El fallecimiento de uno de los más grandes escritores del
siglo XX, el alemán Gûnter Grass, da para algunas reflexiones.
Adelanto que de él sólo he leído su “trilogía de Gdansk”,
formada por El Tambor de Hojalata, Años de Perro y El Gato y el Ratón, su colección de viñetas titulada Mi Siglo, y algunos artículos
periodísticos y entrevistas. Me basta para considerarlo un autor fundamental
para entender el siglo pasado, sobre todo a través su juvenil obra maestra, El Tambor de Hojalata.
El destino quiso que Grass fuera uno de los sobrevivientes
de su muy particular generación: la de los niños cuya entrada a la primaria
coincidió con el ascenso de Hitler al poder y cuya adolescencia coincidió casi
exactamente con los años de guerra. Había que ver con ojos de niño o de
jovencito todos esos años en los que se gestó el horror, para encontrar
metáforas exactas que describieran el absurdo en su cruel integralidad.
Es lo que encontramos en la historia de los chamaquitos cuya
diversión es nadar hacia un acorazado polaco hundido cerca de la playa para
despojarlo, con ayuda de un ubicuo desarmador, de todos sus tesoros. En la de
dos amigos –uno es judío- cuya principal diversión es la fabricación de
espantapájaros con el uniforme de la SA (hasta que la guerra los obliga a separarse
y también a odiarse: como también termina dividiendo a dos Alemanias).
Es, sobre todo, la historia de un personaje un tanto
diabólico, del niño que no quiso crecer –como el alma de su pueblo- y terminó
convirtiéndose en la conciencia horrible de un régimen totalitario.
Oskar Matzerath tiene una maldad natural casi tan grande
como su inteligencia (no por nada el primer personaje que admira es Rasputín),
pero es capaz de romper –con un redoble de tambor, con distintas bandas de
excluidos, con su voz vitricida- el orden establecido. Es un falso Niño Jesús,
es el parricida que hace evidente la discreta banalidad del mal. Es un ser exitoso
por su deformidad, sacrílego constante, carente de ética, jocoso, hipersexuado
y amoral. Precisamente por ello es conciencia de sus tiempos. Es el arquetipo
del hombre del siglo XX.
También es un aldabonazo en la conciencia del pueblo alemán,
que quería pensar, pasada la guerra, que “el nazismo y el fascismo habían sido
unos demonios venidos de la noche a mover al crimen a los pobres alemanes, en
sí buenos y honrados. Eso era una falsedad”. En ese sentido, la novela es un
gran acto desmitificador.
Crear un personaje como Oskar Matzerath, y desarrollar una
historia tan delirante, una historia tan
llena de metáforas precisas y dolorosas, es una tarea extraordinaria. Con ella,
Grass renovó la literatura europea y contribuyó, hay que decirlo, a que del
otro lado del Atlántico se desarrollara el realismo mágico, del que El Tambor de Hojalata es, en cierta
medida, predecesor.
Si la literatura es una forma de exorcismo, sin duda las
obras de Grass sirvieron para que sacara de sí las experiencias de su primera
juventud –es sabido que fue reclutado a los 16 años para las SS- y convirtiera
su obra en una denuncia, no sólo del nacionalsocialismo, sino también de toda
la hipocresía que le siguió en las dos Alemanias.
Adicionalmente, Grass no cayó en la tentación de simpatizar
con la extrema izquierda, sino que fue consecuentemente socialdemócrata el
resto de su vida, sin militar por ello en el partido.
Esto le ayudó para tener una visión crítica de la historia.
Para no culpar a la realidad de ser lo que es. Para pensar en un socialismo
democrático “que es la alternativa ante un capitalismo que tiene la superficie
de una superestructura económica formal y los derechos fundamentales liberales,
pero en la que corren por debajo la injusticia y la desigualdad”.
Los libros de Gûnter Grass no hablan, más que de paso, de
los grandes personajes. Retratan casi siempre al hombre pequeño, al que sufre
la historia más que hacerla (o cree solamente sufrirla, mientras también la
hace). De eso tratan la mayoría de las viñetas de Mi Siglo, una para cada año.
En Mi Siglo hay un
cambio vertiginoso de modas, de inventos, de distracciones, pero se mantienen
las relaciones sociales desiguales, se mantiene un cielo gris, y se mantiene
una cruel constante: la tecnología termina por estar al servicio de la muerte.
Eso no se resuelve siquiera en el alucinante diálogo que Grass inventa entre
Erich María Remarque y Ernst Jünger para discutir acerca de la I Guerra
Mundial. Hay una suerte de eterna peste en ese libro: a fertilizantes, a escape
de automóvil, a Zyklon B. Y ni siquiera la caída del Muro nos salva del
pesimismo. Al final queda casi una plegaria, la de la madre resucitada de
Grass, quien pide que el siglo XXI no haya tantas guerras.
Grass no deja lugar para el optimismo. Pero, por ello mismo,
en todo momento está dando a los lectores ayudas de memoria y metáforas
contundentes para que no se dejen llevar por sentimientos epidérmicos y
polarizaciones maniqueas: es decir, para que no permitan que los horrores se
repitan. Ayudas para seguir siendo humanos.