jueves, abril 24, 2025

Francisco y el péndulo vaticano


Ha muerto el Papa Francisco, el primer papa latinoamericano. Fue un pontífice con el que incluso muchas personas no católicas o no creyentes lograron encontrar una sintonía.

Francisco fue un papa relevante porque significó un cambio de rumbo progresista en el movimiento pendular de la Iglesia Católica y porque tendió puentes donde antes no los había. Al mismo tiempo, los cambios que logró fueron menores respecto a las necesidades de puesta al día de la Iglesia.

Debo confesar que tengo cierta debilidad por el papa Bergoglio por dos razones. Una es frívola: aposté por él (y perdí) desde las quinielas del cónclave que eligió a Benedicto XVI. La otra es más de fondo: porque era jesuita y conozco, por formación, algunos conceptos básicos que manejó la Compañía de Jesús, especialmente en América Latina, que se me hacen los más positivos o menos perniciosos dentro de la Iglesia Católica (a veces son hasta poéticos). En particular, la idea de ver a Jesús en cada uno de nuestros semejantes, sobre todo en aquellos que sufren por la pobreza, la discriminación o la persecución. Lo contrario, al menos en propósito, a la Iglesia rígida, ritualista y al servicio de los poderosos que era, y sigue siendo, la norma.

La llegada de Bergoglio al papado significó un cambio de eje respecto al papa Ratzinger, más interesado en temas de doctrina, y quien, autocríticamente, se había declarado incapaz de hacer la limpia necesaria en una institución que se había (re)convertido en un bastión del conservadurismo mundial y en una suerte de corporación multinacional, al tiempo que se movía hacia posiciones carismáticas, ajenas -al menos a mi entender- al espíritu del catolicismo.

Y es que hay que entender que, si en un lugar funciona la llamada “ley del péndulo político” es en el Vaticano. A un papa extremamente conservador (Pacelli, Pio XII), siguieron uno reformista (Roncalli, Juan XXIII), otro que consolidó las reformas (Montini, Paulo VI) y uno más, aparentemente progresista (Luciani, Juan Pablo I), que duró muy poco, para luego dar paso a otro papa, claramente conservador (Woytila, Juan Pablo II), que le dio un vuelco muy relevante a la institución, retrocediéndola. Woytila, a su vez, fue seguido del tímido, pero responsable Ratzinger (Benedicto XVI), quien buscó ser sucedido por el papa progresista que acaba de morir.

El papado de Woytila fue enormemente influyente. El papa polaco había entendido, por su historia individual, al catolicismo como resistencia al ateísmo y lo que le interesaba, en primer lugar, era ayudar a acabar con el comunismo de corte soviético. Le tocaron la caída del Muro y la ilusión de un mundo capitalista unipolar, con el regreso al primado del mercado. Aprovechó su carisma personal para reiterar las posiciones más tradicionalistas de la Iglesia, para dar pie a movimientos carismáticos en la Iglesia, que buscaban más influencia política (traer “el reino de Dios” a la Tierra) y para favorecer a las congregaciones conservadoras, mientras intentaba aislar a las progresistas (que, en su visión, coqueteaban con el comunismo).

Eso también se vio en Roma misma. En tiempos de Montini uno podía ir a una iglesia menor y encontrarse al Papa oficiando misa, o ir a la Basílica de San Pedro y pasar tres veces por la Puerta Santa para supuestamente sumar indulgencias. Los funcionarios del Vaticano tenían tipo de curas de pueblo. En tiempos de Woytila, se había desatado el turismo religioso, uno veía en San Pedro grupos fanatizados y abundancia de banderas nacionales, como en un estadio, la venta de indulgencias estaba a tope y los funcionarios de la Santa Sede se paseaban con trajes a la medida y portafolios Hermés, donde guardaban quién sabe qué documentos. Eso sí, había mucho más gente. Un éxito comercial.

Con Juan Pablo II, la Iglesia Católica perdió muchos creyentes en Europa Occidental, pero los ganó en otras regiones, a pesar de que era claro el desinterés por la suerte de los vulnerables. Ratzinger intentó evitar la sangría, pero no pudo, porque ya habían explotado los escándalos de pederastia que fueron escondidos durante el papado de Woytila (y sus antecesores). Tocaba a Francisco tratar de deshacer esos entuertos.

¿Pudo Bergoglio deshacerlos? Podemos decir que lo intentó, tomando en cuenta que heredó una Iglesia profundamente dividida. Lo intentó con una limpia de la curia, que estaba plagada de escándalos, financieros y de otro tipo. Lo intentó con una actitud más firme ante los abusos sexuales de parte de sacerdotes. Lo intentó con una tímida apertura hacia las mujeres y los gays. Lo intentó negociando para abrir a China al catolicismo. Lo intentó moderando, no el lujo, sino el boato que caracterizaba a la Santa Sede. Y lo intentó con una retórica a favor de la paz, de la aceptación de la diversidad, de los derechos de trabajadores y emigrantes, e incluso con advertencias sobre el cambio climático. 

En los intentos de Francisco, lo más relevante fue que hizo algo de limpieza en su casa e hizo también que millones de católicos en el mundo reflexionaran sobre sus dichos acerca de la paz y la defensa de los débiles. No lo hizo sin oposición, particularmente la que provenía de importantes prelados conservadores estadunidenses, quienes lo criticaron abiertamente.  Uno se queda con la sensación de que Bergoglio pudo y debió haber hecho mucho más, pero ya sabemos que es fácil ver los toros desde la barrera.

¿Cómo podremos valorar su legado? Mucho dependerá de quién sea su sucesor, de cómo se mueva el péndulo. La mayoría de los miembros del Colegio Cardenalicio fueron elegidos durante su papado. ¿Habrá continuidad? ¿Una solución de compromiso para mantener la unidad? ¿Habrá otro movimiento pendular, ahora que la derecha en el mundo recobra fuerzas? ¿Razonará la Iglesia pensando en el largo plazo o en la coyuntura? Eso lo sabremos en un tiempo. 


viernes, abril 18, 2025

Mi Vargas Llosa personal

Ahora que murió Mario Vargas Llosa, un grande de las letras hispánicas, dan ganas de revisar su obra, que fue muy influyente, al menos para mi generación. Escritor prolífico, de prosa cuidada y lenguaje rico, fue también uno de los innovadores en el estilo de sus novelas y relatos.

Me tocó la suerte de que empezó a publicar pocos años antes de que yo empezara a leer literatura en serio y en serie, lo que significa que seguí su carrera literaria más o menos al tiempo que iba publicando. A continuación, porque disto de ser un crítico literario, va mi experiencia personal con los textos de Vargas Llosa.   

La primera novela de Vargas Llosa que leí, por recomendación de mi amigo Hermann, fue La Ciudad y los Perros, una crítica profunda a las instituciones educativas verticales, que distorsionan los valores y en vez de formar, deforman. Ahí claramente me identifiqué con El Poeta y odié a El Jaguar, el eterno bully. Me gustó tanto que, pocos años después, le regalé una versión traducida a mi amigo inglés Ben.

En el IFAL me enteré que Vargas Llosa había ganado, años atrás, un premio francés por un libro de cuentos: Los Jefes. Recuerdo que todos los relatos eran buenos, pero sólo recuerdo con claridad uno de ellos: “El Desafío”, que es una desesperante competencia de natación entre dos jóvenes borrachos y machistas del barrio de Miraflores, que por fortuna no termina en tragedia.

En la prepa se puso de moda leer la noveleta Los Cachorros. Habrá quien diga que fue por el fulbito (la cascarita de futbol), habrá quien diga que fue por el manejo novedoso de la puntuación, pero yo creo que interesó por el delirio adolescente de castración. Muy bien escrita, sí, pero a mí, la verdad, me dio ñáñaras (o cringe, como se dice ahora).

Poco antes de entrar a la universidad leí La Casa Verde, el primer intento de Vargas Llosa por hacer gran literatura. Me pareció fascinante, no sólo por las historias entretejidas como rompecabezas, sino por la capacidad del autor para describir tierras, personajes y sensaciones. Uno saca la mirada del libro, reabre los ojos, y ahí están: el prostíbulo, el Amazonas, el trafique.

Inmediatamente después, leí Historia Secreta de una Novela, donde Vargas Llosa explica el proceso de creación de La Casa Verde. De esa lectura recuerdo tres cosas: el concepto de novela-río, la idea de que el autor vomitaba en la obra las cosas dolorosas de la vida que no podía digerir y que tuvo pesadillas con uno de sus personajes, el criminal Fushía, dueño y esclavo del río-mar.

Por esas fechas, Vargas Llosa vino a México y asistí a una conferencia que dio en La Casa del Libro, de Avenida Universidad. No recuerdo nada de lo que dijo, pero sí que llevaba una camisa blanca con puntos negros, de las que se abrochaban en la entrepierna. Muy funky.

Ya en la Facultad, leí Conversación en La Catedral, la de la famosa pregunta: “¿en qué momento se jodió el Perú?”. Y, mientras uno va leyendo esa profunda condena de la dictadura militar, de la corrupción, la mentira y la represión, también se va dando cuenta de que el Perú lleva una joda eterna. Era de cuando leer a Vargas Llosa te reforzaba las convicciones revolucionarias.

La siguiente lectura fue Pantaleón y las Visitadoras, un divertimento experimental que de alguna forma jugaba como contrapunto de La Casa Verde. Dos cosas recuerdo de esa novelita: la capacidad de Vargas Llosa para nunca repetir “dijo” o cualquiera de sus sinónimos, y el calorón que daba viajar por el Amazonas en esa novela menor.

Voy a la que considero la mejor y más completa novela de Vargas Llosa: La Guerra del Fin del Mundo. Sin tantos recursos experimentales, Vargas Llosa hace que el lector penetre en un mundo alucinante, el de la secta encabezada por Antonio Conselheiro. En ese viaje a la locura, repleto de personajes deformes (física, espiritual o moralmente, a según), hay un análisis a fondo de las raíces del fanatismo, de las condiciones en las que se desarrolla y del efecto alienante que tienen ciertas personas sobre sus semejantes.

En La Historia de Mayta, Vargas Llosa hace una disección acerca de las tragedias de la izquierda latinoamericana. Mayta es un trotskista que, al final, es víctima de la incapacidad de su sociedad para dialogar, porque prefiere deshacer al adversario. Lo que, para José Revueltas, por ejemplo, es tragedia negra, para Vargas Llosa es tragicomedia. Pienso en la alucinante discusión entre apristas y comunistas, a los que uno percibe como chiquitos y atenazados, pero incapaces de ponerse de acuerdo. Camarada contra compañero. Un espejo que da pena.

Leí tarde La Tía Julia y el Escribidor, y sólo a insistencia de Taide, mi esposa. Sucede que había visto la película con Peter Falk y no me había gustado. En cambio, la novela es deliciosa. Más allá de la parte autobiográfica, el gran personaje es Pedro Camacho, el escritor boliviano de radionovelas, que las acaba fundiendo y confundiendo, sin dejar jamás su fobia a todo lo argentino (al final se sabe por qué). De las que más me han gustado de Vargas Llosa. Super divertida.

Lituma en los Andes es una buena novela sobre las diferencias culturales entre una parte y otra del Perú (y de América Latina). Ubicada en tiempos de Sendero Luminoso, estudia las reacciones de las comunidades indígenas y las dificultades para comprenderlas de quienes provienen de otras partes. Al sargento Lituma yo ya lo conocía de La Casa Verde.

Otra de las obras maestras de Vargas Llosa es La Fiesta del Chivo. Narra con gran técnica una historia política y de machismo: la caída del terrible dictador dominicano Trujillo, el efecto perverso que tuvo su gobierno sobre la sociedad de su país y, lo supimos, el hecho de que, por un tiempo, cambió todo para que no cambiara nada en lo fundamental (ese personaje sombrío de la vida real que fue Balaguer). Una novela oscura, dramática, fuerte. Imprescindible. Cuando leí el libro, me pasó, como en todos los de Vargas Llosa, que lo imaginé cinematográficamente. Ubiqué su República Dominicana en algo muy parecido a Cozumel.

Termino mi lista con Cinco Esquinas, una descripción descarnada de la perversión del fujimorismo -con los actos terroristas de Sendero Luminoso como fondo-, pero sobre todo de la indolencia moral de la clase dominante. Al final acaba uno de leer esta buena novela con una sonrisa sardónica, prueba de un mal sabor de boca. 

Como el lector podrá ver, mis lecturas de la obra de Vargas Llosa están lejos de ser completas. Mejor para mí. Eso significa que aún me quedan por leer varias novelas, algún ensayo y otros textos de este escritor extraordinario.


lunes, abril 14, 2025

La decadencia del Imperio Americano


He escrito que “el gobierno de EU está en la tarea suicida de destruir el orden económico mundial de la segunda posguerra, que fue lo que lo convirtió en potencia hegemónica. Mientras hace eso, China decide aliarse comercialmente con enemigos políticos, como Japón y Corea del Sur, en pos de continuar su discreta búsqueda por ocupar el lugar que ha tenido Estados Unidos por casi un siglo”. Al día siguiente, Donald Trump anunciaba la “liberación americana” con una serie de aranceles a casi todas las naciones del mundo, con lo que confirmaba el propósito suicida de la hegemonía estadunidense.

Revisemos. Tras la II Guerra Mundial, los acuerdos de Bretton Woods establecieron un nuevo sistema financiero y monetario internacional, cuya intención era crear un sistema estable que favoreciera el comercio mundial y terminara con el proteccionismo que caracterizó el periodo de entreguerras y que contribuyó a la Gran Depresión económica mundial de 1929-33. Parte de la lógica de ese sistema era que Estados Unidos podía tener constantemente un déficit de cuenta corriente, que el resto del mundo financiaba –a través de la acumulación de reservas en dólares-, mientras que las demás naciones se veían obligadas a cuidar el equilibrio en su balanza de pagos. En otras palabras, que los estadunidenses podían vivir por encima de sus medios, porque las demás naciones financiaban su déficit comprando bonos del Tesoro.

En el orden de la inmediata posguerra, las naciones industrializadas (pero afectadas por la guerra) tenían que construir economías jaladas por las exportaciones, EU podía basarse en su demanda interna -con crecientes importaciones e inversiones en el extranjero, además-, y las naciones “en vías de desarrollo” optaban por la sustitución de importaciones: exportar materias primas y poner aranceles o cuotas a productos industriales importados para sustituirlos con bienes producidos por la industria nacional. En la medida en que esas naciones lograron industrializarse -como es el caso de México- fueron también abriendo sus economías.

Ese sistema permitió que el capitalismo mundial viviera décadas de prosperidad más o menos compartida: altas tasas de crecimiento económico estable, combinadas con una mejoría en la distribución del ingreso (si la vemos históricamente). 

El resultado de pleno empleo generó presiones salariales, que tuvieron dos reacciones. Una fue la disminución de las inversiones, que servía para crear el desempleo necesario para hacer manejable el mercado laboral. Pero esto se tradujo, sucesivamente, en freno al crecimiento económico y en inflación. La otra fue estrictamente política: la derecha encontró una puerta, a través del monetarismo, el Consenso de Washington y el aplastamiento de los sindicatos, para que la economía volviera a crecer, esta vez bajo condiciones sociales excluyentes y en otro ambiente financiero. Es lo que han dado en llamar “neoliberalismo”.

La falta de regulaciones al capital financiero llevó a la crisis del 2008, que se ha traducido en pequeños intentos de reforma, menores tasas de crecimiento, mayor desazón política y social y cambios en los sectores que jalan a las distintas economías.

Aun cuando la politización del mercado es solamente implícita, en realidad los comportamientos económicos derivan de las reglas fijadas por la potencia hegemónica. En este caso, Estados Unidos.

Ahora Estados Unidos quiere cambiar las reglas, con la malhadada idea de que el déficit comercial -que es precisamente lo que permite a sus ciudadanos vivir por encima de sus medios- es un cáncer que afecta su productividad y empleo, y que los países que tienen superávit se aprovechan de los EU. Ahora resulta que los estadunidenses son las víctimas de las reglas que ellos mismos impusieron, que dieron resultados positivos y que les han permitido, por tres generaciones enteras, gastar más de lo que generan.

Hay cosas curiosas en el asunto. Una es que, en el fondo, la idea de Trump es que Estados Unidos sustituya importaciones, como si fuera país en vías de desarrollo de la segunda posguerra. El mensaje es: si quieres vender productos industriales a EU, tienes que abrir fábricas en EU. Eso implica pensar que esa nación requiere reindustrializarse, cuando sus ventajas comparativas están en otro lado: el de la tecnología digital. Otra, que la intención sea política: tratar de complacer a la base electoral con la oferta de que habrá muchos empleos disponibles para gente con sólo estudios de High School. La tercera, es que hace eso aliado, precisamente, con los multimillonarios de las nuevas tecnologías, que son quienes menos necesitan esa reindustrialización (pero que tienen otras prebendas a cambio).

Lo grave es que, si, en la extraña búsqueda de una reindustrialización, la potencia hegemónica cambia sus reglas, atacando a sus aliados (y de paso, perdonando a Rusia), difícilmente va a poder imponer las nuevas reglas. Cuando las alianzas no están basadas en acuerdos, sino en chantajes, y desaparece la confianza, están destinadas a no prosperar. 

La política arancelaria de Trump y su aislacionismo tienen como efecto inmediato una disrupción en las cadenas de valor y de producción de todas las economías del mundo. Terminan con una serie de certidumbres que dieron el piso mínimo para que las inversiones fluyeran y las economías funcionaran. Afectan el funcionamiento de la economía global.  

Nadie gana con estos aranceles. Y mal hacen los políticos que creen que haber esquivado un golpe equivale a haber ganado: eso se llama perder menos, pero es perder de todos modos. De poco sirve intentar tapar el sol con un dedo.

En el corto plazo, Estados Unidos perdió el papel de socio confiable. Es particularmente difícil para las naciones, como México, que tienen gran interdependencia con EU, agarrarse a ella como clavo ardiente, porque, por el momento, no les queda de otra. Difícil también, porque, en el mediano plazo, EU va a salir debilitado de este lance y será necesario -insisto- deslizarse, diversificar el comercio, buscar lazos más estrechos con socios más fidedignos. 

Trump olvida que, cuando EU pudo poner condiciones al resto de naciones, acababa de ganar una guerra mundial y su PIB era el 50% del PIB mundial. Ahora es del 16%, a paridad de poder de compra. No podrá imponerlas esta vez, y menos comportándose como chivo en cristalería. Es el síntoma de la decadencia del Imperio Americano. 

Es posible que, ante las primeras reacciones de los mercados y las protestas de algunos empresarios, el presidente de Estados Unidos trate de moderar su estrategia. Pero es improbable que lo haga en serio. No es su estilo. Lo más que podemos esperar son nuevas posposiciones sobre la puesta en vigor de los aranceles, y eso sólo servirá para abonar a la incertidumbre, y extender la idea de que no se puede contar con un socio que cambia de pareceres sobre la marcha.