Por más que se le ha advertido, el presidente López
Obrador sigue creyendo que metiendo grandes cantidades de dinero a las empresas
energéticas estatales el país va a salir adelante: fortalecido económicamente,
justo y moderno.
Ese es un argumento falso, que tenía apariencia de
verdad hace cuatro o cinco décadas. En otras palabras, es un sofisma.
Dejemos de lado por un momento los problemas de todo
tipo que tienen Pemex y CFE, y pensemos en el concepto mismo: empresas
energéticas públicas como locomotoras del desarrollo de una economía
previamente diversificada. Es, simplemente, algo que no se sostiene.
Podemos pensar en grandes empresas petroleras
estatales como palanca del crecimiento si se dan cuatro circunstancias
simultáneas: uno, las reservas petroleras son enormes, lo que genera niveles
muy elevados de exportación; dos, el precio del petróleo es razonablemente alto
y las expectativas a futuro no son de que ese mercado se vaya a deprimir; tres,
hay suficientes recursos financieros como para hacer grandes inversiones que
modernicen y diversifiquen la empresa; cuatro, los otros sectores de la
economía están relativamente atrasados y no hay una diversificación que permita
el desarrollo a partir de otros mercados.
En el México de hace medio siglo se daban, más o
menos, tres de las cuatro precondiciones; para la cuarta, se buscaron y
consiguieron los recursos financieros a un costo que después resultó muy alto.
En la actualidad no se da ninguna precondición, y como Pemex fue exprimido en
exceso con tal de no hacer una reforma fiscal, una parte importante del dinero
que se le destine irá a fondo perdido.
Pero López Obrador está casado con esa idea del
desarrollo de su época de universitario, que ya algunos criticaban, desde la
izquierda, en aquel entonces. Heberto Castillo hablaba del absurdo que era
quemar grandes cantidades de carbón o gas para generar electricidad que
recorría cientos de kilómetros… para que una señora calentara con una
resistencia el agua para su Nescafé. Otros subrayaban que ese tipo de desarrollo,
depredador de los recursos naturales, tenía sus límites en la Tierra misma y
era insostenible en el mediano plazo. Se decía que el desarrollo basado en los
energéticos terminaría revirtiéndose: era un engaño cortoplacista, una
falsedad.
Ese modelo, pues, tenía su dosis de sofisma. Estaba
sustentado en algunos argumentos falsos que se hacían pasar como verdades
absolutas.
Más de una generación después, y después de varios
auges y tumbos en los mercados del petróleo, el mundo se encuentra en una transición
energética. En ella, los sectores que se están volviendo obsoletos hacen su
lucha para no ser totalmente desplazados. Cuando los condenan los mercados, por
un lado, y la más elemental consideración social y ecológica, por el otro,
voltean hacia la política (o la politiquería) para defenderse. Es el caso del
carbón.
Esa industria, que fue clave en la primera ola de la
industrialización mundial, ha perdido fuerza en los últimos años, desplazada
por otras que son más económicas y eficientes, pero, sobre todo, menos dañinas
para el medio ambiente. En varios países, se agarró de los políticos
conservadores, que normalmente se oponen a las regulaciones gubernamentales,
minimizan los problemas causados por la contaminación y niegan el cambio
climático.
Un caso típico de esta relación entre el carbón y los políticos
conservadores es Estados Unidos. En 2016, Donald Trump hizo campaña en estados
como Virginia del Oeste, Arizona y Pensilvania, afirmando que las regulaciones
al carbón afectaban los empleos y el modo de vida de los mineros. Relajarlas
haría regresar el progreso a esas zonas.
López Obrador, no casualmente, acaba de hacer lo mismo
en Coahuila. Asegurar que habrá más compra de carbón de parte de la CFE para
promover el empleo en la región.
El resultado de los apoyos de Trump para el carbón
resultó en el peor de los mundos posibles. Según un dirigente minero de
Arizona, les “jugó una charada”. La disminución regulatoria significó un ahorro
promedio de mil millones de dólares para cada empresa carbonífera. Significó,
además, que la población gastó $3,200 millones de dólares más por electricidad que
de haberla obtenido mediante alternativas más baratas, que van desde el gas
hasta la energía solar. A cambio, el aumento en el empleo de los mineros fue
marginal, porque se multiplicó la productividad promedio de cada
trabajador: 140 toneladas extraídas al
día.
En otras palabras, perdieron el medio ambiente, la
salud de la población, los consumidores y el fisco; los pocos nuevos trabajos
obtenidos son con niveles altos de explotación. A cambio, las empresas
aumentaron sus ganancias.
En términos políticos, sólo en el estado más
dependiente del carbón, Virginia del Oeste, siguen apoyando esa política. En
los otros, se le han volteado a Trump, por esa y otras razones.
¿De verdad cree López Obrador que se promueve el
empleo a través de la compra masiva de carbón? En las mineras modernas, sólo
habría más productividad por el mismo salario. Y los pozos carboníferos son tan
inhumanos que no pueden considerarse opción.
En cambio, y a pesar de las evidencias, AMLO ataca
constantemente las energías limpias. No importa que ya generen más de la mitad
de la electricidad en la Unión Europea. La razón es una: quienes trabajan con
esas energías no son empresas estatales. Pero en vez de promover, en
congruencia, una reconversión de las empresas públicas hacia las fuentes
energéticas del futuro, se aferra a avanzar, como en todo, hacia el pasado
idealizado de su juventud.