El 15 de septiembre se cumplieron diez años de la
quiebra de Lehman Brothers, el cuarto mayor banco de inversión en Estados
Unidos, y del inicio formal de una crisis económica mundial que se venía
gestando de tiempo atrás y que marcó el fin de un modelo económico.
Como en toda crisis, lo que teníamos era un exceso
de capital que no encontraba acomodo. A diferencia de las tradicionales (pensemos
en la Gran Depresión de 1929-33) en las que este exceso era de capacidad
instalada o inventarios sin vender, en la primera década del siglo el sobrante
estaba en forma de activos financieros, con más créditos concedidos que los que
era posible cobrar.
Recordemos: las finanzas del mundo estaba llenas de
paquetes de deuda de baja calidad que habían sido vendidas como si fueran muy
rentables. Las calificadoras, tan rudas con las naciones endeudadas, recomendaban
invertir en empresas financieras que estaban a punto de quebrar. Tras la caída
de Lehman Brothers, vinieron otras instituciones aún más grandes, y entonces
tuvieron los gobiernos que intervenir para evitar un efecto dominó de
consecuencias devastadoras.
Vinieron rescates sucesivos de aseguradoras, bancos,
armadoras de autos… se salvó in extremis
al sistema financiero mundial y se establecieron algunos, pocos, elementos de
control sobre el mismo. Después de ello, volvió el crecimiento mundial, pero
más lento que antes, y con la creación de pocos empleos.
Sucedió que se había roto un modelo de crecimiento
sin regulación, en el que la acumulación había tenido mucho de especulativa y
poco de productiva. Pero no hubo quien se hiciera cargo de este hecho. La
política de rescate de los sistemas financieros no fue acompañada de una
revisión seria de las políticas a seguir, ni de una regulación digna de ese
nombre. En lo fundamental, aunque sin tantos bonos chatarra, el desbarajuste ha
seguido.
Al mismo tiempo, no hubo un cambio en las voces
económicas. Otra vez hay diferencias con el crac de 1929. En aquella ocasión,
se hizo fuerte una teoría, el keynesianismo, que contenía un método para dejar
atrás los problemas de la depresión económica global (esa medicina crearía
otros problemas, pero se tardaría cuatro décadas en hacerlo). Ahora no hubo
nada, los economistas ortodoxos, que tomaron los puestos de control en la
academia y en la realidad en los años setenta, siguieron tan campantes: si la
realidad no se adecuaba a sus teorías, peor para la realidad.
La crisis mundial pedía a gritos por lo menos releer
a Schumpeter, pero no: Friedman y la versión más derechista del liberalismo
seguían sentando sus reales.
Pensemos, de entrada, que a lo largo de estos diez
años, si bien las entidades financieras se han recuperado, ahora las grandes
empresas son Facebook, Google, Netflix, Amazon… se ha llevado a cabo, efectivamente,
una alteración de los antiguos equilibrios que ha destruido un tipo de empresas
y fortalecido otras, signadas por la creatividad y las nuevas tecnologías.
Los antiguos equilibrios desaparecieron, pero no la
forma dominante de ver la economía. Las viejas recetas que le endilgó el FMI a
México en los años ochenta las vimos repetidas en Grecia, hace diez años y en
Argentina, hoy. Y los magros resultados serán los mismos: estabilidad a cambio de
pauperización.
Los “nuevos equilibrios” del sistema tienen la
característica de ser desequilibrantes en lo político y lo social. Ya se ha
visto que la creación de empleos es lenta, y que éstos tienden a ser precarios.
También, que en la mayor parte de las naciones los salarios han crecido muy por
debajo de la productividad. El crecimiento es cada vez más desigual, en lo
social y en lo regional. Y eso hace que tenga cada vez menos sentido aquella
frase de “primero crear riqueza y luego compartirla”, porque la poca que se
crea se comparte menos que antes.
Se ha dicho que la crisis que estalló en 2008 (ese
“catarrito” que mató industrias enteras y lanzó a millones a empleos precarios)
está en la raíz del éxito de distintos personajes políticos que han manejado
ideas populistas de diferente corte. El empeoramiento de las expectativas
económicas de la gente y el funcionamiento socialmente poco eficaz de las
democracias contribuyeron para ello.
Sin embargo, tal vez lo más preciso sea afirmar que
lo que trajo los cambios políticos no fue la crisis económica en sí, sino la
respuesta a ella de parte de los políticos tradicionales (que, como todos, son
esclavos de algún economista muerto). No cambiaron el discurso ni las
políticas: el contexto se encargo de hacer de ello una combinación socialmente
tóxica. Eso también explica la crisis en la que cayó, a nivel mundial, la
socialdemocracia.
No falta el mandatario –por ejemplo, Enrique Peña
Nieto– que presuma, honestamente, de cuánto ha crecido el nivel de las
exportaciones nacionales en los últimos años. Uno ve que se han multiplicado y a
lo mejor exclama “¡Wow!” Y luego nos da las cifras de la Inversión Extranjera
Directa, que se han multiplicado exponencialmente, etcétera etcétera.
El problema es que esas cifras, y otros indicadores
económicos tradicionales no tienen la misma relevancia que antes a la hora de
medir el bienestar de la población. Incluso la tasa de crecimiento del PIB, el
indicador por excelencia, a estas alturas mide solamente la dinámica económica,
no el proceso de desarrollo. Otra serie de indicadores, de bienestar social,
deberían tener más peso. Habría que ser capaces de medir mejor la innovación,
la desigualdad, la distribución de oportunidades, las expectativas (porque de
eso también se vive).
Lo más curioso es que, así como hay feligreses de
las promesas populistas, existe la comunidad de la fe en las leyes
indestructibles de la economía tradicional de mercado, apegados a las teorías
aprendidas en la escuela, que pronostican el caos si no se siguen los dictados
de sus textos sagrados.
No es así. El espacio existe para generar otro tipo
de economía, con libertades y en la que haya espacios para la innovación y la
capacidad empresarial, pero que mida sus metas de manera diferente. Se
requieren, para ello, básicamente tres cosas: mantener un prudente sentido
común financiero (para evitar fugas hacia adelante), poner por delante los
intereses de la gente de carne y hueso (y no de entelequias como los mercados)
y entender que se trata de cambiar el sistema, no de liquidarlo.
Tarde o temprano eso pasará. Ya sabemos que, si no,
el hartazgo social cobra factura.