Estas son dos columnas que escribí en enero para Crónica.
America First... y México
La presidencia de Donald Trump va en serio. Lo ha demostrado desde el día uno. Si logra sus propósitos, significará un cambio importante en el orden mundial, en la realineación de las naciones y en la redefinición del futuro, que definitivamente no será el que hace apenas un año podría haberse proyectado en una línea del tiempo. Para México puede ser un cataclismo si no sabemos, como sociedad, hacerle frente de una manera inteligente.
Las ideas que Trump expresó en su discurso inaugural
dejan claro que el gobierno de Estados Unidos abandonará explícitamente varias
de las grandes políticas que se establecieron después de la II Guerra Mundial,
para apuntalar el papel de EU como principal potencia vencedora de aquel
conflicto bélico.
El modelo de desarrollo económico mundial planteado
tras la II Guerra, en los acuerdos de Bretton Woods, promovía una apertura
comercial global: acelerada en Europa continental; paulatina en el resto del
mundo.
La crisis fiscal-presupuestal de los Estados y la necesidad de partirle
el espinazo a las organizaciones de trabajadores generaron, a partir de
mediados de los años setenta, una segunda ola: de creciente integración
productiva. El neoproteccionismo de Trump pretende echar para atrás ese
proceso.
El modelo político internacional estuvo durante años
dominado por el enfrentamiento entre la democracia representativa y los
sistemas socialistas de un solo partido. La guerra fría, caracterizada por el
intervencionismo de las potencias rivales en otras naciones, terminó con la
victoria de Occidente. El mundo unipolar trajo nuevos equilibrios y una
estabilidad fundamental, una suerte de Pax
Americana global, que ha mostrado resquebrajaduras, pero no fracturas
importantes. La visión del nuevo presidente de EU es que eso no conviene, y
deja claro que los intereses estadunidenses del momento importan más que las
alianzas históricas o los valores democráticos presuntamente compartidos.
La idea de “Estados Unidos primero” en el terreno
económico y en el político, equivale a un borrón y cuenta nueva en sus
relaciones e intercambios con otras naciones (cuenta hecha a partir de los
intereses de los grupos de poder más conservadores en EU).
En ese sentido, no es ocioso recordar que el lema “America First” es también el nombre del
grupo que intentó que Estados Unidos se mantuviera neutral durante la II Guerra
Mundial. Los aislacionistas gringos de entonces estaban, por supuesto,
infiltrados por los nazifascistas.
El neoaislacionismo de EU –que a la postre dice que
“cada quien se rasque con sus propias uñas y nosotros nos metemos sólo en lo
que sea negocio” – obliga a nuevos acomodos mundiales. El neoproteccionismo, a
una revisión profunda del modelo actual de desarrollo global, que está haciendo
agua por distintos lados, tanto en lo político y social, como en lo productivo.
Esta nueva política necesariamente golpea más a las
naciones más cercanas en lo político y en lo económico al modelo que Trump
quiere desechar. Y México es el caso más evidente.
Nuestro país se ha presentado –y con claridad a
partir de los años ochenta– no sólo como vecino, sino también como uno de los
principales amigos y socios de Estados Unidos. En lo económico, pasamos del
viejo modelo de sustitución de importaciones a uno de apertura global e
integración subordinada a las economías más fuertes, empezando por la de EU. En
política internacional, el camino fue de convergencia creciente, pero nunca
total, con las posiciones de los vecinos del norte.
Ahora todas esas coordenadas, que nos permitieron
por años estar en una zona relativa de confort, han cambiado.
Todavía no asimilamos del todo el tamaño del golpe,
pero lo central es que nos obligará a movernos, a ya no ser los mismos. Si no
cambiamos, la realidad nos forzará a hacerlo, y de manera más drástica.
Por una parte, y ya se ven los primeros pasos,
estamos obligados a replantear nuestra relación bilateral con EU. Su gobierno nos
ve como beneficiarios abusivos de un acuerdo, el TLC, que ha sido de beneficio
mutuo. Su presidente, alérgico al multiculturalismo, ve con malos ojos a los
mexicanos que han contribuido a engrandecer su nación, y los usó como chivos
expiatorios en su campaña. Prácticamente todas sus iniciativas nos perjudican.
La relación hoy menos que nunca se puede trabajar
tema por tema. Es necesaria abordarla de manera integral. Hacerlo de manera
conjunta con Canadá, cada que se pueda. Y, si en la lógica de Trump no hay
posibilidad de acuerdos ganar-ganar, al menos hay que intentar que México no
pierda. Eso significa que hay que defender cada punto y, en todo caso, venderlo
muy caro.
Lo que no se puede es empezar cediendo. Ya Trump
tomó la iniciativa, pues hay que evitar que determine toda la agenda. Y no
entregar prenda –como por ejemplo, las deportaciones “de forma coordinada y
ordenada” – sin obtener nada a cambio. La clave de la negociación será que
México tenga muy clara y en orden su lista de prioridades.
Y más allá de la relación bilateral, el nuevo marco
obliga a diversificar aceleradamente relaciones políticas y comerciales.
También, a revisar el modelo de una economía jalada por las exportaciones que,
en esa obsesión, no ha dado al mercado interno la importancia que se merece.
No son temas menores. Europa y Asia son grandes
mercados; los de América Latina ya están explorados y puede avanzarse en ellos.
Las ventajas comparativas de México son muchas: es hora de dejar atrás la
competitividad epidérmica, centrada en la baratura de la mano de obra, y hacer
buen uso de nuestros acuerdos comerciales vigentes.
Los meses que vienen serán difíciles, pero la crisis siempre es oportunidad. Si seguimos con el viejo modelo, la perderemos y sobrevendrá el desastre. Si pensamos fuera del cuadro, y asumimos que los tiempos están cambiando, podemos atraparla.
Trump, Bannon y el Reich de 50 años
Muchos supusimos y afirmamos que era ingenuo suponer
que Donald Trump presidente sería sustancialmente distinto al candidato. Lo que
no alcanzamos a imaginar a cabalidad era la velocidad y la radicalidad con las
que desplegaría su agenda. En una semana ha sido capaz de poner a su país y al
mundo de cabeza.
Trump no sólo está encabezando un gobierno; está
encabezando, principalmente, una revolución ultraderechista que tiene como
propósito un cambio radical en Estados Unidos y en las relaciones de ese país
con el resto del mundo. Un nuevo orden interno y mundial.
Hay una figura central en los nombramientos de
Trump: es Steve Bannon, su jefe de asesores, quien también jugará un papel
clave en el Consejo de Seguridad Nacional. Si Trump es la figura carísmática y
el centro de poder, Bannon es el ideólogo, el estratega y el propagandista. Es
también la figura más extremista del nuevo grupo en el poder.
La idea de Bannon es generar un movimiento político
enteramente nuevo, desterrar el viejo stablishment
republicano-demócrata y, a través del nacionalismo económico, forjar una
sociedad distinta a la del cosmopolitismo, la globalización y la corrección
política. De Trump dice que es “el vehículo ideal”; lo describe como “un gran
orador, que habla en vernáculo no-político y se comunica con la gente de una
manera muy visceral”. Y se describe a sí mismo: “Soy Thomas Cromwell en la
corte de los Tudor”. De miedo.
Para Bannon, los medios son el símbolo de todo lo
odioso. Dice él que porque no entienden lo que está sucediendo en la realidad y
porque, en consecuencia, dan una visión distorsionada de las cosas. Para
enfrentarlos, fundó Breitbart News, una agencia de noticias que está peleada
con la verdad, pero que apela a “los hombres y las mujeres del mundo que están
cansados de oír los dictados del partido de Davos”. No por nada dijo que los
medios tradicionales deberían “callarse la boca”.
El alcance de la agencia de Bannon es muy grande,
sobre todo en Estados Unidos, y queda claro, tras dar una vuelta por sus
páginas web, que ha mandado la veracidad al cesto de la basura. Según
Breitbart, por ejemplo, la cancelación de Peña Nieto a su reunión con Trump se
debió a su enojo porque el nuevo presidente de Estados Unidos golpeó a los
cárteles de la droga. Y las manifestaciones en los aeropuertos de EU, en contra
de las detenciones de personas provenientes de países musulmanes vetados,
acciones de un grupo ligado a los terroristas que promueve el caos “mientras
Trump protege a la nación”.
Por cierto, fue Steve Bannon quien hizo que, al
principio, se impidiera también la entrada a los nacionales de los países
vetados, aunque fueran residentes legales en Estados Unidos. Se ve que la idea
de satanizar a la oposición a Trump es parte de su estrategia. “Exacerbar las
contradicciones”, decíamos en los años setenta.
La filosofía detrás de esta visión general, es la
que entiende a Estados Unidos no como una nación que expande sus ideales
democráticos y de libre empresa, sino como un Estado que debe velar, en primer
lugar, por la seguridad y el bienestar de sus habitantes. En ese sentido, mira
hacia dentro y el resto del mundo es visto con suspicacia. En realidad no hay
amigos; algunos podrán parecer aliados pero sólo son menos enemigos que otros.
El aislacionismo.
En ese contexto se inscriben tanto el muro de Trump
como la idea de revisar y repudiar el Tratado de Libre Comercio de América del
Norte. El primero tiene una fuerte carga simbólica y de humillación; la que
importa de fondo es la segunda. El nacionalismo económico está en el centro del
proyecto trumpista, particularmente en lo que se refiere a los empleos.
Se ha dicho, con razón, que la molestia de Trump con
el déficit comercial de su país es bastante ilógica. A diferencia de las demás
naciones, Estados Unidos puede darse el lujo de tener un gran déficit comercial
estructural porque el dólar es la moneda de cambio internacional. Lo que llaman
señoriaje.
El señoriaje del dólar permite que todo déficit en
la balanza de pagos pueda ser arreglado mediante la creación de más dinero. Ellos
no tienen qué apretarse el cinturón, a diferencia del resto de los mortales.
Por décadas, los consumidores estadunidenses han vivido por encima de sus
medios. Ahora Trump dice que eso está mal.
Resulta que tener un déficit comercial, aunque
implique vivir por encima de los propios medios, significa creación de empleos
en los países que tienen superávit. Y lo que importa en la visión nacionalista
no es el bienestar, es el empleo. El trabajo dignificador.
El empleo, dice Bannon, es el tema central. Sí, como
en aquellos exitosos experimentos de la Europa de la primera mitad del siglo
XX: Italia y Alemania. Pleno empleo: cañones en vez de mantequilla. De poco
importa que hoy los trabajos de más alta calidad estén en Estados Unidos,
gracias a las cadenas de producción globalizadas. El chiste es la cantidad.
En esas condiciones, es difícil pensar que Estados
Unidos va a sentarse con seriedad a revisar el TLC para llegar a una situación
en la que tanto ellos como México sientan haber ganado. Es algo que sólo
debería hacerse si hay propuestas serias del otro lado. No las habrá, y al
final Trump echará al tratado por la borda. Hay que tomar previsiones desde
ahora.
La circunstancia es delicada para México, país que
se ha decantado por los valores que ahora abandona Estados Unidos. Debemos
mantenerlos, y hacernos de aliados, sobre todo entre los estadunidenses que se
oponen o pueden oponerse en un futuro cercano al nuevo mandatario. El gobierno
federal de Estados Unidos no es el único sujeto con el que hay que dialogar.
La circunstancia es de unidad nacional, pero no
puede ser confundida con unanimidad o carta blanca. Es para generar una
estrategia nacional compartida. Las amenazas que se ciernen no son menores:
sería irresponsable afirmar que sólo hay una política o una estrategia
correctas, sin buscar los consensos que nos den fuerza interna y ante el
exterior.
¿De qué tamaño son las amenazas? Bueno, Bannon
afirma que “gobernaremos por 50 años”.
De ese tamaño.