Empezaré comentando un poco la historia del libro Populismo
Neoliberal. Nace de mis columnas semanales en Crónica, pero no es un
recuento lineal de cada una de ellas. El trabajo real fue el de edición: dejar
adentro del libro y ordenar aquellas que dan congruencia a una narrativa
crítica acerca de cuatro temas: el surgimiento de los populismos en distintas
partes del mundo; la falacia de que López Obrador es un político de izquierda,
a través de distintas expresiones políticas suyas (su discurso nacionalista de
cartón-piedra, la relación con las organizaciones de la sociedad civil, con la
moral común, con las instituciones autónomas, con las mujeres, con la ecología);
la política económica del gobierno de AMLO, y su fijación con algunos fetiches
de la derecha neoliberal; finalmente, el señalamiento del carácter autoritario
del líder y del régimen que pretende establecer (algo en lo que está teniendo
éxito).
López Obrador ha querido subrayar la experiencia
política mexicana reciente como una gesta inédita y de gran trascendencia. La
Cuarta Transformación. Lo primero que habría que decir es que lo que está
sucediendo en México es parte de un fenómeno mundial, ligado a la desilusión
hacia la democracia, de parte -sobre todo- de quienes se sintieron alguna vez
privilegiados y ya no lo son (el ejemplo más claro son los votantes de Trump) y
de quienes se sintieron alguna vez protegidos por redes creadas por el Estado y
ya no lo están (aquí hay más ejemplos, y están todos ligados a la crisis del
modelo económico mundial, que hizo metástasis en la crisis financiera de 2008).
En otras palabras, no somos un caso excepcional.
Tampoco es que los votantes de Morena hayan, por fin, visto la luz. El vuelco
electoral a nivel mundial fue resultado de décadas en las que, parafraseando a
Keynes, siempre se prometió un tarro de mermelada para mañana, sin entregar
nunca mermelada para hoy. Esto creó un divorcio los ciudadanos de a pie y la
clase política. Y provocó que algunos personajes (normalmente de la propia
clase política) movieran su discurso hacia uno muy simplista, con buenos y
malos, presentándose como ajenos al sistema y como personas capaces de
cambiarlo radicalmente.
La generación a la que pertenezco luchó por la
democracia y la generación previa nos decía: ‘¿qué no ven que hay paz, que hay
crecimiento, progreso y modernidad?’’. Nosotros respondíamos: ‘Pues sí, pero a
cambio de eso este es un país es una cárcel disfrazada, sin libertad de
expresión verdadera, sin sufragio efectivo, con una desigualdad lacerante’. No
había verdadera participación social, estaba el corporativismo, desfilar y
aplaudir sin convicción: era una unanimidad forzada.
Todo esto fue cambiando de manera paulatina y sucedió
que cuando se accedió a la democracia, nunca perfecta, pero se accedió a ella,
no hubo una respuesta en términos de eficacia social y eso generó desilusión
hacia la democracia.
Se dice, con razón, que la democracia no garantiza un
gobierno eficaz. Eso no lo puede garantizar la democracia y hay que subrayar
que no es que la democracia no tenga adjetivos, siempre debe tenerla y no
tuvimos una democracia social. No podemos asegurar que una democracia social
hubiera contenido la ola populista, pero sí podemos asegurar que la democracia
no social permitió que la ola fuera tan grande y arrasará con instituciones.
Voy a hacer una referencia mitológica pensando en el
libro de Juan Eduardo Martínez Leyva, Mitos Clásicos y Sueños Públicos. La
quimera era un monstruo mitológico, con cabeza de león, vientre de cabra y cola
de dragón. Ese monstruo aventaba llamas. Usamos la palabra “quimera” para
referirnos a un sueño vano, un concepto que choca con la realidad.
La idea de que el gobierno de López Obrador fue de
izquierda es una quimera, y creo que varios de los elementos comprobatorios
están en mi libro Populismo Neoliberal. No fue de izquierda en términos
de política económica (hay una frase que se repite en el texto: en política
económica el sustantivo es política y lo económico es sólo el adjetivo: aquí la
clave es que en el gobierno de AMLO la política no se abordó en términos de
disputa social, sino en función de objetivos electorales de corto plazo). Se
trató de una política económica cortoplacista, en la que la inversión pública,
tanto social como productiva, es puesta a un lado, a cambio de apoyos
clientelares directos. El resultado, en los hechos, es pasar al mercado lo que
antes estaba fuera de él. El caso más emblemático es el de salud: lo que antes
otorgaban los servicios públicos, ahora -ante la caída del abasto de medicinas,
de las consultas y de las cirugías- se compra, en parte con las ayudas del
gobierno. La lógica de un Estado de Simibienestar.
No hay una nueva distribución, más equitativa, del
poder. Al contrario, hay una centralización. El pleito casado con las
organizaciones de la sociedad civil es una búsqueda de relaciones verticales. Se
quiere que no haya organización ni intermediación para crear un vacío: que no
haya nada que se interponga en una relación directa, pero profundamente
desigual, entre el gobierno-padre y el pueblo-hijo.
Y, aunque la retórica oficial diga otra cosa, no existe
la búsqueda de un Estado de Bienestar. Éste invierte, y el de México trae
niveles de inversión similares a los de hace 80 años, cuando nuestra economía
era sólo una fracción de lo que es ahora. Lo hace en infraestructura en
general, no nada más en obras insignia. Tiene una gran inversión social,
particularmente en salud, educación, obras urbanas y para el desarrollo
agropecuario, cuidado del medio ambiente, cultura, deporte, etcétera. Y trata
de que haya una carga fiscal que apunte a una mejor distribución del ingreso. En
México, los corporativos más grandes siguen tan campantes.
Pero tener una mejor escuela, hospitales mejor
equipados y con más posibilidad de dar consultas y hacer cirugías, mejor
drenaje, pozos u obras de reconversión urbana no tiene los mismos efectos directos,
como los que se sienten en el bolsillo, tampoco tiene los mismos efectos electorales.
Ha habido, sí, una mejoría en los ingresos salariales,
que se ha traducido en una reducción de la pobreza por ingresos. Esa reducción,
sin embargo, ha sido acompañada de un crecimiento de la pobreza por
vulnerabilidades en acceso a los servicios de vivienda, de educación y de
salud. En realidad, no tenemos una disminución en la pobreza multifactorial,
que es la que importa, ni tenemos un cambio en las relaciones sociales, porque seguimos
bajo un sistema de capitalismo de cuates.
La pobreza cambió de estilo, pero sabemos que lo más
visible en lo inmediato son los ingresos. Y eso cuenta a la hora de votar.
El gobierno de AMLO cumple con todas las premisas del
populismo moderno. Todas. Y eso se traduce, necesariamente, en una ofensiva
contra la democracia: para distorsionarla desde adentro, como dice Nadia Urbinati
en Yo, El Pueblo. Es lo que estamos viviendo estos días con la ofensiva
contra el poder judicial.
Existen dos posibilidades al enfermarte por un virus,
o te curas o te mueres. Con el populismo tenemos una democracia enferma, hay
casos, el más evidente para Latinoamérica es Venezuela, en los que el populismo
terminó convirtiéndose en una dictadura completa, sin ninguna máscara. La
democracia en Venezuela está muerta.
Y tenemos lugares con populismos, como Argentina, en
donde la democracia está deforme, pero se mantiene en lo fundamental. En
Europa, el único caso donde el populismo parece haber fagocitado a la
democracia, y quién sabe hasta cuándo, es el de Hungría con Viktor Orbán,
alguien admirado por Trump. En Polonia ha habido respuestas a estos populistas,
que ahora, después de muchísimos años, ya no tienen mayoría; en Turquía Erdogan
no ha podido hacerse del todo poder como él quisiera.
Claro que sí tenemos un riesgo de muerte de la
democracia, yo no estaría diciendo como hacen otros que ya se acabó la
República, pero evidentemente la democracia mexicana ha pasado a ser un régimen
híbrido, con elementos democráticos y otros claramente autoritarios, agregaría
que también esperpénticos, como lo que vimos en el Congreso recientemente con
la aprobación de la Reforma Judicial.
Una parte importante del libro es tratar de explicar
al votante que prefiere el populismo a pesar de que, en términos de la
economía, no haya un cambio real, que todos los cambios sean de corto plazo,
sin un estado de bienestar que genere empleos y plantee certidumbre jurídica
(ahora hay menos) y realice un gasto social de largo plazo.
Lo que hay hoy son transferencias monetarias que se
sienten en el corto plazo, ha habido un aumento en los salarios mínimos, lo que
trae mejora de ingresos monetarios, con reducción de pobreza por ingresos, pero
va acompañada de vulnerabilidades en educación, salud, vivienda
Si la población está desilusionada de la democracia y
le es indiferente, en el fondo, lo que pase con ella en tanto haya comida en la
casa (y aunque no haya medicinas y no haya baños en la escuela), es un asunto
inmediatista que tiene que ver con factores culturales.
Creo que hay sociedades cuyo valor principal es la
supervivencia personal y otras que piensan más en la pluralidad, el respeto a
la ley. Hay naciones, como las escandinavas, que son de este último tipo y que
suelen respetar la ley; la típica nación que está pensando todo el tiempo en la
supervivencia, pero respeta la ley, es China. Los rusos son parecidos a los
chinos, pero menos legalistas, en tanto que los mexicanos somos un poco más
abiertos, menos supervivientes, pero respetando poco la ley.
Esa lógica de supervivencia y falta de respeto a la
ley es de muy buena ayuda para quienes quieran tomar el poder utilizando las
instituciones democráticas para luego deshacerlas.
Yo subrayaría que, por el momento, lo que hemos vivido
es destrucción de instituciones, o por destrucción o por deformación, como la
CNDH.
Es curioso que la transición democrática no fue de
pocos años, fue una construcción muy lenta y hoy estamos viendo su distorsión
cada vez más acelerada.
Pero surge de nuevo la pregunta. ¿Importa a las
mayorías la democracia? El libro empieza precisamente con ese tema: el
desencanto de una gran parte de la población, en varias naciones del mundo, con
una democracia que no tuvo eficiencia social.
El libro Populismo Neoliberal es una llamada de
atención triple: sobre el hecho de que nos movemos hacia el autoritarismo (de
manera cada vez más acelerada, como podemos ver en estos días); sobre la
mentira de que se trata de un gobierno de izquierda, cuando ha tenido todos los
tics moralinos y neoliberales (la obsesión con la austeridad fiscal-presupuestal
y con el tipo de cambio, por dar los ejemplos más evidentes); y, subrayo, sobre
la imposibilidad de una vuelta al pasado, que vale tanto para los sueños
guajiros de regresar a los setenta como para los otros, igualmente guajiros, de
regresar a tiempos más recientes, a las políticas y los políticos que
propiciaron el advenimiento de esta ola populista en México.
Esa es otra quimera. Esas oscuras golondrinas no
volverán. Habrá que hacer ejercicios de imaginación realista para responder a
los retos de hoy.
Concluyo con un par de acotaciones, relativas a
comentarios de Raúl Trejo en la primera presentación del libro. La primera
tiene qué ver con la diferencia entre el presupuesto 2024 y los anteriores.
Mientras que, en los primeros cinco años de AMLO, el gasto público tuvo un
comportamiento inercial -sin importar que en medio se cruzara la pandemia de
COVID-19, con sus consecuencias sanitarias y económicas-, en el último hubo un
aumento notable de gasto y deuda, con el consiguiente déficit. No es que haya
habido un cambio de rumbo: es simplemente el comportamiento típico del llamado
“ciclo sexenal de negocios en México”. El último año de gobierno es el “de
Hidalgo”, y siempre se incrementa el gasto: la novedad es que ahora fue
estrictamente para apuntalar las victorias electorales. Y siempre, el primer
año de gobierno (recuerdo hasta la “atonía” de 1971, cuando empezaba
Echeverría) es de ajustes por los excesos del pasado inmediatísimo. Y de la
deuda, lo que importa no es el tamaño, sino qué tan financiable es. La mexicana
no tiene mayores problemas, a pesar de la irracional que fue no contratarla
cuando era barata y necesaria (en tiempos de pandemia), y sí hacerlo cuando se
había encarecido (en tiempos electorales).
La segunda, sobre la preocupación acerca de la aparente
contradicción que hay entre hacer una política que apele a la razón y una
política que apele a los sentimientos. Creo que está claro que, con los
electorados de hoy -aunque es válido también para los de antes- una propuesta
estrictamente racional no sirve. Hay que apelar a los sentimientos: la cuestión
es cambiar el resentimiento y el revanchismo por una esperanza fundamentada. Parte
de ello es hacer notar que la gente ha rechazado a los viejos neoliberales,
pero también que quienes los han sustituido no son fundamentalmente diferentes
en lo económico y, por su vena autoritaria, son peores en lo político. Es
necesario poner los ojos en el futuro.
(Esta es una versión de mis intervenciones durante las
presentaciones del libro Populismo Neoliberal, editado por Cal y Arena)