A finales de 1978 viajamos a Cuba los Guevara, Patricia y yo, para conocer de cerca la revolución, y para visitar a mis parientes cubanos. Lo hicimos de la única manera que se podía sin pasar por trámites interminables: a través de un tour de siete días, con hotel pagado.
Con el tour –compuesto mayoritariamente por simpatizantes del PST-, visitamos el Museo de la Revolución y salimos hacia Cienfuegos, la tierra natal de mi abuela materna, donde pasamos una noche, pasando por la graciosa ciudad de Trinidad y por la Ciénega de Zapata, zona en la que los revolucionarios combatieron a la “contra” tras el triunfo de Fidel –hay una película muy buena sobre aquel lugar y tiempo, El Brigadista-, donde también visitamos el cocodrilario. Uno de los turistas más jóvenes del grupo, aprovechado de que en el camión había barra libre, estaba borrachísimo durante esa visita. El adolescente cruzaba un puente de troncos cuando trastabilló y fue a dar al estanque de los cocodrilos. No cayó sobre ningún saurio y estaba cerca de la orilla, para su fortuna. Eso sí, la peda se le bajó en un segundo.
Los turistas se podían clasificar en dos categorías: los que iban a ver los defectos de la revolución cubana y los que iban a ver sus bondades y triunfos, que eran mayoría. Típicamente, los primeros se quejaban de la “falta de libertad” porque una guardia del museo no les permitió sentarse en su silla y, todavía más típicamente, los segundos aseguraban que sí estaba permitido hacerlo (cuando era obvio, y lógico, que no) y agregaban que si los cubanos no consumían en las diplotiendas era estrictamente por convicción revolucionaria.
Pero por supuesto, lo que en realidad valió la pena de aquel viaje fue mi familia cubana.
Los Alzola Rodríguez habían estado unánimemente con la revolución cuando triunfó Fidel. Un par de décadas después, la unanimidad apenas estaba rota con la disidencia pasiva de la tía Haydeé. Mi abuela cobraba una pensión como “viuda de obrero destacado”; mi tío Frank –muy a su pesar- cobraba otra por minusválido, y se las arreglaba haciendo cola para otras personas; mi tío Alfredo terminó la carrera tras la victoria fidelista y era abogado laboral, mi primo Alfredo había estudiado tres carreras –ingeniería eléctrica, pedagogía y filosofía-, era profesor universitario y funcionario del Ministerio de Educación Superior, su esposa Mary era estomatóloga, mi prima Katia –divorciada- había sido maestra de francés en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, pero para entonces ya trabajaba en la empresa estatal de gas. Katia tenía un hijo; Mary y Alfredo, dos niñas.
La abuela y Frank todavía vivían en el viejo departamento en la calle de Infanta, mientras que el resto estaba en Ciudad Deportiva (ahora llamada Reparto Maceo), en una sola casa a la que habían construido un anexo para la familia de mi primo Alfredo. Estaban intentando hacer una permuta para que la anciana abuela y Frank se pasaran a Ciudad Deportiva, y poco después lo lograron. El departamento de Infanta era mucho más pequeño y modesto de cómo yo lo recordaba. La casa del Reparto Maceo era fresca, cómoda, con un jardincito al frente y el porche en el que la familia se ponía a platicar, llegada la noche, cada quien en su mecedora. Su nivel de vida era más o menos el de una familia de clase media-baja de Culiacán.
Durante casi todo el tiempo que estuvimos en La Habana, mi primo Alfredo fungió como guía. “No soy miembro del Partido”, nos dijo, “pero mi corazón está con el Partido”. Con él paseamos por la Habana vieja –algunos vagos recuerdos de mi visita en 1959-, por el centro de la ciudad, notablemente descuidado, por el Vedado y por otras zonas.
Pero Alfredo, si bien integrado a la Revolución, era una persona que pensaba por sí misma. Cuando llegamos a la Plaza de la Revolución, Arturo Guevara exclamó entusiasmado: “¡El Ché!” y Alfredo, con cara sombría, atajó:
-Por culpa del Ché todavía tenemos libreta de racionamiento.
En su versión personal, la disputa interna de mediados de los años sesenta era entre un socialismo racional, propugnado por los prosoviéticos, y un socialismo extremo, cercano al modelo chino, que manejaba sobre todo el Ché Guevara. Decía que las tesis económicas del Ché eran absurdas y que causaron desabasto general en la isla. También criticaba que el populismo vigente en aquellos tiempos –la segunda mitad de la década de los sesenta- frenara la educación. Sólo estudiaban los que de verdad lo querían mucho, porque se glorificaba el trabajo manual. Fueron los años en que se casó –Mary se cosió su propio vestido consiguiendo la tela con muchos trabajos-, en los que el alcohol estaba prácticamente prohibido –y él y su papá fabricaron un alambique para hacer aguardiente de arroz- y no había ni un par de zapatos.
La frase “todavía tenemos libreta de racionamiento” también implicaba otra cosa: la certeza (o al menos la esperanza) de que llegaría el día en que ese símbolo de la escasez desaparecería. Por lo pronto, el papel del baño era una rareza –y había que usar el Granma para limpiarse-, así como casi todos los productos de aseo. De comida, sólo lo más básico. Un día la tía llegó de la tienda con un saco de pimientos: era lo único disponible “por la libre” y, en una lógica de supervivencia, la lógica era agarrar lo que hubiera. Así que la familia tendría ensalada de pimientos, dulce de pimiento y pimientos en conserva por un buen rato.
Le pregunté a Alfredo si compraba cosas en el mercado negro. Me respondió que sí. Inquirí después sobre cómo la pasaría el hipotético cubano que no comprara nada por esa vía.
-Muy mal –respondió tajante-.
-La abuela no compra nada en el mercado negro –agregó-. Le llevamos cosas y le decimos que las conseguimos por otro lado. Si no, estaría de verdad muy necesitada.
También nos llevó a visitar la Cujae (Ciudad Universitaria Juan Antonio Echavarría), donde él daba clases, y nos presumió un reloj digital que su equipo fabricó. De la Cujae –que a fin de cuentas era muy parecida a cualquier centro universitario público de América Latina- nos impresionó un pizarrón de corcho en el que estaban pegadas grandes fotografías de estudiantes que habían hecho fraude en algún examen. Nos pareció un buen escarmiento.
Aunque, claro, aquellos escarmientos tenían algo de político. Guevara le comentó a Alfredo que le habían dicho que a las familias que eran muy sucias, la gente del barrio las corría y las mandaba a otro barrio más malo y que al final de la cola, había un barrio de puros cochis. Alfredo le dijo que sí, que eran cosas que decidía el Comité de Defensa de la Revolución, que en algunos lados –como en Ciudad Deportiva- funcionaba bien, pero que en otros era manejado por gente envidiosa o fanática y, por joder al envidiado o al elemento no integrado, le echaban basura a la casa, le hacían la vida imposible y lo terminaban degradando. Por eso lo mejor era ser discretos.
Y no es que Alfredo no estuviera integrado. Una vez, hablando de los primeros años de la Revolución, dijo con orgullo:
-Le dimos pared a 15 mil contrarrevolucionarios.
“Le dimos pared”, decía, cuando en esos años él era apenas un adolescente caguengue que contribuía con muchas jornadas de voluntario cortando caña y jalando p’alante, pero que sólo tomó un arma con el servicio militar obligatorio.
El que había tomado armas para ocupar y expropiar fábricas –y nos enseñaba gozoso su viejo y desteñido uniforme azul de miliciano- era el tío Alfredo, para maravilla de Guevara. La abuela cantaba frente a la tele el himno del 26 de julio y se mostraba preocupada por la suerte del “hermano pueblo argelino” tras la muerte de Boumedienne, Katia estaba preocupada por hacer una buena visita a la diplotienda y la tía Haydeé contaba algún chiste que concluía con la pinga rusa incrustada en el pueblo cubano. Entonces Mary le preguntaba qué había pasado cuando estaba con su nieto en la playa y llegó Fidel montado en un yipi.
-¿Pues qué querías que hiciera, chica? Llevé al niño a que Fidel lo besara.
El Comandante en Jefe estaba por encima del bien y del mal.
Cuba nos había interesado bastante como para querer quedarnos otra semana. Iniciamos gestiones para hacerlo, que empezaron siendo bastante burocráticas, hasta que se nos ocurrió comentar que éramos miembros del Comité Estatal de Sinaloa del Partido Mexicano de los Trabajadores.
-Habérnoslo dicho antes, compañeros –y nos dieron el permiso. Lo que no logramos fue que Mexicana de Aviación nos permitiera posponer el vuelo de regreso.
Pasamos el año nuevo en Tropicana –invitamos a Katia, Mary y Alfredo-, donde también celebramos el vigésimo aniversario del triunfo de la Revolución. También fuimos a un barecito a escuchar fílin, y dimos una vuelta con los niños en el Parque Lenin (se oía muy chistoso que la mamá dijera: “o te portas bien o no hay Parque Lenin”). A la casa llegó un primo de mi mamá que era del Comité Central (al parecer porque era experto en cítricos, y eso estaba de moda), que a Guevara le pareció presuntuoso… y a mí también, nomás que no lo dije.
Regresamos a México con una visión positiva, en lo general, de la revolución cubana. Habíamos visto muy poca miseria –algunos solares (vecindades) terribles en Centro Habana-, el campo verde parecía más productivo de lo que nos decían los propios cubanos (y en las casas de piso de cemento que se divisaban desde la carretera se divisaba un ventilador, prueba de que tenían electricidad), la gente parecía satisfecha, se veía desorden y alegría, mucha chunga, mucho consentimiento a los niños (la vecina tomaba todos los días la guagua al centro para comprarle a su niño “el yogurt que le gusta”).
Distintas personas nos habían hablado de los problemas, de las contradicciones, de las carencias y también de algunas injusticias de la revolución. Era unánime la crítica a la burocracia, a la política del chisme de vecindario y a los medios del Estado, que no eran objetivos –“ni en la reseña de la guerra de Vietnam, chico; los vietnamitas conquistaban una posición y meses después la volvían a conquistar, sin que supiéramos nunca que los yanquis la habían tenido por un tiempo, como si la ideología contara en eso”- y muchos, los chistes ácidos sobre la falta de satisfactores económicos. Nos trajimos en la alforja muchos de esos chistes (“críticos dentro de la revolución, compañero”), que ahora serían de lo más ligerito. También la idea de que esa revolución socialista podía mejorar, acompañada por más de una duda sobre si era capaz de hacerlo.
A Guevara lo que más le gustó, según me dijo, fue mi familia. Un cuarto de siglo después se sorprendería, pero no demasiado, al eneterarse de que aquella unanimidad revolucionaria se había convertido, con los años, en una decepción generalizada y en la salida de Cuba de casi todos sus miembros.
A Guevara lo que más le gustó, según me dijo, fue mi familia. Un cuarto de siglo después se sorprendería, pero no demasiado, al eneterarse de que aquella unanimidad revolucionaria se había convertido, con los años, en una decepción generalizada y en la salida de Cuba de casi todos sus miembros.