El viernes 26 de noviembre falleció Rafael Cordera Campos, uno de los discretos grandes constructores de la democracia en nuestro país y un amigo muy querido, particularmente importante en dos momentos clave de mi vida.
Militante del 68 en su juventud, Fallo Cordera fue un importante operador político en la edificación de partidos y sindicatos modernos, pero su gran pasión fue la Universidad, a cuyo servicio dedicó buena parte de su vida y de sus esfuerzos. Entendió la universidad pública como espacio de generación de conocimiento, pero también de transformación social en sentido democrático.
Tal vez porque nunca dejó de ser joven, privilegió sus relaciones con los estudiantes y centró muchos de sus estudios en el tema juvenil. Entendía que los estudiantes eran actores centrales en ese proceso, pero no en el sentido del “movimentismo” catártico, sino en el de la participación consciente en su comunidad, en el uso inteligente del tiempo libre, en la suma de partes diferentes.
Fue, entre otros cargos, Secretario de Asuntos Estudiantiles de la UNAM, Secretario General de la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe y Coordinador de Asesores del Consejero Presidente del IFE, durante la gestión de José Woldenberg.
Pero basta de currículum. Fallo era, por sobre cualquier otra cosa, una gran persona. Muy buen conversador, tenía una cualidad extraña –y más entre quienes hacen política-: sabía escuchar, sabía distinguir un tono y comprender.
A Fallo jamás se le escapaba el sentido político de las cosas. Lo encontraba –y te lo mostraba- de los lugares más inopinados. Quizá por eso se interesó más en asuntos sociológicos y políticos que en la economía pura y dura. De él es, originalmente, una frase que –a fuerza de repetirla yo- muchos me atribuyen: “En política económica el sustantivo es política; económica es sólo el adjetivo”.
Le encantaba la grilla, pero detestaba cuándo ésta se hacía destructiva, cuando se convertía en el cáncer de las sociedades cerradas (y eso es común en la academia, en los partidos y sindicatos, en instituciones como el IFE). Sufrió particularmente las inquinas en el instituto durante los últimos meses del periodo de Pepe Woldenberg al frente del instituto electoral.
Fue, sin duda, el activista más constante de nuestro grupo político de profesores en la Facultad de Economía. Crítico, autocrítico y persistente. Era el enemigo principal de los “vándalos” (“hablan y vuelan los elefantes rosas en el auditorio; es como un show de David Copperfield”, decía) y tal vez el único que tenía tanto aguante como ellos para la guerra de posiciones.
Su punto de vista era que, ante la insistencia pseudomarxista de estudiar la “crítica de la economía política”, nosotros debíamos impulsar el estudio de la crítica de la política económica. Era también parte de su carácter: era práctico, más que teórico.
Tenía un carácter maravilloso. Casi siempre estaba de buen humor. Ahora que lo pienso, se ha de haber tragado demasiados corajes en la grilla (y algunos en la política). Y, tal vez por ello, a cada rato añoraba su Manzanillo natal, la cantina de sus cuates de la infancia, la pesca mayor (y más tarde explicaba cómo determinado personaje en una disputa política picaría con la lógica del pez espada, se clavaría el anzuelo e intentaría arremeter contra la embarcación). Siempre decía que terminando su actual responsabilidad, se iría a vivir a Manzanillo. Pero aparecía otra tarea.
En lo político casi siempre coincidimos. A menudo eran coincidencias dentro de la coincidencia. Acuerdo hasta en el matiz. A veces hasta llegar al nivel del microgrupo Puedo contar con los dedos las veces que no fue así.
Simpático y sociable, tenía un gran sentido del humor. “Fallo no falla”, decía yo, porque él siempre iba a la reunión, a la fiesta, al reventón, a la asamblea. Debo agregar que preparaba una magnífica paella de pescado.
Siempre con una sonrisa bajo el tupido bigote, te decía una frase y al mismo tiempo entornaba los ojos como diciendo “¿qué tal, cómo la ves?”. Cierro los ojos y así lo recuerdo.
Cierro los ojos y ahí está, frente al Edificio Rosalino de la UAS cuando lo conocí en 1979, en el bar del Sanborns San Ángel echándonos unas chelas, en su cubículo comentando los partidos del Mundial 86 (compró serie completa para toda la familia), en el Parque del Retiro de Madrid, caminando –y Maca prende un cigarro que tiene entre sus guantes, y mi Raymundo juega con su Santiago y los dos nos vemos a los ojos y nos sonreímos-, en su casa mientras le platico de mis pedos existenciales, en la Tasca Manolo, desayunando, y los meseros le conocían hasta los tics –y en uno de esos desayunos nos sorprende una llamada de Diego desde Manzanillo, le informa que su papá está grave y Fallo sale corriendo, consternado-, en una celebración de su cumpleaños en Xochitepec, o portereando -y ordenando a la defensa- en nuestras cáscaras futboleras en Xochimilco.
Siempre está sonriendo cuando cierro los ojos. Porque Fallo Cordera le sonrió a la vida. Y nos ayudó a sonreirle.