Ha muerto el Papa Francisco, el primer papa latinoamericano. Fue un pontífice con el que incluso muchas personas no católicas o no creyentes lograron encontrar una sintonía.
jueves, abril 24, 2025
Francisco y el péndulo vaticano
viernes, abril 18, 2025
Mi Vargas Llosa personal
Ahora que murió Mario Vargas Llosa, un grande de las letras hispánicas, dan ganas de revisar su obra, que fue muy influyente, al menos para mi generación. Escritor prolífico, de prosa cuidada y lenguaje rico, fue también uno de los innovadores en el estilo de sus novelas y relatos.
Me tocó la suerte de que empezó a publicar pocos años antes de que yo empezara a leer literatura en serio y en serie, lo que significa que seguí su carrera literaria más o menos al tiempo que iba publicando. A continuación, porque disto de ser un crítico literario, va mi experiencia personal con los textos de Vargas Llosa.
La primera novela de Vargas Llosa que leí, por recomendación de mi amigo Hermann, fue La Ciudad y los Perros, una crítica profunda a las instituciones educativas verticales, que distorsionan los valores y en vez de formar, deforman. Ahí claramente me identifiqué con El Poeta y odié a El Jaguar, el eterno bully. Me gustó tanto que, pocos años después, le regalé una versión traducida a mi amigo inglés Ben.
En el IFAL me enteré que Vargas Llosa había ganado, años atrás, un premio francés por un libro de cuentos: Los Jefes. Recuerdo que todos los relatos eran buenos, pero sólo recuerdo con claridad uno de ellos: “El Desafío”, que es una desesperante competencia de natación entre dos jóvenes borrachos y machistas del barrio de Miraflores, que por fortuna no termina en tragedia.
En la prepa se puso de moda leer la noveleta Los Cachorros. Habrá quien diga que fue por el fulbito (la cascarita de futbol), habrá quien diga que fue por el manejo novedoso de la puntuación, pero yo creo que interesó por el delirio adolescente de castración. Muy bien escrita, sí, pero a mí, la verdad, me dio ñáñaras (o cringe, como se dice ahora).
Poco antes de entrar a la universidad leí La Casa Verde, el primer intento de Vargas Llosa por hacer gran literatura. Me pareció fascinante, no sólo por las historias entretejidas como rompecabezas, sino por la capacidad del autor para describir tierras, personajes y sensaciones. Uno saca la mirada del libro, reabre los ojos, y ahí están: el prostíbulo, el Amazonas, el trafique.
Inmediatamente después, leí Historia Secreta de una Novela, donde Vargas Llosa explica el proceso de creación de La Casa Verde. De esa lectura recuerdo tres cosas: el concepto de novela-río, la idea de que el autor vomitaba en la obra las cosas dolorosas de la vida que no podía digerir y que tuvo pesadillas con uno de sus personajes, el criminal Fushía, dueño y esclavo del río-mar.
Por esas fechas, Vargas Llosa vino a México y asistí a una conferencia que dio en La Casa del Libro, de Avenida Universidad. No recuerdo nada de lo que dijo, pero sí que llevaba una camisa blanca con puntos negros, de las que se abrochaban en la entrepierna. Muy funky.
Ya en la Facultad, leí Conversación en La Catedral, la de la famosa pregunta: “¿en qué momento se jodió el Perú?”. Y, mientras uno va leyendo esa profunda condena de la dictadura militar, de la corrupción, la mentira y la represión, también se va dando cuenta de que el Perú lleva una joda eterna. Era de cuando leer a Vargas Llosa te reforzaba las convicciones revolucionarias.
La siguiente lectura fue Pantaleón y las Visitadoras, un divertimento experimental que de alguna forma jugaba como contrapunto de La Casa Verde. Dos cosas recuerdo de esa novelita: la capacidad de Vargas Llosa para nunca repetir “dijo” o cualquiera de sus sinónimos, y el calorón que daba viajar por el Amazonas en esa novela menor.
Voy a la que considero la mejor y más completa novela de Vargas Llosa: La Guerra del Fin del Mundo. Sin tantos recursos experimentales, Vargas Llosa hace que el lector penetre en un mundo alucinante, el de la secta encabezada por Antonio Conselheiro. En ese viaje a la locura, repleto de personajes deformes (física, espiritual o moralmente, a según), hay un análisis a fondo de las raíces del fanatismo, de las condiciones en las que se desarrolla y del efecto alienante que tienen ciertas personas sobre sus semejantes.
En La Historia de Mayta, Vargas Llosa hace una disección acerca de las tragedias de la izquierda latinoamericana. Mayta es un trotskista que, al final, es víctima de la incapacidad de su sociedad para dialogar, porque prefiere deshacer al adversario. Lo que, para José Revueltas, por ejemplo, es tragedia negra, para Vargas Llosa es tragicomedia. Pienso en la alucinante discusión entre apristas y comunistas, a los que uno percibe como chiquitos y atenazados, pero incapaces de ponerse de acuerdo. Camarada contra compañero. Un espejo que da pena.
Leí tarde La Tía Julia y el Escribidor, y sólo a insistencia de Taide, mi esposa. Sucede que había visto la película con Peter Falk y no me había gustado. En cambio, la novela es deliciosa. Más allá de la parte autobiográfica, el gran personaje es Pedro Camacho, el escritor boliviano de radionovelas, que las acaba fundiendo y confundiendo, sin dejar jamás su fobia a todo lo argentino (al final se sabe por qué). De las que más me han gustado de Vargas Llosa. Super divertida.
Lituma en los Andes es una buena novela sobre las diferencias culturales entre una parte y otra del Perú (y de América Latina). Ubicada en tiempos de Sendero Luminoso, estudia las reacciones de las comunidades indígenas y las dificultades para comprenderlas de quienes provienen de otras partes. Al sargento Lituma yo ya lo conocía de La Casa Verde.
Otra de las obras maestras de Vargas Llosa es La Fiesta del Chivo. Narra con gran técnica una historia política y de machismo: la caída del terrible dictador dominicano Trujillo, el efecto perverso que tuvo su gobierno sobre la sociedad de su país y, lo supimos, el hecho de que, por un tiempo, cambió todo para que no cambiara nada en lo fundamental (ese personaje sombrío de la vida real que fue Balaguer). Una novela oscura, dramática, fuerte. Imprescindible. Cuando leí el libro, me pasó, como en todos los de Vargas Llosa, que lo imaginé cinematográficamente. Ubiqué su República Dominicana en algo muy parecido a Cozumel.
Termino mi lista con Cinco Esquinas, una descripción descarnada de la perversión del fujimorismo -con los actos terroristas de Sendero Luminoso como fondo-, pero sobre todo de la indolencia moral de la clase dominante. Al final acaba uno de leer esta buena novela con una sonrisa sardónica, prueba de un mal sabor de boca.
Como el lector podrá ver, mis lecturas de la obra de Vargas Llosa están lejos de ser completas. Mejor para mí. Eso significa que aún me quedan por leer varias novelas, algún ensayo y otros textos de este escritor extraordinario.
lunes, abril 14, 2025
La decadencia del Imperio Americano
He escrito que “el gobierno de EU está en la tarea suicida de destruir el orden económico mundial de la segunda posguerra, que fue lo que lo convirtió en potencia hegemónica. Mientras hace eso, China decide aliarse comercialmente con enemigos políticos, como Japón y Corea del Sur, en pos de continuar su discreta búsqueda por ocupar el lugar que ha tenido Estados Unidos por casi un siglo”. Al día siguiente, Donald Trump anunciaba la “liberación americana” con una serie de aranceles a casi todas las naciones del mundo, con lo que confirmaba el propósito suicida de la hegemonía estadunidense.
Revisemos. Tras la II Guerra Mundial, los acuerdos de Bretton Woods establecieron un nuevo sistema financiero y monetario internacional, cuya intención era crear un sistema estable que favoreciera el comercio mundial y terminara con el proteccionismo que caracterizó el periodo de entreguerras y que contribuyó a la Gran Depresión económica mundial de 1929-33. Parte de la lógica de ese sistema era que Estados Unidos podía tener constantemente un déficit de cuenta corriente, que el resto del mundo financiaba –a través de la acumulación de reservas en dólares-, mientras que las demás naciones se veían obligadas a cuidar el equilibrio en su balanza de pagos. En otras palabras, que los estadunidenses podían vivir por encima de sus medios, porque las demás naciones financiaban su déficit comprando bonos del Tesoro.
En el orden de la inmediata posguerra, las naciones industrializadas (pero afectadas por la guerra) tenían que construir economías jaladas por las exportaciones, EU podía basarse en su demanda interna -con crecientes importaciones e inversiones en el extranjero, además-, y las naciones “en vías de desarrollo” optaban por la sustitución de importaciones: exportar materias primas y poner aranceles o cuotas a productos industriales importados para sustituirlos con bienes producidos por la industria nacional. En la medida en que esas naciones lograron industrializarse -como es el caso de México- fueron también abriendo sus economías.
Ese sistema permitió que el capitalismo mundial viviera décadas de prosperidad más o menos compartida: altas tasas de crecimiento económico estable, combinadas con una mejoría en la distribución del ingreso (si la vemos históricamente).
El resultado de pleno empleo generó presiones salariales, que tuvieron dos reacciones. Una fue la disminución de las inversiones, que servía para crear el desempleo necesario para hacer manejable el mercado laboral. Pero esto se tradujo, sucesivamente, en freno al crecimiento económico y en inflación. La otra fue estrictamente política: la derecha encontró una puerta, a través del monetarismo, el Consenso de Washington y el aplastamiento de los sindicatos, para que la economía volviera a crecer, esta vez bajo condiciones sociales excluyentes y en otro ambiente financiero. Es lo que han dado en llamar “neoliberalismo”.
La falta de regulaciones al capital financiero llevó a la crisis del 2008, que se ha traducido en pequeños intentos de reforma, menores tasas de crecimiento, mayor desazón política y social y cambios en los sectores que jalan a las distintas economías.
Aun cuando la politización del mercado es solamente implícita, en realidad los comportamientos económicos derivan de las reglas fijadas por la potencia hegemónica. En este caso, Estados Unidos.
Ahora Estados Unidos quiere cambiar las reglas, con la malhadada idea de que el déficit comercial -que es precisamente lo que permite a sus ciudadanos vivir por encima de sus medios- es un cáncer que afecta su productividad y empleo, y que los países que tienen superávit se aprovechan de los EU. Ahora resulta que los estadunidenses son las víctimas de las reglas que ellos mismos impusieron, que dieron resultados positivos y que les han permitido, por tres generaciones enteras, gastar más de lo que generan.
Hay cosas curiosas en el asunto. Una es que, en el fondo, la idea de Trump es que Estados Unidos sustituya importaciones, como si fuera país en vías de desarrollo de la segunda posguerra. El mensaje es: si quieres vender productos industriales a EU, tienes que abrir fábricas en EU. Eso implica pensar que esa nación requiere reindustrializarse, cuando sus ventajas comparativas están en otro lado: el de la tecnología digital. Otra, que la intención sea política: tratar de complacer a la base electoral con la oferta de que habrá muchos empleos disponibles para gente con sólo estudios de High School. La tercera, es que hace eso aliado, precisamente, con los multimillonarios de las nuevas tecnologías, que son quienes menos necesitan esa reindustrialización (pero que tienen otras prebendas a cambio).
Lo grave es que, si, en la extraña búsqueda de una reindustrialización, la potencia hegemónica cambia sus reglas, atacando a sus aliados (y de paso, perdonando a Rusia), difícilmente va a poder imponer las nuevas reglas. Cuando las alianzas no están basadas en acuerdos, sino en chantajes, y desaparece la confianza, están destinadas a no prosperar.
La política arancelaria de Trump y su aislacionismo tienen como efecto inmediato una disrupción en las cadenas de valor y de producción de todas las economías del mundo. Terminan con una serie de certidumbres que dieron el piso mínimo para que las inversiones fluyeran y las economías funcionaran. Afectan el funcionamiento de la economía global.
Nadie gana con estos aranceles. Y mal hacen los políticos que creen que haber esquivado un golpe equivale a haber ganado: eso se llama perder menos, pero es perder de todos modos. De poco sirve intentar tapar el sol con un dedo.
En el corto plazo, Estados Unidos perdió el papel de socio confiable. Es particularmente difícil para las naciones, como México, que tienen gran interdependencia con EU, agarrarse a ella como clavo ardiente, porque, por el momento, no les queda de otra. Difícil también, porque, en el mediano plazo, EU va a salir debilitado de este lance y será necesario -insisto- deslizarse, diversificar el comercio, buscar lazos más estrechos con socios más fidedignos.
Trump olvida que, cuando EU pudo poner condiciones al resto de naciones, acababa de ganar una guerra mundial y su PIB era el 50% del PIB mundial. Ahora es del 16%, a paridad de poder de compra. No podrá imponerlas esta vez, y menos comportándose como chivo en cristalería. Es el síntoma de la decadencia del Imperio Americano.
Es posible que, ante las primeras reacciones de los mercados y las protestas de algunos empresarios, el presidente de Estados Unidos trate de moderar su estrategia. Pero es improbable que lo haga en serio. No es su estilo. Lo más que podemos esperar son nuevas posposiciones sobre la puesta en vigor de los aranceles, y eso sólo servirá para abonar a la incertidumbre, y extender la idea de que no se puede contar con un socio que cambia de pareceres sobre la marcha.