Lo bien que la pasamos en el sur de Italia y lo mejor que lo estábamos pasando tras nuestro regreso a Módena, nos animó a Patrizia de Candia y a mí a dar otro rol veraniego. En esta ocasión la meta era el norte de Escocia, pasando por Francia e Inglaterra.
Estuvimos tres días en París, con un clima maravilloso. Nos hospedamos en un hotelito en el Barrio Latino, hicimos el consabido tour de museos -¿cómo es que nunca te cansan?- y también nos dedicamos, bastante, a observar a la gente.
Llegando a Londres, nos quedamos en un hotel baratísimo cerca de Victoria Station; el cuarto tenía una sola estación de radio, pero que siempre pasaba buen rock (no podías apagar el radio, sólo bajar el volumen a cero). Había un ambiente extraño en la ciudad: el rollo cool británico se mezclaba con un evento muy kitsch: se celebraba el Jubileo (los 25 años de reinado) de Isabel II y había todo tipo de baratijas y adornos royal-patrióticos de más que dudoso gusto. En medio de todo eso, llegó la noticia de que Elvis Presley había muerto (nada más para que aparecieran más objetos kitsch).
En Londres también vimos museos y jardines, y nos dimos una vuelta por el castillo de Windsor. También hicimos un paseo suspirante a Cambridge, que era una suerte de La Meca para los jóvenes economistas de aquel entonces (y en Cambridge nos tomamos la foto que aquí aparece). Pero lo mejor fue que en el Time Out descubrí que Bert Jansch, gran guitarrista, compositor y alma del grupo folk Pentangle, iba a dar un concierto en el Albert Hall. Compramos boletos y fue otro sueño adolescente hecho realidad.
Cuando yo tenía a De Candia recostada sobre mi hombro, Jansch cantaba: “I don't believe that I've seen/ a woman like you, anywhere/ And I must admit that I can't see/ to making you into a dream/ But if I had a magical wonder word/ I'd send a dove to catch your love/and I’d send a blackbird to steal your heart” y yo era feliz, no pude resistir tararear la canción, pero el tipo de adelante me calló.
También fue en Londres que tuvimos un desencuentro, totalmente culpa-sabotaje mío. Ella sabía que a mí me disgustaba que diera limosna, y yo, que ella aborrecía que yo escupiera en el suelo. Una vez, saliendo del tube, ella dejó que yo me adelantara. Cuando volteé, vi que se inclinaba a dar una limosna. Me alcanzó y escupí al suelo. Discutimos y quedamos en volvernos a ver, allí mismo, tres horas después, cuando se nos bajara. Yo fui a la cineteca, a ver “Morgan, un caso clínico” (y en algún momento del film, Morgan decía, orgulloso: “yo traje inseguridad a tu vida”). Cuando nos reunimos, comprobé que lo mejor de los pleitos es la reconciliación.
Otra cosa extraña que pasó en el metro londinense fue que estábamos por tomar un tren y junto a nosotros había un grupito de adolescentes con todo el tipo de lúmpenes. Quien sabe qué bicho le picó a De Candia, que se arremolinó en la misma puerta que ellos. El resultado fue que le volaron la cartera. Fuimos a hacer la denuncia y una de las primeras preguntas que hizo el oficial fue si los jóvenes eran “de color”. La respuesta de Patrizia fue penosamente inolvidable: “Cuatro eran de color y uno era negro”. Clasificación sudafricana. A la salida de la estación se disculpó por haber contestado (no por haber contestado así) y me dijo que se temía que el policía iba a hacer esa pregunta racista.
El viaje a Escocia y por Escocia fue fundamentalmente en autobús. A ratos íbamos leyendo (yo, un paperback sobre la historia escocesa; ella, un libro de Anaïs Nin, que comentaba entusiasmada); a ratos, admirando el paisaje agreste.
Nuestra primera parada fue en Edimburgo, ciudad señorial e ilustrada, dominada por el castillo construido sobre una roca gigantesca, muro que se desparrama como cascada verduzca hacia las casas medievales. Disfrutamos la escalada al castillo y nos divirtió mucho el relato del guía, que contaba con detalle cómo habían agarrado a María Estuardo de los pelos para arrestarla, y la habían arrastrado por este corredor, doblado por aquí y encerrado por allá, antes de enviarla prisionera a otro castillo. También disfrutamos de la británica costumbre de tomar tea and scones todas las tardes, puntualmente a las cinco y de caminar por las calles –elegantes y austeras, a la vez- que parecían afluentes del río de roca que te llevaba colina arriba hacia el castillo.
Nuestra siguiente parada –y de la que mejores recuerdos tengo- fue en Dunkeld, un romántico pueblo en los highlands escoceses, al norte de Edimburgo. Lo que más hacíamos en Dunkeld era caminar por colinas boscosas y montes llenos de musgo, o por la ribera del río Tay. Caminatas con un clima fresco, en las que platicábamos mucho, en medio de un paisaje que nos brindaba mucha paz. En Dunkeld también había una impresionante catedral gótica y normanda, hecha de piedra, que ya no tenía techo. Tampoco ahí perdonamos el tea and scones.
En Blair Atholl estuvimos un día –igual que en los anteriores lugares, hospedados en un bed & breakfast de tres libras por persona-, y fue parecido a Dunkeld, pero con paisajes menos espectaculares y con un castillo más turístico, que De Candia visitó, pero yo no. A pesar de que era agosto, hacía algo de frío, y preguntamos a nuestros anfitriones cómo era el invierno. Nos dijeron que “no tan malo”, casi nunca tenían que usar la puerta del segundo piso, al bloquearse la de abajo por la nieve. De Blair Atholl recuerdo que servían un magnífico whiskey.
El único trayecto en tren fue de Blair Atholl a Inverness, y era extraño ver a gente con esquís en pleno verano. Inverness resultó ser una ciudad más oscura y menos atractiva de lo que imaginaba, pero que también tenía un imponente castillo y un agradable paseo a lo largo del río Ness. El chiste de ir ahí era dar una vuelta por el Lago Ness, a ver si veíamos el monstruo. Tomamos el autobús que corre, a todo lo largo del lago, de Inverness a Fort Augustus. El famoso Loch Ness es estrecho (normalmente se ve con facilidad de una orilla a otra), de aguas muy oscuras (por eso se esconde Nessie) y muy muy largo (de hecho, el trayecto tomaba más de una hora). A los lados, siempre había verde: a veces boscoso, a veces pastos. Fort Augustus no tenía gran cosa, así que de ahí nos largamos a otra caminata, en las orillas del lago, hasta dar con un castillo en ruinas (quiero pensar que era el de Urquhart, pero tal vez era uno más pequeño y desconocido). Nos sentamos ahí, maravillados con la vista, con la sensación de grandeza de la naturaleza, de que éramos ella y yo en esa soledad. E hicimos el amor.
La última etapa del viaje fue a la isla de Skye, en las Hébridas. El paisaje era muy rocoso, lleno de pequeños lochs, valles sin árboles, montañas de formas caprichosas, cubierto por nubes cambiantes de diversas tonalidades: de repente un rayo encegucedor de sol cruzaba entre dos nubes, una gris y otra negrísima. Más de una vez me repetí: “este es un paisaje marciano”. En Skye, la ruta era entre montañas y la carretera sólo tenía un carril y, en cada curva había un acotamiento: hacia allí iba el autobús, frenaba, veía que la siguiente fase estaba libre y seguía el camino.
Portree, la capital de Skye, era un pueblito acogedor (tea and scones, again) y poco más. De ahí tomamos un tour a las costas salvajes, creo que rumbo a Uig (o algún otro lugar con resonancias borgianas). Eran lugares espléndidos y borrascosos, azotados por una naturaleza salvaje y fría. Nos detuvimos en una de las playas de guijarros y rocas, con un ventarrón desolado que casi nos arrancaba los rompevientos, una ventisca apasionada y gélida a la vez.
De regreso a Portree, Patrizia me propuso que fuéramos a Gretna Green, a casarnos. “Por juego”, acotó. Explicó que Gretna Green era un pueblo escocés en la que la gente se casaba. Supuse que como en Las Vegas. No sé qué me hizo negarme, la idea de casarnos o que ella haya sugerido que era broma. Más tarde me enteré que los matrimonios de Gretna Green eran legales, y no de juego. También me negué (no recuerdo si antes o después del viaje a Escocia) a una propuesta suya de que tuviéramos un hijo “y estuviera seis meses contigo y seis conmigo”. Me pareció muy frívolo, porque o lo teníamos o no lo teníamos, y me negué.
Viajamos de Portree a Glasgow, y en la capital escocesa sólo estuvimos lo suficiente para pelear un lugar de autobús a Londres. Allí nos quedamos en un hotel más bien pinche, regenteado por unos extranjeros que se indignaron cuando les pregunté de dónde eran (ingleses no, en el baño había un letrero: “No splaszwater”) pero que tuvieron la puntada de dar el recibo a nombre de Mr. & Mrs. De Candia.
De esos días son estos versos:
“We’ve gathered togetherness with our arms, and feet, and glances.
I am your experience. You are my behaviour.
It is fathomless, bottomless, painless.
No sky. Only our bodies occupy.”