La salivación de Reynaldo a la hora de comer era de las cosas más molestas, porque presagiaba que no tardaría en echarse la jarra de agua en la cabeza. Alberto tenía que alejársela y recordarle que sólo después de que acabara la comida tendría permiso para bañarse. Qué irónico pensar que ese vergonzoso baño era una de las conquistas que Alberto había obtenido en su desesperante y no menos vergonzoso trabajo. A lo mejor por eso le contaban triple para su servicio social cada hora con los loquitos: para sufrir vergüenza ajena. Pero, a decir verdad, se estaba acostumbrando.
-Siempre se la tengo que quitar –le dijo a Moisés, quien tragaba dificultosamente el guisado, luego de que las aves de mal agüero se sentaron en su mesa- porque si no, hace un cochinero.
Algunos trabajadores de la fábrica siempre veían lo negativo de todo. Decían que la llegada de la pandilla salvaje al comedor era una táctica de la patronal para evitar que las bases se pasaran más tiempo de lo debido en la sobremesa. Una manera cruel de ganar tiempos muertos. La cola empezaba a las dos y media y a las tres y cuarto llegaba Alberto con su tropa desgreñada y torpe, provocando un discreto desalojo del local, caracterizado por miradas en las que compasión y enfado hacían desagradable mezcla.
-Come, Rosita, no seas güevona –pidió Alberto a la pequeña mujer oligocefálica a su lado, para dirigirse luego a Moi-: pobrecita, es la más pendeja de todos.
Moisés comía con el pico cerrado, lentamente porque le enseñaron a masticar veinte veces cada bocado y porque le estaba brotando la muela del juicio. Le faltaba un cacho para terminar y ya estaría de regreso de no ser por la válvula que tronó y que él tuvo que reparar. En la mesa, todo tipo de fenómenos de la naturaleza se alimentaba y emitía sonidos guturales.
-No son tan tarados –continuó monologando Alberto-, más bien están locos, sobre todo Reynaldo, que yo lo que digo es que es un cabrón. Antes, se paraba a media comida, agarraba una jarra de agua y la estrellaba contra el suelo, hasta que un día pude taclearlo y él me decía: “déjame una, unita por favor”. No que no sabes hablar, güey, y que se pone a hacer una rabieta –suelta la carcajada Alberto-, pero poco a poco lo fui convenciendo de que mejor se tirara el agua en la cabeza.
Y Moi asiente. Mira la figura grasosa de Alberto, su creciente inexpresividad. Habla con cara de palo:
-A estos loquitos los tienen de medio tiempo en una granja, haciendo una cosa que se llama “terapia ocupacional”. Yo nomás veo que ensamblan muñecas y los traen a comer acá. Yo digo que para que los de la fábrica puedan descontar impuestos. Ya ves, yo estudio comunicación, quiero ser director de cine y les vale que no sepa psicología, el caso es que los cuide.
-Nos vemos –dice Moisés y se levanta con la bandeja-, que te diviertas.
-Sí, que me divierta, qué a toda madre –murmura para sí Alberto y le quita los baberos a Rosita y a Gabriel. Se queda mirando a Reynaldo, quien se tira el agua de la jarra en la cabeza y pone a hacer muecas desesperadas. Seguro estaba muy fría.
A Alberto le faltan dos exámenes para terminar la carrera y son la semana que entra, pero no tiene ya ganas de estudiar. Después de dejar a los loquitos le habla por teléfono a su novia a ver si van al cine. Ella no puede, tiene que cuidar al sobrinito enfermo. El sábado, sí, seguro. Y Alberto toma un pesero para su casa porque de todos modos le falta un chorro qué leer para los exámenes. Compra una revista de monitos y la lee dos veces. “Ah, pinche Mexiquito”, dice cada vez que un contratiempo (un claxonazo, un gordo que va a sentarse junto a él) se aparece en su camino. Pinche ciudad devoradora.
Llega a su casa, se encierra en el único cuarto y se toma un mejoral. Tirado en la cama, observa el orden de los libros. Le gusta, pareciera que emanan un olor a tranquilidad, quién fuera bibliotecario. Al rato se levanta y se pone a jugar con los ratones blancos que sirven de alimento a Enriqueta, su boa bebé. Ojos rojos y chillidos de los ratones asustadizos. Se llaman Miguel, Gabriel, Sarita, Reynaldo, Rosita. Tan pendejos e indefensos como aquellos. Mete el dedo y un ratoncito lo quiere morder. Alberto le da un madrazo, “pinche Reynaldo”.
El espectáculo de la cena de Enriqueta es impresionante. A Alberto, no sabe por qué, lo relaja muchísimo. Por el momento, come un ratón cada cuatro o cinco días, se está tranquila en su jaula, llega incluso a ser juguetona después de comer. Un día de estos le va a conseguir un sapito, a ver qué tal.
De improviso mete la mano en la cajita de los ratones, que tratan de escabullirse. Agarra uno, no importa cuál. “¿Quién eres?”, le pregunta al ratón mientras le hace cosquillas en la panza. “Ah, Sarita”. Lo echa en la jaula de la boa.
El ofidio se despabila, sus movimientos peristálticos son notorios, se desenrosca lentamente. El ratón no sabe qué hacer, trata de correr, pero al instante se detiene capturado por la mirada de la boa. Hay un segundo de tensa inmovilidad total. El ratón, aterrado, defeca un hilito. La boa se le abalanza y en su boca babosa y mortal ya está la cabeza de la víctima. Sarita todavía mueve las patas mientras su cuerpo húmedo va siendo destruido por las secreciones del reptil, y lentamente deglutido. Aún antes del final de la operación, Alberto da la media vuelta y se pone a hervir agua para café.
Este cuento, escrito en 1977, fue publicado en El Dominical, suplemento de El Nacional, el 22 de marzo de 1992