Algo tiene el campeonato mundial de futbol que saca ángeles y demonios sociales en las diferentes naciones que participan. Y cada cuatro años se comprueba como espejo de sus cualidades, sus problemas y sus traumas. Obviamente, México no es la excepción.
Más que los equipos y su forma y calidad de juego –que sin duda obedecen, también, a los matices culturales de cada país-, importan aquí las respuestas que generan los resultados.
En 2010, el fracaso más sonoro fue el de Francia, que pasó de subcampeón a una eliminación temprana y envuelta en el escándalo, y a la intervención de las más altas autoridades del país, incluido el presidente Sarkozy.
¿Cómo es que un asunto deportivo se convirtió en cuestión de Estado? Porque, como evento de masas que influye en la psique del país, la derrota se transformó en pretexto de división nacional. La composición étnica –y sobre todo, social- de la escuadra derivó en una campaña de la derecha extrema, que encontró eco en la frustración por el mal comportamiento en la cancha, azuzado también por los problemas fuera de ella.
La que hace cuatro años había sido alabada como escuadra pluricultural, reflejo de la Francia democrática e incluyente, esta vez se convirtió en el equipo del banlieu: un grupo hecho, no con franceses “auténticos”, sino por gañanes de las periferias, “que sólo piensan para sí mismos, que sólo les interesa el dinero, que no tienen disciplina”. No importa que muchos fueran los mismos héroes del 2006 o que el líder de entonces, Zinedine Zidane, fuera de ascendencia argelina. Zidane sabe portar el saco como un parisino del mejor arrondisement y la figura visible de ahora, Franck Ribery, es un charrasqueado fácil de acomunar, para la derecha, con los hijos de inmigrantes africanos o magrebíes, con la ventaja de que así disimulan el racismo detrás de todo el movimiento de opinión pública. De ahí, la intervención de Sarkozy, y que haya elegido a Thierry Henry –cuyos orígenes son de Martinica- como principal fuente de información sobre lo sucedido en Sudáfrica.
Lo contrario, exactamente, está sucediendo con el equipo alemán. Dos jugadores de origen polaco, un brasileño naturalizado, un hijo de turcos (que además lee el Corán antes de cada partido) y un hijo de ghaneses crean ese equipo pluricultural que rompe con estereotipos y que une a los diversos componentes de la población a cada victoria.
En Italia, la eliminación significó una nueva andanada de la Liga Norte, que acusó a la “corrupción del sur” del fracaso, porque habrían hecho que Lippi escogiera a determinados jugadores y a otros los dejara fuera. Un diputado de ese partido separatista llegó a afirmar que “Padania sí hubiera clasificado”.
No es casual, entonces, que una parte importante de los tifosi haya reaccionado al error de la terna arbitral italiana en el juego Argentina-México de una manera mucho más airada que los propios mexicanos. Ellos señalaron, de inmediato, una actitud mafiosa, una colusión en la que incluyen a Blatter y Platini para beneficiar a algunos y perjudicar a otros (esta vez, nosotros). Les ayuda en la suspicacia la actitud de la FIFA que, más que preocuparse por el nivel de los árbitros, está molesta porque se presentaron las repeticiones de la jugada en la pantalla gigante. En vez del fair-play que tanto alaban, piden omertà, silencio mafioso, según varios aficionados en Gazzeta dello Sport, quienes afirman que la única posición ética del juez Roberto Rossetti hubiera sido señalar a la pantalla y anular el gol: “como un pentito de la mafia que colabora con la justicia”.
Tampoco parece casual que Maradona haya cumplido con la omertà y se haya solazado con “el banderín de Dios”. Que no le haya bastado con una victoria amplia. Argentina festeja a Maradona que es festejar una parte muy contradictoria de sí mismos: la de la genialidad autodestructiva.
Dice Maradona, a la manera de “El Rey”: “Nadie me va a hacer cambiar: ni las mujeres, ni los hombres, ni los periodistas, ni la ley, ni nada”. Por encima de la ley, “la mano de Dios” o el chistecito de ponerle el calmante Royphnol al agua que le dieron a los brasileños en el mundial del 90 y festejarlo públicamente, entre risotadas, tres lustros después. Decía al respecto Macri, entonces dueño del Boca Juniors: “No es necesario reivindicar algo que es incorrecto, porque reivindicarlo nos ofende como argentinos, porque la piolada, el curro, la trampa, la burla, la mundialmente célebre picardía criolla no nos hace nada bien como sociedad.” En Argentina los ángeles y los demonios se confunden en uno solo.
¿Y qué decir de México? ¿Qué tanto nos refleja como sociedad esa incapacidad para pasar “de perico a perro”, de superar la ronda de octavos? ¿Qué tanto, el entregar el paquete entero de un símbolo moderno de la nación a los intereses de un cártel (el de las televisoras)? ¿Qué tanto, el sentimentalismo de hacer que Cuau se despida jugando de inicio, como capitán? ¿Qué tanto, la desconfianza reiterada hacia los jóvenes, de parte de quienes llevan sus canas prematuras con orgullo? ¿Se puede en realidad ganar cuando desde el país se envían vibras derrotistas tan fuertes que penetran el bunker de la selección? A leer de nuevo El Laberinto de la Soledad, ni modo.
Antes de que llegaran Rossetti y Osorio a sepultar la esperanza verde, el país ya había elegido un chivo expiatorio para su derrota anunciada: Guille Franco, quien tuvo, de nueva cuenta, un pésimo torneo mundialista. Pero no eran su torpeza, su antipatía o la sospechosa terquedad del técnico en alinearlo, lo que generaba más rencor: era su carácter de naturalizado. La gente olvidó rápido las contribuciones de Caballero y Sinha (e incluso Leandro y Vuoso en la oscura Era Ericsson). Franco no sentía la Patria por no haber nacido en ella. Por eso, y no por jugador mediocre, era El Culpable (en el fondo, sólo nos saciaríamos viendo su sangre caer pirámide abajo). Para su fortuna, Osorio, el Bofo y el mismo Aguirre acudieron a repartirse los pecados, mientras televisoras y anunciantes atraviesan el pantano como los cisnes, sin mancharse, dispuestos a hacer cuentas rumbo al Negocio 2014.
Y para coronarlo todo, el alcohol, el influyentismo, la agresividad, la xenofobia y, sobre todo, la vulgaridad rampante que está ahogando al país, se mezclaron en el palco mexicano de Johannesburgo. Un señor, que resultó ser alto funcionario –y, sólo casualmente, hermano del Secretario de Gobernación- y sus hijos malcriados agredieron a la esposa de Guille Franco al grito de “pinches argentinos que se vayan a la chingada” y se armó tremenda bronca con los familiares de los jugadores. Tras el escándalo, Miguel Gómez Mont fue cesado como director de Fonatur.
Sumadas las cosas, qué feo espejo de país.