Hay etapas en la vida en las que parece que poco cambia,
pero que en realidad son de gestación de importantes transformaciones. Soplan
vientos de cambio, pero lo que uno percibe es meramente una brisa. Tienen que
pasar años para que nos demos cuenta de todo lo que se movía.
A finales de 1987 daba la impresión de que la rutina había
regresado. Estaba yo de vuelta en la facultad, había recuperado mi placita en La Jornada, Raymundo y Camilo tenían su
lugar en la escuela –y, por tanto, en la sociedad-, y sin embargo había en mí
una íntima desazón, expresada en aquellos sueños de estadios laberínticos.
Con mis hijos la pasaba a todo dar. Organizaba unas carreras
de carritos que le daban la vuelta a todo el departamento. Camilo tenía los
mejores autos y yo los peores, y las cosas se arreglaban para que en la recta
final, la disputa fuera nariz con nariz entre los dos niños. Les leía cuentos,
íbamos al parque, en fin.
Camilo, tras un par de meses en México, terminó con su
confusión de idiomas: se dio cuenta de que el bueno era el español y se soltó
hablando como perico. A diferencia del hermano a su edad, cometía muy pocos
errores. Aunque recuerdo que una vez que le dije que estaba chiquito, replicó
indignado: “¡Yo rande, chone Mundo!” (“Soy grande, tengo chones como Raymundo). En
todo caso, mejor que el Rayo, que en su momento había exclamado: “¡Yo rote!” (Soy grandote).
Rayo volvió a Pumitas, a su equipo Conejos, y fue
sintomático lo que le pasó. En el primer juego, se comportó como crack y metió
gol. Al segundo, jugó muy bien y la estrelló en el poste. Al tercero, ya había
dejado de destacar. El monitor quería que el equipo jugara alrededor de un niño
“estrella”, y los resultados eran mediocres, en lo futbolístico, y de plano
malos en el plano de la vivencia infantil. Por fortuna, la temporada estaba en
sus últimos meses.
El maestro de primero de primaria del Rayo era bueno,
escribía en una revista magisterial llamada Cero
en Conducta, y tenía bastante idea de la pedagogía: lo importante es que el
niño aprendía como esponja. La escuelita era regular, con un minipatio de
juegos en el que los chamacos pateaban cascos de Frutsi, ante la ausencia de
balones. Patricia fue un día a una reunión de padres de familia y regresó como
presidenta de la asociación. A los dos meses ya estaba peleada a muerte con el
director, y también con los otros padres de familia.
Las grillas varias y constantes de Patricia cada vez me
hacían menos gracia. Parecía tener la cualidad de terminar disgustada con todo
el mundo, y encima con argumentos de superioridad moral. Tal vez por eso, tal
vez porque lo de Italia no salió como planeado, tal vez por esas erosiones
imperceptibles pero implacables, una sensación de hastío hacia la relación se
fue apoderando de mí. Con ella vino el redescubrir que las mujeres me veían;
que alguna era muy guapa, que me sonreían, que les gustaba. Que no era yo ese
señor prematuramente avejentado que adivinaba en los ojos de Patricia. Y esa
sensación no me era incómoda.
Unas navidades
problemáticas
En diciembre de ese año fuimos a pasar las navidades –y se
suponía que el Año Nuevo- a Oaxaca, con Felipe mi cuñado y su familia. Se
juntarían todos los Mendoza. Aquello fue un tormento, no obstante la amabilidad
de Felipe y la buena onda de mi suegro
Manuel. Recuerdo que, a pesar de mi insistencia, salimos poquísimo de casa.
Allí se desarrolló un gineceo en el que María Cristina, la esposa de Felipe,
era la que más hablaba, pero quienes realmente dominaban, criticando con
ponzoña todo lo que estaba a su alrededor, eran mi suegra y su hija Elizabeth. Raymundo
jugaba con su prima Cristinita, y a Camilo el primito –un niño mayor, fuerte y
con problemas- le ponía a cada rato unas madrizas tremendas. Intervenía yo con
alegatos para defender a mi hijo, y me encontraba con pared: el pobre niño
estaba enfermo, lo que según las señoras, justificara que se trajera al Milosc
como piñata. Jugueteé un rato con la idea de sacar a mi familia para ir a
Puerto Ángel, pero el carro no estaba como para esa carretera. Al final,
convencí a Patricia para regresarnos a México apenas pasada la navidad.
Los otros vientos
A finales de 1987 se dio la estrepitosa ruptura entre el PRI
y su llamada Corriente Democrática, que encabezaban Cuauhtémoc Cárdenas y
Porfirio Muñoz Ledo. Que el asunto iba a tener relevancia quedó muy claro
cuando primero el PARM, luego el PPS y finalmente, el PFCRN hicieron a
Cuauhtémoc su candidato presidencial, dando origen al Frente Democrático
Nacional.
Yo era uno entre varios que –estos biopics dan cuenta de ello- habíamos acariciado por mucho tiempo la
idea de una alianza entre el ala izquierda del PRI y la izquierda socialista.
Ese proceso comenzaba, aunque con los que nosotros veíamos como partidos
eternamente oportunistas. En lo personal, me simpatizaba mucho más la
candidatura de Cárdenas que la Heberto Castillo, con quien yo había tenido
diferencias históricas. Pero la gran mayoría de los cuates del MAP y anexas
eran ahora miembros del Partido Mexicano Socialista, que postulaba a Heberto.
La candidatura de Cárdenas obligaría al grupo a rediscutir
muchas cosas. En reuniones generales y también en varias de petit comité. Si
alguna vez pudimos parecer monolíticos, ya nunca más lo fuimos.