Llegamos a Barcelona cuando anochecía y nos hospedamos en un hotel cerca de las ramblas. Luego salimos a cenar. El mesero nos trataba con cierto desdén hasta que pronuncié una palabra clave: camarones.
-¿Mexicanos?
–preguntó-.
Cuando
asentimos nos trató de maravilla. Nos había confundido con castellanos que iban
a pedir gambas, supongo.
La tele
del cuarto de hotel no servía y mandaron un empleado andaluz, muy humilde, que
le prometía a Raymundo: “En unos minutos vas a poder ver los dibujos”. La
arregló cuando las caricaturas llevaban rato de haber terminado.
Al otro
día paseamos por el barrio gótico, las ramblas y apenas un poquito por la zona
de Diagonal (de esas ocasiones en que quedas de verte en un lado y no te
encuentras y te encabronas), comimos unas tapas deliciosas y nos preparamos
para salir al día siguiente muy tempranito, rumbo a Madrid. Sería toda una
travesía.
De
entrada, me perdí en la salida de Barcelona hacia Lleida, así que, en vez de
tomar la autopista, me enfilé por una carretera de sólo dos carriles. Empezó a
caer una niebla densa, una verdadera fumana modenesa, si no es que algo peor. Con todo y faros de niebla, apenas podía
distinguir la parte trasera del auto que iba enfrente de mí. Todos en fila
india, como a 40 kilómetros por hora, rodeados por las nubes bajísimas. Y de
repente hay un loco que rebasa, entre claxonazos de protesta porque la verdad
no hay ni cinco metros de visibilidad.
Tras
llegar a Lleida, tomamos –ahora sí- la autopista rumbo a Zaragoza. Igual una
niebla tupida, pero no tan trabada como en el trayecto inmediatamente anterior.
Voy a 110 kilómetros por hora y de repente a mi izquierda un tráiler me rebasa:
el cafre va como a 130.
Pasando
Zaragoza se acababa la autopista y había que tomar una carretera de dos carriles
hasta Madrid. El clima mejoró. Era poco más de mediodía y de repente, en una
colina, aprieto el acelerador y nada, que el auto no responde. Por la sensación
en el pie presiento que se rompió el chicote del pedal. Alcanzo a estacionar en
la cuneta. Joder.
Acabábamos
de atravesar un pueblito de nombre inolvidable: La Almudia de Doña Gudina. Así que
pedí un aventón al pueblo, junto con el Rayito (Camilo se quedó con su mamá,
esperando en el auto). En La Almudia de Doña Gudina era la hora de la comida,
así que tuvimos que esperar un rato (y ordenar unos bocadillos para llevar) en
lo que los mecanicos terminaban. Llegaron, coincidieron en que se trataba de la
sirja –que es como le dicen al chicote
en Aragón- y la sustituyeron. No cobraron muy caro, pero perdimos más de una
hora.
Seguimos
el trayecto con tráfico creciente. Me adelanto a otros autos y, al final del rebase,
cruzo la línea contínua. Atrás viene una patrulla, hace señales para que me
detenga. “Ya me chingué”, me dije. Habíamos librado la entrada a España sin el
seguro, habíamos librado un accidente en medio de la niebla, habíamos tenido la
suerte de que el chicote se rompió junto a un pueblito y no a media autopista –donde
hubieran pedido los papeles que no tenía- y ahora venía esto.
Se baja
el oficial. Yo también. Me pregunta, al ver las placas italianas, si hablo
español. Le digo que sí, señor oficial, que soy mexicano, que me dí cuenta del
error que cometí, que mire que vengo con la familia y estoy consciente de la
importancia de respetar las señales… El
patrullero se queda como pasmado y me dice:
-¡Vaya,
que hombre más decente y educado es usted! Aquí en España uno los para y le
responden con injurias. Tenga más cuidado, y gracias.
Pues
sí, pensé. En México, los indecentes y maleducados son los patrulleros.
Llegamos
a Madrid bien entrada la noche (y el tráfico era tremendo, pareciera que media
España quería pasar el año nuevo en la capital), así que decidimos tomar un
hotel cerca de la Plaza del Sol y desde ahí llamar a los Cordera, para citarnos
al día siguiente, que ya era 31. Maca nos citó a las 10 de la mañana, debajo
del oso y el madroño.