberían cuando mucho ser simplemente rojos”; “Le dije a Echeverría que el Licenciado Ceceña (entonces director de la ENE) los envió a Italia porque le estaban echando a perder la escuela: eran demasiado buenos para ella”; “Yo aprendí más marxismo con el mural de Diego Rivera en Chapingo que en todos los mamotretos”; “La UNAM es la mejor universidad de México: salen unos profesionistas excelentes y otros pésimos; de las universidades privadas sólo salen profesionistas mediocres”; “¡Cómo me atraen las ninfómanas!”.
A pesar de la última frase estaba casado –no sé bien si en terceras, cuartas o quintas nupcias- con una antigua monja (“no nada más monja: era madre superiora”), Joan McNulty, una encantadora estadounidense de familia de abolengo. Flores presumía que los 20 años de ella en el convento le daban a él una ventaja maravillosa al hablar de trivia cinematográfica. Tenían una hija, Maya, que me quería muchísimo y a quien Flores le había dedicado un libro: “pero si el tapado es el Secretario de Gobernación, diré que hubo una errata, el libro no era Para Maya, sino Para Moya”. Los Flores habían decidido que yo me parecía a “un Marlon Brando muy joven”, así que fui, para ellos “Marlonito”.
En realidad los Flores nunca nos dejaron solos. Hubo un momento en el que su ayuda fue vital. La beca llevaba 8 meses de retraso y estábamos sin un quinto. Joan me dio un cheque de 200 dólares, que perdí, junto con mi pasaporte, en el camión rumbo al banco. Me expidió otro.
Más tarde, Flores fue nombrado embajador de México en La Habana y, con el sexenio de López Portillo, pasó a ser director del CONACYT. Como tal, me alivianó con un boleto de avión cuando fui a recibirme a Módena. También alivianó a la UNAM, trasladando para Ciudad Universitaria la sede del CONACYT, lo que fue el principio de la zona luego conocida “Villa Cerebro”. “Salvé a la Universidad de la voracidad de las Primeras Damas”, decía: seguramente pensaba que a alguna de ellas se le podría ocurrir ampliar los terrenos del IMAN (hoy DIF), a costa de nuestra máxima casa de estudios.
A fines de los ochenta dejé de verlo. Me lo encontré sólo en otras dos ocasiones, en ambas acompañado de su última esposa. Una fue en el Templo Mayor, donde lo dirigí a la Coyolxauqui. Otra, cuando me lo encontré, ya anciano, en el parque de Polanco. Me reconoció, “¡Marlonito!”, le presenté a mis hijos y le agradecí todo lo que hizo por mí. Ahora lo vuelvo a hacer.
A María Luisa Puga la conocí en Roma, precisamente en aquellos primeros meses de 1974 en los que establecí la relación con Flores. Trabajaba en la FAO. Era una mujer guapa, con mucha clase, inteligente. Era también una pionera de la rebelión femenina: hay que imaginarse el valor de una quinceañera para salirse de su casa en el precario 1959. Decía que era escritora. A pesar de que a sus 30 años no había publicado nada, jamás nos quedó duda alguna de que lo era.
Nos hicimos amigos. Pasamos la navidad del cheque perdido en su departamentito en Trastevere, Vía Garibaldi. Afable, solidaria, elegante y capaz de tremendas ironías, María Luisa era como un atisbo de la mexicana del futuro, como un vislumbre de nuestras esperanzas. Por supuesto, sabía un chingo de literatura.
María Luisa se juntó con un húngaro muy interesante, Andras Biro. El era bastante mayor que ella: había sido partícipe de la rebelión de 1956. Se fueron a vivir a Kenya. Hasta allá recaló otro de los becarios, Jorge Carreto. María Luisa vivía en un hotel y escribía largamente a un lado de la alberca. Una parte de las patoaventuras de Jorge en Kenya es un capítulo del primer libro de la Hija de Puga: “Las Posibilidades del Odio”.
De Kenya pasó de nuevo a Inglaterra, y también allá llegó Carreto. Cuenta Jorge que una vez estaba María Luisa en Reading paseando en su carreola al pequeño Tupac Mártir (sic), hijo de una pareja de mexicanos cuates nuestros, mientras fumaba su Gauloise. Llegó una inglesa y le reclamó, por el daño que le hacía al bebé, fumador pasivo, y la Hija de Puga le contestó:”No se preocupe, señora. Tupac no se va a morir de cáncer, porque va a ser guerrillero”.
Volví a ver a María Luisa en México (“pónle una negra bichi en la portada a tu libro”, recuerdo haberle sugerido). La recuerdo mucho cargando amorosamente a mi hijo Raymundo. “Mira con qué sabiduría me está mirando”, me dijo embobada con el bebé, “¿Te das cuenta de que con la edad perdemos esa sabiduría?”.
Luego de separarse de Biro, María Luisa quiso encontrar esa sabiduría en Zirahuén, Michoacán, donde vivió 20 años. Allí escribió muchos libros y enseñó a muchos aspirantes a escritores. Ya no la volví a ver. Sus cenizas están debajo de un árbol llamado Esteban.
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